29/06/2024

26 junio – San Josemaría Escrivá (Madrid, memoria)

Celebramos hoy en Madrid la memoria de San Josemaría Escrivá. Aunque él era aragonés, vino a Madrid al poco de ser ordenado sacerdote, y terminó por incardinarse aquí (su obispo fue el obispo de Madrid). Y fue en nuestra ciudad donde allá por 1928 se produjo la fundación de un nuevo carisma dentro de la Iglesia: el Opus Dei, que promueve la vocación a la santificación a través del trabajo y de la vida ordinaria. Tomando la indicación que nos da Cristo en el evangelio, esta vocación pretende inculcar a todo cristiano que sea muy fecundo, que de frutos de santidad.

Fue en el momento de la fundación una gran novedad, puesto que la mentalidad preconciliar era muy dada a estratificar la vida cristiana en clases. En primera clase estaban los sacerdotes y consagrados, que «están más cerca de Dios». Luego están los cristianos de segunda y de tercera… o de cuarta. Esta sublimación del clero y de los religiosos no siempre se correspondía con una santidad «de facto», ni podemos omitir casos en los que los laicos alcanzaban altas cotas de santidad (como el sastre que introdujo a Karol Wojtyla por caminos de santidad). Como siempre, no es veraz reducir demasiado a dos pinceladas la descripción de la vida de la Iglesia, tan polifacética a lo largo de la historia. Pero ciertamente algo no funcionaba correctamente «grosso modo». La comunión frecuente, sobre todo en los laicos, era algo más bien raro.

El concepto mismo de santidad se unía a una vocación de perfección de vida, y eso era claramente orientado al sacerdocio o la vida consagrada. Lo que no funcionaba bien es que el concepto de «santidad» no brota del estado de vida —excluyendo a muchos—, sino de una fuente previa, universal, que todo cristiano recibe: el sacramento del bautismo. Esta fue la clave con la que el Concilio Vaticano II proclamó la llamada universal a la santidad, con independencia del estado de vida: Cristo nos ha elegido para que tengamos una vida fecunda en el Espíritu Santo.

Sigo escuchando con frecuencia la expresión «…porque usted está más cerca de Dios», cuando me piden oraciones. Por fuera no se nota nada, pero por dentro se remueve algo. Quizá porque en ese momento puedo estar un poco regulín; o quizá porque veo a un cristiano delante mía que no se ha enterado bien de su vocación. Depende.

El sacerdocio y la vida consagrada requieren una gracia especial de Dios, además de una vocación que hay que cuidar. Pero garantizo —llevo un sacerdote dentro de mi— que el orden sacerdotal no te hace santo. Tampoco los votos solemnes de un consagrado.

San Josemaría dedicó toda su vida a meter en el corazón de todos el gran amor que Dios nos tiene, y el deseo de corresponder a ese amor. El don de la gracia nos hace hijos de Dios, y esto es lo esencial: todos somos hijos de adopción y, por esta razón, podemos tener, con independencia de nuestra condición, una relación familiar con Dios.

Mi vocación a la santidad brota del Santo, que es Dios. Y eso es lo que recibo en el bautismo: Dios me elige, me consagra suyo, me da la gracia, hace alianza de amor eterno. Y de esa fuente saco cada día el sentido de mi vida, de mi trabajo, de mi descanso. No hay nada en lo que el Señor no esté. Doy gloria a Dios con todo lo que soy, tengo y hago. Trabajo mucho y bien, porque lo hago para gloria de Dios, aunque no lo vean los hombres. Amo mucho y bien porque estoy enamorado del Amor. Pido perdón y rectifico mil veces porque me abraza la misericordia del Sagrado Corazón de Jesús. Oro constantemente porque vivo en la presencia de mi Padre Dios.

De esta vida unida al Señor brota de modo connatural la fecundidad en obras santas: «Por sus frutos los conoceréis». ¡Demos frutos de santidad!