«Padre, exíjame»… «Padre, sea duro conmigo»… «Padre, apriéteme las tuercas»… Con estas expresiones o con otras parecidas, escucho la misma petición infinidad de veces. ¡Ni que fuera yo un mecánico, para andar apretando tuercas! A veces, sí, el sacerdote tiene que ser severo con las almas que acuden a él, y llevar hasta ellas la radical exigencia del Amor de Cristo, que es durísima y dulcísima a la vez.
Curiosamente, muchas personas se han enfadado conmigo cuando les he señalado la Cruz y les he invitado a subir. Eran las mismas que me habían dicho: «Padre, apriéteme las tuercas»… No querían que les apretase las tuercas, sino que les rascase la espalda.
Son dos cosas bien distintas. Otras, cuando les señalé la Cruz, subieron con tanto Amor que me dejaron atrás, sobrecogido y alabando a Dios… Pero, con todo, el «padre, apriéteme las tuercas» no es lo que más le gusta escuchar a un sacerdote. Hay otra petición que me gusta mucho más, y que, desgraciadamente, escucho mucho menos: «¡padre, hábleme de Dios!».
«Sobre esta especie de trono sobresalía una figura que parecía un hombre. Y vi un brillo como de electro (algo así como fuego lo enmarcaba) de lo que parecía su cintura para arriba, y de lo que parecía su cintura para abajo vi algo así como fuego». Yo no sé si el pobre profeta se hizo un lío, o si este traductor de la Biblia tiene parientes electricistas, o si son las dos cosas. De lo que no me cabe la menor duda es de que Ezequiel se lo pasó en grande escribiendo estas líneas. Parte del oficio del profeta consiste en «apretar tuercas»; cumplir esta parte les costaba muchísimo a los siervos de Dios. Sin embargo, la otra parte de su misión consistía en contar la belleza de lo que habían visto. Entonces se ve a los profetas disfrutando, hablando en un ahogo de gozo porque no encuentran palabras para expresar la gloria que se ha presentado ante sus ojos. Esto es lo que le ocurre a Ezequiel: la palabra humana, cuando tiene que ser vehículo de realidades tan hermosas, revienta, se vuelve loca, y parece que disparata. El alma está como ebria de Dios, y el rostro se ilumina mientras la mirada se posa en un lugar lejano… No sé si las palabras se llegan a entender, o si se entienden sólo a medias, pero el gozo de la visión del Altísimo llega al alma de forma misteriosa e inunda de paz el ambiente. Dios se hace presente de un modo inefable a través de palabras humanas que parecen necias porque su sabiduría está más allá del cielo.
Pedidnos a los sacerdotes que os hablemos de Dios. Exigídnoslo si véis que hablamos sólo del hombre y de sus cosas. Buscad la Escritura, las vidas de Cristo, los libros que hablen de la hermosura divina, la Sagrada Hostia donde lo que era un pan gritó «¡Cristo!» y se le quedó el grito helado en los labios… Veréis entonces que el alma se esponja, que el espíritu se alegra y hasta la carne se regocija. Y, si queréis que os muestre un libro donde sólo de Dios se habla, mirad el rostro de la Inmaculada… En él encontraréis la palabra «Dios» pronunciada en la dulzura de una mujer. Allí podréis descansar. Dios es muy bueno…
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