Hemeroteca Laus DEo14/04/2022 @ 12:50
Amados en Cristo:
En el Evangelio de San Mateo, leemos del llamado de los dos primeros Apóstoles, San Pedro y su hermano San Andrés, por Nuestro Divino Señor Jesucristo: “Andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores. Y les dijo: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres. Ellos entonces, dejando al instante las redes, le siguieron” (Mt. 4:18).
Lo que Cristo hizo hace 2000 años, continuó haciéndolo en cada época, es decir, llamó a los hombres a dejar todas las cosas y seguirle para convertirse en “pescadores de hombres.”
En esta carta pastoral, admiremos la bondad y misericordia de Dios en la institución del Sacramento de las Sagradas Órdenes, mediante el cual se ordenan a los hombres para continuar la misión comenzada por Cristo aquí en la tierra — glorificar al Padre (renovando el Sacrificio del Calvario en la Santa Misa) y trabajar por la salvación de las almas (administrando los Sacramentos y predicando el Evangelio).
Cuando consideramos el Sacramento de las Órdenes, la primera pregunta que viene a nuestras mentes es, ¿qué es un Sacerdote? Un Sacerdote se define propiamente como un alter Christus — otro Cristo. éste continúa la Vida de Cristo aquí en la tierra por su Ministerio terrenal; por su Ordenación Sacerdotal actúa in persona Christi (en la persona de Cristo). San Pablo nos dice en su epístola a los Hebreos: “Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere…” (Hebreos 5:1).
Y, ¿qué es “lo que a Dios se refiere”? En primer lugar, el Sacerdote ofrece el Santo Sacrificio de la Misa — la renovación incruenta del Calvario. El sacrificio es algo sinónimo con la religión; pues sin sacrificio, no hay religión. En el Antiguo Testamento, frecuentemente encontramos referencias al ofrecimiento de sacrificios a Dios en expiación del pecado. En el libro de éxodo, leemos de Moisés: “Entonces tomó Moisés la sangre y roció sobre el pueblo, y dijo: He aquí la sangre del pacto que el Señor ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas” (Éxodo 24:8).
Qué similar son estas palabras de Moisés, “Esta es la sangre del pacto,” con las palabras de Cristo en la Última Cena, “Este es el Cáliz de Mi Sangre.” Aún así, estos sacrificios del Antiguo Testamento no fueron más que una prefiguración de aquél único Sacrificio aceptable de Cristo sobre la Cruz y de la renovación incruenta del mismo Sacrificio en la Santa Misa. En la Última Cena, Nuestro Divino Señor tomó el pan y el vino y por su infinito poder los cambió en su Cuerpo y Sangre, cuando dijo: “Tomad, comed; porque esto es Mi Cuerpo…“Bebed de ella todos porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada en remisión de los pecados” (Mt. 26:26). E inmediatamente después de la transubstanciación del pan y del vino en Su Cuerpo y Sangre, Nuestro Señor ordenó a Sus Apóstoles, “Haced esto en memoria mía” (Lucas 22:19).
Con estas palabras, Cristo mandó a Sus Apóstoles, Sus primeros Sacerdotes, a hacer exactamente lo que Él hizo — cambiar el pan y el vino en su propio Cuerpo y Sangre. Y sabemos que los Apóstoles cumplieron este mandamiento, pues San Pablo en su primera epístola a los Corintios les recuerda que, “Así pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que Él venga” (I Cor. 11:26). Y que, “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? ” (I Cor. 10:16).
¡Qué maravillosa condescendencia! Nuestro Señor dio a Sus Apóstoles, y a través de ellos, por el Sacramento de las Órdenes, a aquellos ordenados al Sacerdocio en el futuro, la potestad para ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa y para consagrar el pan y el vino en Su propio Cuerpo y Sangre. En esta materia el Concilio de Trento fue muy claro: “Aunque Cristo Nuestro Señor había de ofrecerse una vez a Su Eterno Padre sobre el Altar de la Cruz, muriendo en realidad para obtenernos la Redención eterna, y como Su Sacerdocio no habría de extinguirse por Su Muerte, a fin de dejar a Su Iglesia un sacrificio conveniente a la presente condición del hombre, un sacrificio que pudiera al mismo tiempo representarnos el cruento sacrificio consumado en la Cruz, preservar la memoria de ella hasta el Fin del Mundo, y aplicar sus provechosos frutos en remisión de los pecados que a diario cometemos; en Su Última Cena, en la misma noche que fue traicionado, dando prueba de que Él había sido establecido Sacerdote para siempre según la orden de Melquisedec, ofreció a Dios Su Cuerpo y Sangre, bajo las apariencias de pan y vino, y, bajo los mismos símbolos, diolos a los Apóstoles, a quienes Él al mismo tiempo constituyó Sacerdotes de la Nueva Ley. Con estas palabras, ‘Haced esto en memoria Mía’, los comisionó a ellos, y a sus sucesores en el Sacerdocio, para consagrar y ofrecer Su Cuerpo y Sangre, como la Iglesia Católica siempre ha entendido y enseñado.”
Y más adelante el Concilio declara que Nuestro Señor, apaciguado por la oblación del Sacrificio de la Misa, nos concede sus gracias y la remisión del pecado. Dice: “Es exactamente la misma Víctima; el que ofrece el Sacrificio es el mismo que, después de haberse sacrificado en la Cruz, se ofrece ahora por el Ministerio del Sacerdote; no hay diferencia excepto en la manera de ofrecer.”
La naturaleza sacrificial del Sacerdocio y la Doctrina de que el Sacerdote actúa en la Persona de Cristo son aspectos muy importantes que debemos recordar, especialmente en nuestros tiempos, cuando la «Iglesia Moderna» (la del Concilio Vaticano II) ha mutilado la Santa Misa y la ha reemplazado con el Novus Ordo (la nueva y moderna «Misa»). En la verdadera Misa, el Sacerdote consagra las Sagradas Especies por el poder que tiene de su Sagrada Ordenación, mediante el cual actúa en la Persona de Cristo. Así el Sacerdote dice en la Consagración en la Misa, “Este es Mi Cuerpo,” “Este es el Cáliz de Mi Sangre,” y no “Este es el Cuerpo de Cristo,” ni “Este es el Cáliz de su Sangre.” En la «Misa» del Novus Ordo, encontramos una nueva definición de la Misa en el Prefacio General, que lee: “La Cena del Señor es la asamblea o reunión del pueblo de Dios, donde un sacerdote preside para celebrar el memorial del Señor. Por esta razón la promesa de Cristo es particularmente verdadera de una congregación local de la Iglesia: ‘Donde dos o tres se reúnan en mi nombre, ahí estoy yo en medio’” (Instrucción General al Novus Ordo, abril 6, 1969).
Noten la terminología “sacerdote que preside” y la referencia bíblica, “donde dos o tres se reúnan en mi nombre.” En el Novus Ordo, el sacerdote ya no más ofrece el Santo Sacrificio in persona Christi (en la persona de Cristo); ahora solamente preside sobre la asamblea, y la asamblea, la gente reunida, ocasionan una presencia espiritual de Cristo. ¡Esta nueva definición de la Misa es una definición luterana!
Cuando leemos en la historia eclesiástica de la destrucción del Santo Sacrificio de la Misa en Alemania por Martín Lutero, y en Inglaterra por el Arzobispo Cranmer, vemos que la historia se ha repetido a finales de la década 1960, con la introducción del Novus Ordo Missae, sólo que a una escala muy superior.
Con esta nueva definición luterana de la Misa, el aspecto mismo del sacerdocio se ha cambiado. Esta fue una de las razones que llevaron a León XIII a declarar en su Constitución Apostólica, Apostolicae Curae, que las órdenes anglicanas eran inválidas — la falta de intención de ordenar Sacerdotes para ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa.
Una vez más, apreciemos el don inestimable del Santo Sacerdocio, por el cual tenemos el Santo Sacrificio de la Misa.
El segundo rol del Sacerdote es la salvación de las almas, especialmente por la administración de los Sacramentos. En el Evangelio de San Juan, leemos cómo Nuestro Divino Señor, después de Su Resurrección, se apareció a Sus Apóstoles: “Entonces Jesús les dijo otra vez: ¡Paz a vosotros! Como me envió el Padre, así también Yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis sus pecados, les son perdonados; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (San Juan, 20:21).
Aquí debemos reiterar que el Sacerdote, actuando en la Persona de Cristo, dice, Ego te absolvo a peccatis tuis, — Yo te absuelvo de tus pecados, y no, Cristo te absuelve de tus pecados. Por su Ordenación, el Sacerdote se identifica con Cristo. ¿Dónde estaríamos espiritualmente sin el Sacramento de la Penitencia? Qué agobiadas estarían nuestras almas sin la aseguranza y certeza que nos es ofrecida por las palabras del Sacerdote: “Ego te absolvo a peccatis tuis…”
Al comienzo de nuestra Vida Espiritual, fue el Sacerdote quien nos limpió y nos dio la vida de Dios — la gracia santificante — a través del Sacramento del Bautismo. Por este Sacramento muy necesario, nos hacemos hijos de Dios y herederos del Cielo, como dijo Nuestro Señor: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios” (San Juan, 3:5).
Y cuando nuestras vidas lleguen a su fin, una vez más, el Sacerdote está ahí para asistirnos y apoyarnos por medio del Sacramento de la Extremaunción. En la Epístola de Santiago, encontramos referencia bíblica para este sacramento: “¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la Iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el Nombre del Señor. Y la oración de Fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados” (Apóstol Santiago, 5:14).
Habiendo brevemente considerado el rol necesario del sacerdocio en la Iglesia, ¿es de sorprenderse, entonces, por qué el diablo odia los Sacerdotes, por qué desea él su caída, por qué hace lo posible por desviar a los jóvenes de seguir su vocación al Sacerdocio? ¡Oremos por los Sacerdotes, y también oremos para que Dios envíe más obreros a Su cosecha!
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