Vincent Charmet tiene 30 años y se ordenó sacerdote el 25 de junio pasado en la basílica de San Juan, en Lyon, en cuya diócesis ejerce su ministerio como vicario de la parroquia de San Agustín en Belleville. Procede de una familia de vinateros de la región de Beaujolais, al sur de Borgoña (Francia). Una familia católica que desde pequeño le educó en la fe.
Consagración y disponibilidad
«Un buen recuerdo de mi infancia es la oración. Cuando era niño, me gustaba rezar«, contaba hace unos meses, aún como diácono, es una entrevista sobre su vocación para el canal diocesano.
Al ir creciendo, Vincent se alejó de Dios. Sin embargo, a diferencia de otras personas que pierden la fe en la universidad, él la recuperó durante sus estudios de comercio y filosofía, gracias a un profesor: «Me hizo replantearme la cuestión de la presencia de Dios en mi vida«. Y ¿por qué hasta el punto del sacerdocio? «Tener fe es una alegría inmensa y consagrando mi vida tengo esa disponibilidad para dar testimonio, para compartir esa fe a mi alrededor», explica.
Vincent es muy consciente del mundo en el que vive: «Nuestra vocación es incomprendida, en particular el celibato, pero al mismo tiempo hace que la gente se interrogue y piense: ‘¿Y si es verdad?’ Creo que si alguien llega a plantearse esa simple pregunta, ya hay algo de fe que empieza a abrirse camino en su corazón». Pues, aunque muchos olviden a Dios, «Dios no se olvida de nadie», añade, y «viene a buscar jóvenes dispuestos a dar su vida para que la gente crea».
Vincent Charmet, a la izquierda en las imágenes, y su compañero Augustin Rocoffort de Vinnière, hablan sobre su vocación semanas antes de ordenarse sacerdotes.
En el año que pasó en una parroquia de Belleville como diácono, pudo comprobar la importancia de la «disponibilidad» del sacerdote para «darse» a los fieles, por ejemplo celebrando bautizos y bodas: «Todo nuestro tiempo está para atender a nuestros parroquianos. Y me di cuenta de que me veía desbordado por lo que represento. Descubrí que, como persona consagrada, la gente me acogía como la presencia de Cristo en medio de ellos«.
Vincent se despedía de esta entrevista pidiendo oraciones a quienes asistiesen a su ordenación: «Vosotros, con vuestra oración, sois quienes hacéis a los sacerdotes que estamos llamados a ser».
La ordenación de Vincent por el arzobispo de Lyon, Olivier de Germay.
La sorpresa
Lo que no podía prever este joven diácono, a pocas semanas de su ordenación, es que alguien había pensado en él como sacerdote 55 años atrás y le había hecho un regalo muy especial, una historia que recoge Bérengère de Portzamparc en Aleteia.
Vincent nació en Le Breuil, un pequeño pueblo de la región que desde 1968 no tiene sacerdote. Ese año murió el último con residencia en la localidad, Claude Clavel, y la pequeña iglesia del siglo XV no volvió a abrir más que para ocasiones puntuales.
Y una muy especial era la primera misa de Vincent para sus familiares y vecinos, el 7 de julio. Para ese día, los vecinos le hicieron entrega de algo que a principios de este mismo año, mientras acondicionaban la iglesia, habían encontrado en un armario de la sacristía: una caja que contenía un cáliz y un papel doblado.
Era una carta fechada el 24 de junio de 1968 y firmada por el secretario parroquial, y con un mensaje muy sencillo: «Este cáliz pertenece a monsieur l’abbé Claude Clavel, quien lo lega a un hijo de la familia Dupeuble si llega a ser sacerdote, o bien a otro niño de la parroquia que se haga sacerdote».
La conmoción al descubrirlo fue grande, porque la familia Dupeuble era la de la abuela paterna de Vincent. El párroco había intuido que de esa estirpe tan devota surgiría alguna vez alguien -tal vez pensó en el padre de Vincent- que consagraría en él la sangre de Cristo. Veinticinco años después, en 1993, nació quien llevaría a cabo ese deseo.
Era la sorpresa que le tenían reservada: celebrar su primera misa en su pueblo, con el cáliz que su último párroco dejó para él sin tan siquiera conocerle. Era un cura a la antigua usanza: muy querido, dejó huella, y los más viejos del lugar recuerdan cómo, al acercarse la Pascua, iba por los campos recordándole a los viñadores que les esperaba en la iglesia ese día para cumplir el precepto pascual: «¡Y todos obedecían!«, cuenta Vincent.
Dice a Aleteia que va a seguir utilizando ese vaso sagrado: «No es extraordinario ni precioso, ni tiene un valor pecuniario especial, pero evidentemente tiene para mí un valor excepcional, porque en todas las misas pienso en mi predecesor en el cielo«. Y promete dejarlo también en herencia al niño de Le Brueil que quiera también ser sacerdote como ellos.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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