Antonio –quiso saber un amigo poco después de aquella tarde en San Isidro- ¿Qué sentías cuando te aclamaban de esa manera?
-Mira, en aquellos momentos –dijo el diestro- iba dando gracias a Dios, diciéndole: “¡Señor, tuyo el poder y tuya la gloria!”
Un torero sin pose
Conocí a don Antonio Mejías Jiménez, de la dinastía torera de los Bienvenida, hijo de Manuel Mejías Rapela, el legendario Papa Negro, y de doña Carmen Jiménez, sevillana del Barrio de Santa Cruz, y hermano de varias figuras gloriosas del toreo, a mediados de los setenta, en las cercanías de Huelva, a primera hora de la tarde, bajo un sol de justicia que nos obligó a cerrar las ventanas a cal y canto y a respirar a grandes sorbos, como si se nos acabara el aire.
Yo esperaba encontrarme con un torero según los tópicos al uso; es decir, uno de esos tipos pintorescos de la España cañí, sacado de una escena cortijera de apoderaos con chaquetilla corta. Mis abuelos habían tratado en Córdoba, entonces Califato torero, a lo más granado de la torería –desde Lagartijo a El Gallo—y contaban las anécdotas taurinas habituales de aquellos monstruos -como se llamaban entonces- del toreo.
Pero el Bienvenida que yo conocí era un señor alto, fuerte, sereno, educado, de una amplia sonrisa y mirada enérgica. No era un torero metido a señor elegante, sino un señor con todas las letras, que hablaba muy bien, pero sin pose, ni resabios de toreretes de feria, ni atisbo alguno de flamenquería. Estaba inaugurando, quizá sin saberlo, una forma distinta de ser torero.
Allí me contó don Antonio -así llamaba todo el mundo, con el don por delante- que, aunque había nacido en Caracas, lo bautizaron en Sevilla. Era el cuarto de seis hermanos, y dio tempranamente muestras de su valor cuando lidió su primer becerro a los cinco años, aunque sus hermanos tuvieran que enseñárselo antes a su madre para que diera su aprobación…
Su madre, doña Carmen: la gracia, el buen tono, la finura, el señorío de espíritu, la ponderación en todo. Su padre, el Papa Negro: la pasión, el veneno y el gusanillo de los toros. La entereza, la piedad y la visión cristiana de la vida, por una parte; y, por otra, el coraje, la audacia y el peso de un apellido: Bienvenida.
En 1937 vistió por primera vez el traje de luces, y tras cinco años como novillero, su hermano Pepote le dio la alternativa en una faena con miuras en Las Ventas, el 9 de abril de 1942.
Poco después, muy pronto, el 26 de julio de 1942, el toro Buenacara le dio una de las cornadas más peligrosas de su carrera. Y muy poco después, también muy pronto, su nombre se hizo imprescindible en los mejores carteles. “No fue sólo un torero de época -comenta uno de sus biógrafos, Rafael Gómez López-Egea- supo estar por encima de las modas pasajeras, en una búsqueda insaciable de las esencias del toreo”.
Durante sus primeros años conoció todas las alegrías y los sinsabores de la fiesta, y entre cornada y cornada fue convirtiéndose en el torero de moda, con lances que hicieron época, como aquel de 1948, cuando un toro le derribó en tierra y se salvó a sí mismo con un quite milagroso desde el suelo.
Ese mismo año, el 15 de noviembre, contrajo matrimonio con doña María Luísa Gutiérrez, con la que tuvo cuatro hijos.
Conchita Cintrón, la primer mujer torero –o torera, como ustedes prefieran, que no vamos a discutir por eso- definió a Bienvenida como“esencia de señorío en gestos de torero”. Era, en siete palabras, un retrato de cuerpo entero.
Su rival taurino fue, durante algunos años, Morenito de Talavera. Entonces estaba de moda entre los diestros lanzarle puyas y brabuconadas al contrario, para «animar la afición». Bienvenida, aseguran sus biógrafos, “respetaba a los compañeros de profesión, sin permitir nunca la menor maledicencia en demérito de nadie”.
Así son los toros
Así debió ser, porque sus compañeros resaltaron el alto sentido de la solidaridad profesional que puso de manifiesto cuando fue Presidente del Montepío de toreros, y organizó muchas corridas benéficas en las que no le importaba arriesgar su prestigio y su vida.
A Bienvenida le gustaba, tanto en el ruedo como en la vida, mirar al peligro de frente y a los ojos; se opuso a las corruptelas que amenazaban la limpieza de la fiesta, y a partir de 1952 denunció el fraude del afeitado.
La denuncia le costó cara, y su carrera, después de cinco temporadas gloriosas –de 1953 a 1957- acabó sufriendo un bache que no se debió sólo a las rachas sin suerte.
Esas malas rachas, explican los entendidos, son “algo consustancial con los toros. Ése no es problema de fondo. La dificultad estriba en que es un torero incómodo, porque rehúye las componendas, se niega a medrar a costa de los demás, nunca habla mal de nadie y defiende a los compañeros, incluso a los que procuran alejarlos de las plazas con malas artes. Se encuentra, pues, en inferioridad de condiciones, puesto que no responde a las insidias y nunca juega con ventaja, aunque la circunstancias le permitan hacerlo”.
En cuanto a las faenas, Bienvenida tuvo de todo, como en botica: tardes buenas y tardes malas; palmas y pitos; la puerta grande y el insulto ácido desde el tendido cero; críticas exultantes y otras que era mejor no leer; éxitos y fracasos, como todo torero que se precie, ante los que supo crecerse.
Entre las tardes buenas, los viejos aficionados recuerdan aquella histórica corrida del 3 de julio de 1955, cuando toreó gratis a favor de sus compañeros toreros necesitados, y estoqueó en solitario en Madrid seis toros de Galache. “El arte del toreo –sentenció Ronquillo- se llama don Antonio Bienvenida”.
En 1956 la Asociación de la Prensa le galardonó con la Oreja de oro y ese mismo año le impusieron la Cruz de Beneficencia. Era el reconocimiento hacia una trayectoria profesional en la que sufrió quince cornadas graves, o quince pequeñas muertes, como le gustaba decir.
Eso, sin contar los percances: en 1957 se fracturó una pierna en una lidia a beneficio de los daminificados por las inundaciones de Valencia; y al año siguiente, el toro Cubitoso, de Sánchez Cobaleda, le hirió gravemente en el cuello. Pero, como suele decirse, así son los toros.
Un torero y el Opus Dei
América le abrió los brazos y realizó con éxito varias giras por el nuevo continente. El 25 de mayo de 1963, cuando ya era una figura consagrada, le dio la alternativa a un torero que venía pegando fuerte: Manuel Benítez, El Cordobés. En 1964 en San Sebastián de los Reyes, con un toro de Cembrano, hizo, según los críticos, la mejor faena de su vida.
En 1966 anunció su retirada para desconsuelo de sus miles de seguidores. Parecía el ocaso de un monstruo del toreo. El 16 de octubre su hermano Pepote le cortó la coleta en las Ventas, en el mismo lugar donde le había dado la alternativa muchos añosantes.
Aquella retirada solo fue, como era previsible, un capotazo al aire, un quiebro en falso, un simple paréntesis en su carrera. Son pocos los que se van y no vuelven.
Durante aquel paréntesis le sucedió algo importante. Bienvenida tenía varios amigos del Opus Dei desde hacía algunos años –desde 1957, en concreto- y en enero de 1969 asistió a un curso de retiro predicado por un sacerdote del Opus Dei.
Le impresionó especialmente el mensaje cristiano de la santificación del trabajo: “Vuestra vocación humana –enseñaba el Fundador- es parte, y parte importante de vuestra vocación divina. Ésta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo, ese hogar, esa familia vuestra…”.
-¡Pero cuánto tiempo he perdido! -comentaba Bienvenida, al oir esto- Sin saberlo he buscado durante toda mi vida la perfección en el trabajo… y ahora que me retiro, me entero que podía haber dedicado esos veinticinco años a avanzar en amistad con Dios…. ¿Cómo no lo encontré antes?
Pocos días después, el 12 de enerode 1969, pidió la admisión en el Opus Dei.
Una alegría enorme
-Tengo una alegría enorme -contaba-. Siempre sentía Dios a mi lado cuando toreaba, y percibía una llamada que no acababa de ver clara. ¡Ahora la veo perfectamente!
A partir de entonces fue profundizando en su vida cristiana gracias a los sacramentos y la lectura del Evangelio. “Ya parece -comentaba- que le voy cogiendo el son al Jesucristo”
En lo profesional -o en lo artístico, porque el toreo es un arte- seguía reconcomiéndole por dentro el gusanillo de los toros. Se había pasado toda su vida dando espectáculo, tomándole el pulso al miedo, y en contacto “con miles de personas cada día a las que sirvo dándoles lo que se hacer. Trato de que el que está viéndome se lo pase bien; así es como yo me lo paso bomba, viendo como él se divierte”.
En 1971 decidió volver a los ruedos. Ahora, su profunda decisión de vida cristiana en el Opus Dei daba a su trabajo nuevos horizontes: le llevaba a esforzarse por santificar cada faena, toreando, como él decía, “por partida doble”.
“Toreo dos veces. Es lo que llamo la “Corrida grande” y la “Corrida chica”. La grande se la dedico al Señor en el patio de cuadrillas, antes de salir al ruedo. Me preparo bien, repaso los detalles, cuido hasta de no tener polvo en las zapatillas y toreo para Él solo. Me sale fenómeno, claro. Espero que le gusten los pases que le doy con el corazón y no con la mano… ¡Esa es la corrida importante!Además, con Él nunca fracaso… Es el mejor Presidente de las dos corridas. Después, salgo al ruedo y allí… bueno, pues hago lo que puedo, pero la llamo “la Corrida Chica”. Me chillan, si lo hago mal; o me aplauden, si las cosas se me dan bien. Pero no me importa tanto, porque ya he toreado para Él… ”.
“Incluso cuando viene un fracaso hay que superarse y estar alegre…”. “Yo le ofrezco a Dios también los fracasos –comentó tras un curso de retiro-, pero como a todo ser humano, me cuesta vencer el mal sabor que me dejan. He estado un días pensando… y hoy he visto claro en el retiro que ocurren porque Dios quiere y, si el los quiere, serán mejor para mí y ya estoy contento”.
Añadía: “A mí el toro me ha enseñadoque debemos ser muy humilde, porque cuanto más me creo que tengo aprendidos los resortes de mi profesión, me sale un torito con guasa que me trae de cabeza… ¡y no tengo más remedio que encomendarme a Dios para matarlo como pueda!
Mirando hacia los tendidos
Fue entonces cuando yo le conocí, aunque llevaba escuchando su nombre desde pequeño, entre los grandes, como El Gallo, gran amigo de mi tío abuelo, que estuvo en su cuadrilla como banderillero, hasta que lo dejó a instancias de su madre; como El Lagartijo -una gloria cordobesa, como Manolete- y toda la saga de toreros célebres de aquel tiempo: Diego Puerta y Paco Camino; junto a algunos que se iban, como Chicuelo y Marcial Lalanda, y otros nuevos que llegaban y prometían, como Paquirri y el Niño de la Capea…
Aquella tarde de Huelva, al ver a don Antonio Bienvenida, tuve la impresión de encontrarme frente a una leyenda del pasado. Y ahora comprendo, al conocer mejor el desarrollo de su vida, que el maestro estaba entonces más lleno de futuro que nunca.
Aunque Bienvenida había guardado siempre la fe que le enseñó su madre, estaba descubriendo durante aquellos años unos tendidos más altos hacia los que alzar la vista.
Gracias a la formación cristiana que recibía en el Opus Dei, estaba comprendiendo, con luces nuevas, el mensaje del Evangelio: podía amar a Dios en lo pequeño, en esas cosas aparentemente menudas del trabajo cotidiano. “Todo es importante: el traje para la corrida, los capotes, el acero del estoque limpio, el brillo de los botos y de los zahones, el sombrero bien puesto…”.
De todas estas cosas, y de muchas más, me habló en aquella tarde de Huelva. Casi al terminar le pregunté:
– Maestro: ¿y cuales habían sido sus mejores tardes?
– Me respondió con aplomo, sin pestañear:
– Las que pasé con el Fundador del Opus Dei.
Ante mi gesto de sorpresa, me contó sus dos encuentros con el Fundador; el primero en Madrid y el segundo en Jerez, en noviembre del 72. La tarde de Jerez fue una conversación larga y distendida, en la que el santo y el torero hablaron de lo divino y de lo humano; desde la santificación del trabajo hasta el temple a la hora de torear. El temple es la calma, explicaba Bienvenida, ese saberse recrear en la suerte.
Poco después le pidieron a san Josemaría un consejo para tratar a Dios, y recordó estas palabras de Bienvenida, comentando que había que recrearse en ese trato, como “un torero estupendo al que quiero mucho, que se recrea en la suerte y hace despacio con el capote…”, dijo, haciendo el ademán de una verónica con una capa imaginaria. “Pues sí; recrearse en la suerte, como un artista, ¡con amor!”
¡Cuánto me hubiera gustado verle torear aquella tarde, en la que salió por la puerta grande de las Ventas tras una corrida histórica de la feria de San Isidro! La plaza, cuentan, se volcó en aplausos: ¡¡Torero!!, ¡¡Torero!!, ¡¡Torero!!
Antonio –quiso saber un amigo poco después de aquella tarde en San Isidro- ¿Qué sentías cuando te aclamaban de esa manera?
–Mira, en aquellos momentos –dijo el diestro- iba dando gracias a Dios, diciéndole: “¡Señor, tuyo el poder y tuya la gloria!”
El 5 de octubre de 1974, en la plaza de Vista Alegre, se retiró definitivamente. Y esta vez, de verdad. A sus espaldas, 775 corridas y 54 novilladas; 113 novillos y 1.628 toros estoqueados.
El 4 de octubre de 1975, asistió a Misa, como de costumbre, en una iglesia de Colmenar (Madrid). La ofreció por el alma de su padre, porque aquel día era el aniversario de su muerte.
Al terminar se dirigió a El Escorial con su familia para probar unas vaquillas.
Toreó la primera vaquilla y la segunda, y cuando menos se lo esperaba, le arremetió por la espalda y le hizo dar una voltereta: se lesionó dos vértebras cervicales.
Lo trasladaron enseguida a la Clínica de la Paz. Su hermano Ángel Luis le comentó, durante el viaje, que se había asustado, porque pensaba que el animal le había matado.
-Ángel Luis -le dijo Antonio-: Dios es un Padre bueno y nos quiere mucho. Él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene… No sufras por mí.
Los médicos le hicieron una “tracción” para encajar las vértebras en su sitio. La operación fue un éxito, y el doctor que le atendía pronosticó una recuperación lenta. Al terminar, le sacaron del quirófano en una camilla, y cuando vio que se abría lapuerta ancha del ascensor, exclamó bromeando, para despreocupar a su familia:
-¡Por la puerta grande! ¡Como los toreros buenos!
Al día siguiente, inesperadamente, entró en coma. Dos días después, el 7 de octubre, fiesta de la Virgen del Rosario, se quebró para siempre su estampa de torero bueno y leal, su sempiterna sonrisa, su señorío humano, sobrio y elegante.
Años antes, en noviembre de 1973, había declarado en una entrevista:
-El último toro que pienso lidiar –si Dios quiere, lo mejor posible- es el de la muerte, a la que estoy acostumbrado a tratar. Quisiera darle una lidia alegre… y templada. Despacio, lo más despacio que pueda, hasta que pueda llegar… a poderla besar; a poderla besar con alegría. Por eso, la fe es importantísima…
El 8 de octubre, sus compañeros –Ángel Peralta, Paco Camino, Curro Romero, Paquirri, Palomo Linares entre otros- pasearon su féretro a hombros por la plaza de Las Ventas, la plaza donde le dieron la alternativa y donde se cortó la coleta, el escenario de tantas tardes de gloria.
La Plaza estaba llena hasta la bandera: habían venido, para dar su último adiós al diestro, más de treinta mil aficionados. La ovación fue interminable: “¡Torero, torero! ¡Vivan los toreros valientes! ¡Viva Antonio Bienvenida!”
Fue su última vuelta al ruedo.
Eran las cinco en punto de la tarde.
José Miguel Cejas, www.conelpapa.com
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