AL SERVICIO DE SU MAJESTAD
La ciudad tiembla sin saber por qué.
Las piedras lo presienten.
El polvo se ordena.
Los ramos caen al suelo como si la tierra quisiera coronarlo.
Y Él viene.
Viene sin escudos.
Sin oro.
Sin alarde.
Sólo la majestad del Silencio sobre un pollino obediente.
Sólo el Rey que no pide paso,
porque todo lo creado es ya suyo.
Y el alma, oculta entre la multitud de sus pensamientos,
ve su silueta acercarse
y comprende que no puede seguir como hasta ahora.
No puede fingir que lo aclama si no ha rendido sus banderas.
No puede llamarlo Señor sin bajarse del trono.
No puede gritar “Hosanna”
y al mismo tiempo conservar su corona interior.
Porque cuando pasa el Rey,
no basta con aplaudir.
Hay que rendirse.
Y entonces ocurre:
el alma se endereza como torre que ha resistido demasiadas tormentas
y, una a una,
comienza a entregar sus banderas.
Primero la del orgullo,
que ondeaba alto, tejida con hilos de méritos y razones,
defendida con espadas de argumentos y escudos de apariencias.
Cae como cae un ídolo cuando el fuego toca su base.
No hay protesta.
Sólo el sonido seco de lo falso al chocar con la verdad.
Sigue la del yo autosuficiente,
la que decía: “soy mi origen, soy mi fin, me basto”.
Cae plegada por dentro,
porque quien ha visto al Rey ya no desea gobernarse a sí mismo.
Después cae la del deseo sin freno,
esa enseña de voluntades vestidas de virtud,
que gritaba “mi voluntad”, incluso en la oración.
Ahora se pliega como una flor vencida por la luz,
porque donde hay Reino, no hay capricho.
Viene la del temor al mundo,
la que ondeaba cada vez que había que hablar y calló,
cada vez que hubo que defender la verdad y se excusó.
Cae suavemente, como cae la nieve cuando se sabe perdonada.
Y finalmente, la más traidora:
la bandera doble,
la que mostraba un rostro a Dios
y otro al mundo.
La que ondeaba distinta según la plaza,
la hora, el público.
Esa no cae: se desintegra.
Porque ante el paso del Rey,
lo ambiguo se disuelve como sombra en el mediodía.
Queda una última bandera.
La más alta.
La más íntima.
La del yo.
No un yo abstracto, sino ese que se reserva siempre algo,
ese que nunca cede del todo,
ese que firma pactos con Dios… pero sin cláusula de entrega total.
Y entonces el alma la arría.
La dobla sin ceremonia,
la besa,
y la deposita a los pies del que viene.
Y por fin está vacía.
No derrotada.
Sino liberada.
Sin estandartes propios,
lista para llevar los de su Señor.
Y levanta la vista,
y dice sin palabras:
Reina en mí.
No como idea, ni como sentimiento,
ni como consuelo entre penas.
Reina como reinas en el Cielo:
con autoridad, con ley, con presencia real.
Haz de mi vida tu vasallaje.
Haz de mi voluntad tu trono.
Haz de mi obediencia la bandera que antes fue mía.
No quiero más libertad que tu Ley.
No quiero más identidad que tu Nombre.
No quiero más gloria que servirte.
Y en este Domingo de Ramos,
cuando la multitud grita sin saber lo que dice,
cuando los labios pronuncian sin que el corazón se incline,
yo sí te reconozco.
Yo sí sé quién eres.
Y por eso, con temblor y certeza,
yo juro:
Cristo Jesús,
os reconozco por Rey universal.
Todo cuanto ha sido hecho, ha sido creado para Vos.
Ejerced sobre mí todos vuestros derechos.
Renuevo mis promesas del Bautismo,
renuncio a Satanás y a todas sus obras,
y prometo vivir como buen cristiano.
Me comprometo —según mis fuerzas—
a hacer triunfar los derechos de Dios
y de vuestra Santa Iglesia.
Recibid, Señor, este juramento
como se recibe la sangre del mártir,
como se recibe el sí de la Virgen,
como se recibe la fidelidad en el desierto.
Y mientras el pollino avanza,
y los hombres te aclaman sin comprenderte,
y los ángeles detienen su canto para escuchar el alma,
yo quedo, sellado, entregado, sellado con tu cruz,
al servicio de Su Majestad.
OMO
PUBLICADO ANTES EN CATOLICIDAD
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