Había una vez un hombre. Un hombre bueno. O al menos, eso pensaba él.
Era un hombre que creía. Creía con una fe inquebrantable. Creía, con toda la seguridad de un reformador con un martillo en la mano y una puerta frente a sí, que con esa fe bastaba. Que con esa fe, solo con esa fe, era justo ante Dios.
Había leído a Lutero y a Calvino con fervor, había discutido con todos sus amigos católicos, y estaba seguro, absolutamente seguro, de que la salvación era suya, sin obra alguna que demostrarlo. Y en su infinita seguridad, murió.
Y entonces, despertó en un gran salón.
No era un salón terrenal. No tenía muros visibles ni techo, y sin embargo, se sentía encerrado en él. No tenía luz que viniera de alguna parte, y sin embargo, todo estaba iluminado. No tenía voz que hablara y sin embargo, algo en él comprendía que el juicio había comenzado.
Y así, una voz —una voz que no necesitaba presentarse— le preguntó:
— ¿Has sido justo?
El hombre, con la misma seguridad con la que había discutido sobre sola fide en cientos de foros de Internet, levantó la barbilla y declaró:
— ¡Sí, porque tuve fe!
Hubo un silencio, como si el universo entero se hubiese detenido a escuchar su respuesta.
Y entonces, se abrió ante él un libro. Un libro enorme, como una gran cuenta de contabilidad divina. Su nombre estaba ahí, brillante y claro.
Y debajo de su nombre, nada.
Nada.
Ni una obra de misericordia. Ni una obra de caridad. Ni una sola vez en la que hubiera dado de comer al hambriento, vestido al desnudo, visitado al enfermo. Nada.
Y la voz preguntó de nuevo, con una calma que cortaba como una espada:
— ¿Dónde están tus frutos?
El hombre titubeó. Por primera vez en su vida, su seguridad empezó a desmoronarse.
— Pero… yo creí.
Y entonces, sin previo aviso, se oyó otra voz. Una voz escrita hace siglos en las páginas de un apóstol que él había decidido ignorar:
— “Vosotros veis que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe.” (Santiago 2,24)
El hombre sintió un escalofrío recorrer su alma. Pero aún no estaba derrotado. No, él tenía respuestas, respuestas que había repetido una y otra vez en vida.
— Pero, pero… San Pablo dijo que somos justificados por la fe.
Hubo otro silencio. Y entonces, apareció otra página, una carta escrita por el mismo Pablo que él había citado. Y en ella, estas palabras brillaban como fuego:
— “No son los que oyen la ley los justos ante Dios, sino los que la cumplen serán justificados.” (Romanos 2,13)
El hombre sintió que la seguridad se le escapaba de los dedos como arena en el viento.
— Pero… pero… yo fui justo porque Dios me lo imputó. Yo… yo no tenía que hacer nada, solo creer.
Hubo un susurro en el aire, un eco de siglos de sabiduría. Y entonces, desde la nada, surgió la figura de un hombre con una pluma en la mano y la mirada de quien ha derrotado herejías antes del desayuno.
San Roberto Belarmino.
— “Si la justificación consistiera solo en una declaración de justicia sin transformación real del alma, Dios sería un mentiroso, llamando justo a lo que sigue siendo injusto.”
Y por primera vez, el hombre vio el abismo de su error.
Dios no podía ser un mentiroso. Y sin embargo, su doctrina hacía de Dios un mentiroso. Porque si él, sucio, vacío, sin frutos, era llamado justo por un simple acto declarativo, entonces la justicia no tenía sentido.
— Pero… Lutero dijo…
Y en ese instante, otra figura apareció, con la calma de un león y la lógica de una máquina imparable. Santo Tomás de Aquino.
— “La justificación del impío es una transmutación del alma en la que, por la gracia de Dios, el pecador se vuelve verdaderamente justo.” (STh I-II, q. 113, a. 2)
— Pero…
Y entonces, apareció otro hombre. Un obispo de corazón de fuego y lengua afilada, un caballero que había destrozado la herejía con palabras tan dulces como implacables.
San Francisco de Sales.
— “La justificación que no produce un cambio real es un fantasma sin sustancia. Si la fe sin obras está muerta, ¿cómo podría justificar lo que está muerto?”
El hombre sintió que su alma temblaba.
Y entonces, la voz volvió a hablar.
— Dios te creó sin ti, pero no te salvará sin ti.
El hombre reconoció las palabras. San Agustín las había dicho. Las había leído. Pero nunca las había entendido.
Porque toda su vida, él había creído que la salvación era un cheque en blanco. Que podía creer y seguir igual. Que su alma podía ser un cadáver envuelto en un manto de justificación imputada.
Pero ahora lo veía. Ahora lo entendía. El alma debía ser transformada. La fe debía ser acompañada por el amor. La gracia no solo cubría el alma, sino que la hacía nueva.
Y él… él no había hecho nada.
Y en ese instante, comprendió lo que significaba la parábola de los talentos. Comprendió lo que significaban las palabras de Cristo:
— “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber.” (Mateo 25,41-42)
Él creía que Dios no le pediría nada más que fe. Pero ahora veía que Dios esperaba frutos. Y no los tenía.
Y por primera vez en su existencia, el terror le invadió.
La voz habló por última vez.
— Si me amáis, guardad mis mandamientos. (Juan 14,15)
El libro se cerró.
Y el hombre, que había muerto creyéndose justificado, cayó en el abismo.
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Epílogo: La Lección
El error protestante es un error fatal. Un error que suena piadoso, pero que en realidad es la mayor traición a la Escritura.
El hombre que confía en una justificación forense, en una justicia que no lo cambia, está viviendo una mentira.
Porque Dios no llama justo a lo que sigue siendo injusto.
Porque la fe sin obras es muerta.
Porque la gracia no solo cubre, sino que transforma.
Porque Dios nos creó sin nosotros, pero no nos salvará sin nosotros.
El hombre del juicio lo entendió demasiado tarde.
Pero tú, que has leído esto, aún estás a tiempo.
OMO
PUBLICADO ANTES EN CATOLICIDAD
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