Max Jacob todavía tuvo la suerte de conocer una Iglesia cuya cabeza visible enunciaba los principios de la doctrina moral católica sin subterfugios ni componendas; y cuyos miembros, mediante un prodigioso sentido de la capilaridad católica, acompañaban a quienes no siempre podían ajustar su vida a esos principios en sus reincidentes caídas y lo ayudaban a levantarse una y otra vez, sin tomarles el pelo ni engañarlos con sentimentalismos merengosos. Y, mientras los acompañaban, los bendecían, porque sabían como nos enseña Péguy que es a través de la puerta que deja el pecado por donde la gracia se desliza en nuestras almas.
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