Lunes 7-10-2024, XXVII del Tiempo Ordinario (Lc 10,25-37)
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó». Unas profundas reflexiones de J. Ratzinger –futuro Benedicto XVI– nos pueden ayudar a descubrir la enorme riqueza y profundidad de esta parábola evangélica.
«El camino de Jerusalén a Jericó aparece, pues, como la imagen de la historia universal; ese hombre medio muerto a la orilla es la imagen de la humanidad. El sacerdote y el levita pasan de largo: de lo que es propio de la historia, de su sola cultura y sus religiones, no se alcanza ninguna salvación.
» Si la víctima de la emboscada es por antonomasia la imagen de la humanidad, entonces el samaritano sólo puede ser la imagen de Jesucristo. Dios mismo, que es para nosotros el extranjero y el lejano, se ha puesto en camino para venir a hacerse cargo de su criatura herida. Dios, el lejano, en Jesucristo se ha hecho prójimo. Vierte aceite y vino en nuestras heridas –un gesto en el cual se ha visto una imagen del don salvífico de los sacramentos– y nos conduce al albergue, la Iglesia, en el cual nos hace curar y nos da el anticipo del costo de la ayuda.
» Esta la gran visión del hombre que yace alienado e inerme a la vera del camino de la historia y Dios mismo, que en Jesucristo se ha hecho su prójimo, podemos fijarla sencillamente en la memoria como una dimensión profunda de la parábola que se refiere a nosotros mismos. El imperativo imperioso contenido en la parábola no queda así debilitado, sino que es llevado hasta su grandeza plena. El gran tema del amor, que es el auténtico punto culminante del texto, alcanza así toda su amplitud. Ahora, de hecho, nos damos cuenta de que todos nosotros estamos “alienados” y necesitamos de redención. Ahora nos damos cuenta de que todos tenemos necesidad del don del amor salvífico de Dios que se hace nuestro prójimo, para poder nosotros por nuestra parte hacernos prójimos.
» Las dos figuras de las que hemos hablado conciernen a cada ser humano singularmente: toda persona está “alienada”, apartada realmente del amor (que es justamente la esencia del “esplendor sobrenatural” del cual hemos sido despojados); toda persona debe ser en primer lugar curada y fortalecida por el don. Pero después cada persona debe hacerse a su vez samaritana –seguir a Cristo y hacerse como Él–. Sólo entonces vivimos de manera justa. Sólo amamos de manera justa, si nos hacemos semejantes a Él que nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 19)» (J. Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, I, cap. 7).
En otras palabras, san Juan nos recuerda esta gran parábola de Jesús: «Nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero» (1 Jn 4, 19). «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16). Este es el amor más grande y primero: «anda y haz tú lo mismo».
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