20/05/2025

Domingo III Pascua – Ciclo C

Los apóstoles regresan al lugar en que todo empezó: el lago de Tiberíades o Mar de Galilea. Con tres años de diferencia, se repite la misma escena de la pesca milagrosa: unos profesionales del mar llevan toda la noche bregando sin coger nada; un profesional de la carpintería les dice que echen las redes a la derecha de la barca; la red estalla de peces; cunde el asombro entre los pescadores.

Han pasado tres años: la primera vez fue el momento en que dejaron las redes y siguieron al Maestro. La segunda vez también dejan algo, más importante que las redes: las miras humanas. Las dos escenas son iguales, pero los apóstoles ya no son los mismos: han cambiado. Ahora experimentan con nueva mirada el sentido de lo que es una vocación divina. Hace tres años, aunque fue Jesús el que les llamó, en realidad su «sí» fue al modo humano; sólo después de la Pascua han comprendido que su «sí» ha de ser al modo divino, sobrenatural.

Durante los tres años de vida pública con el Maestro, aparecen numerosos indicios de hasta qué punto su respuesta era al modo humano, es decir, contando siempre con las propias capacidades para responder a la llamada, apostando con la voluntad y la inteligencia para construir un proyecto de vida. Ahora, una vez destruido ese muro, comprenden mejor que todo es gracia, todo es don.

Ese muro lo contemplamos de modo eminente en el orgullo de San Pedro, denunciado por el canto de un gallo en el dramático transcurso de la pasión. Por eso ahora, Jesús recoge con amor a un Pedro humillado y avergonzado de haberse mirado tanto al espejo y haber sucumbido a las medidas humanas. Se produce una nueva llamada, y un Pedro purificado y renovado por la gracia, renueva su «sí», esta vez poniendo en el centro la grandeza de Cristo.

Renovemos con Pedro nuestro «sí» al Señor.