«¡Ay de vosotros, que edificáis mausoleos a los profetas, a quienes mataron vuestros padres! Así sois testigos de lo que hicieron vuestros padres, y lo aprobáis; porque ellos los mataron y vosotros les edificáis mausoleos. Por eso dijo la Sabiduría de Dios: “Les enviaré profetas y apóstoles: a algunos de ellos los matarán y perseguirán”; y así a esta generación se le pedirá cuenta de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo; desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que pereció entre el altar y el santuario. Sí, os digo: se le pedirá cuenta a esta generación. ¡Ay de vosotros, maestros de la ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia: vosotros no habéis entrado y a los que intentaban entrar se lo habéis impedido!». Al salir de allí, los escribas y fariseos empezaron a acosarlo implacablemente y a tirarle de la lengua con muchas preguntas capciosas, tendiéndole trampas para cazarlo con alguna palabra de su boca».
Hoy Jesús denuncia con fuerza y con vigor una vivencia de la religión que se corrompe cuando en vez de considerarla una relación de trato y de amistad con Dios, se convierte en un código moral que atrapa y oprime. Sus palabras van directamente dirigidas a los responsables y dirigentes de las comunidades. Qué responsabilidad tan grande tenemos los catequistas, los padres y madres de familia, los sacerdotes y diáconos, los abuelos y abuelas, los profesores de religión, los teólogos, los comunicadores de la fe, que con nuestra mejor intención queremos dar a conocer el núcleo de nuestra creencia, pero que muchas veces, en vez de iluminar y revelar, somos opacos y ocultamos el verdadero rostro de Dios.
Educar es más difícil que enseñar, porque para enseñar se necesita saber, en cambio para educar se necesita ser. Para transmitir la fe, no basta seguir un catecismo, o repetir un manual de Teología, hace falta encarnar aquello que se comunica. No contagiamos aquello que decimos, sino lo que profundamente oramos y vivimos. Eso lo sabía Jesús, por eso, a través de palabras llenas de dureza busca despertar a los fariseos y maestros de la Ley, para que cambiando de vida, pudieran convertirse en canales por los que Dios pasa. Su respuesta como señala el Evangelio no fue la acogida a las palabras de Jesús, sino que su orgullo les hace diseñar la forma de acabar con Él.
La corrección fraterna debe ser una de nuestras prácticas movidas por el amor. No es lo mismo corregir que decirle al otro lo que no me gusta de él. Corregir está inspirado por el amor. Te digo algo, no para molestarte, sino para que crezcas y mejores, para que seas mejor persona y mejor creyente. Reprochar, regañar, criticar puede ser la mejor forma de herir, de impedir que las personas se quieran y se valoren, es levantar un muro frente a los verdaderos buscadores de Dios. Por eso la Iglesia tiene que reprender y corregir, pero siempre con entrañas de maternas, no como un ejercicio de abuso de conciencia y de poder. Nadie vivimos las cosas a la perfección, ni poseemos la verdad de forma absoluta. Todos somos peregrinos de la esperanza, estamos aprendiendo juntos, caemos y nos levantamos juntos. Por eso que nadie se otorgue a sí mismo como juez de la vida de los otros.
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