23/02/2025

Domingo VI Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Comienzo con una anécdota de Madre Teresa que he leído estos días. Llegó a sus oídos que una familia muy numerosa no tenía para comer y les llevó un poco de arroz, que fue recibido con alegría por los brillantes ojos hambrientos de aquellos niños. La madre de tan gran prole cogió el arroz, lo dividió y salió a la calle con la mitad del arroz recibido, ante la sorpresa de la pequeña santa de sari blanco. A su vuelta, la religiosa quiso saciar su curiosidad, y la madre contestó: «Ellos también tienen hambre». Resulta que «ellos» era una familia musulmana que vivía cerca. Madre Teresa, queriendo aprender de tan gran lección y con intención de transmitir lo aprendido, explicó que aquella noche «no les di más arroz, pues quería que ellos también pudiesen disfrutar de la alegría de dar».

La virtud de la pobreza está en la raíz del evangelio, y por esa razón tanto san Lucas como san Mateo la ponen como la primera de las bienaventuranzas.

Hay una pobreza sobrevenida por carecer de los bienes materiales básicos, que tiene su origen en graves injusticias de la estructura socio-económica de nuestro querido planeta. Claman al cielo tales situaciones mantenidas por intereses de dominio y control más que conocidos.  También hay una pobreza que hunde sus raíces en la miseria moral que acaba haciendo que una persona con mucha preparación y buena familia acabe durmiendo en la calle porque se dio a las adicciones. Hay también una pobreza de mala suerte en la vida, que golpea a no pocas familias por crisis económicas o reveses inesperados que acaban en la cola del hambre. De todo ello, la Iglesia se ha encargado siempre a través de los múltiples brazos con que desea prestar su ayuda.

Pero la pobreza como virtud es una cualidad personal, interior y universal. Tiene que ser así para que sea un camino de salvación universal, como lo son las bienaventuranzas. Y es justo lo que enseña la anécdota con que empezábamos. Asociamos la pobreza a no tener. Esa es la pobreza externa, que hemos definido antes. Pero en el evangelio se alude a otra cosa más íntima, de raíz sobrenatural, que es reflejo de la personalidad de Cristo: la pobreza evangélica consiste en tener. Tener lo que verdaderamente importa en la vida te hace relativizar hasta incluso lo que no tienes. Esa madre que reparte el arroz, alimento necesario a todas luces para sus hijos, se desprende de algo material porque tiene lo más necesario: un alma grande, un corazón pleno, lleno de vida, que la transmite cuando tiene la más mínima ocasión. Un acto así, lleno de confianza en la vida, se convierte en una tesis doctoral summa cum laude para todos: ¡la alegría de dar el corazón!

El desprendimiento de los bienes materiales es necesario de modo absoluto para todos porque los apegos desordenados nos impiden volar a los bienes verdaderos, que hacen referencia al modo de amar de Cristo. Quienes viven una pobreza externa son más dados a captar el asunto, porque no tienen espacio para la superficialidad y el aburguesamiento. No obstante —insisto en esto porque es necesario—, el hecho de «no tener bienes materiales» no te da automáticamente el corazón grande de esa madre.

¡Pidámosle al Señor una verdadera pobreza evangélica que nos haga bienaventurados!