La madrugada envolvía el hospital en un silencio pesado cuando Clara llegó, sintiendo que cada paso la sumergía más en un abismo de incertidumbre. Había pensado que, al tomar una decisión, la tormenta interna cesaría, pero cada latido de su corazón parecía intensificar sus dudas.
¿Realmente iba a hacerlo?
Las voces a su alrededor eran ensordecedoras. Su pareja, con indiferencia, le había dicho: “Haz lo que creas mejor”. Sus amigas insistían en que era su derecho. Su madre, con tono severo, le recordó: “Un hijo ahora arruinará tus planes”. En todos lados, el mensaje era claro: “No es nada. Es tu cuerpo, tu elección”.
Sin embargo, en lo más profundo de su ser, una voz susurraba lo contrario. Si realmente no era nada, ¿por qué sentía ese nudo en el estómago?
Se abrazó a sí misma, intentando contener el temblor que la recorría. Las sombras del pasillo parecían cerrarse sobre ella, y el pánico la invadió. ¿Y si lo que llevaba dentro era una vida real?
Trató de desestimar esos pensamientos, repitiéndose lo que otros le habían dicho: que solo era un conjunto de células, que no había conciencia, que no importaba. Pero recordó lo que había leído en algún lugar:
• El corazón comienza a latir alrededor de la tercera semana de gestación.
• La actividad cerebral se detecta desde la sexta semana.
• Para la semana doce, el feto puede responder a estímulos.
Si un feto puede responder, ¿cómo podría ser “nada”?
Apoyó la frente contra la pared fría, buscando claridad. No podía pensar con claridad. Cada argumento chocaba con su miedo, su vergüenza y la desesperación de no saber qué camino tomar.
“No estás preparada”, le decía una voz interna. “Esto arruinará tu vida. No tienes los recursos ni el apoyo. ¿Cómo criarás a un niño cuando apenas puedes contigo misma?”
Pero otra voz, más suave, le susurraba: “Si dentro de ti hay un corazón latiendo, un cerebro funcionando, un ser con ADN único… ¿tienes derecho a decidir su destino?”
Tragó saliva, sintiendo la opresión en el pecho. ¿Y si estaba a punto de cometer un error irreversible?
El miedo se transformó. Ya no era solo temor a tener al bebé, sino miedo a las consecuencias de no tenerlo.
Una enfermera se acercó con una carpeta en mano.
—Clara González. Es tu turno.
La miró, paralizada. Todo su ser le pedía que se levantara, que huyera, que protegiera lo que llevaba dentro. Pero el miedo la mantenía inmóvil.
Instintivamente, llevó las manos a su vientre. En ese gesto, una imagen de su infancia emergió: la Virgen María, con su manto azul, llevando en su seno al Salvador.
Si María hubiera considerado su embarazo como un obstáculo, si hubiera cedido al miedo… ¿qué sería de nosotros?
El pensamiento la sacudió. Si el Hijo de Dios vino al mundo a través de una mujer, ¿cómo podía ella rechazar el don que se le había confiado?
Un escalofrío recorrió su cuerpo, y por primera vez en mucho tiempo, sintió una presencia reconfortante.
No estaba sola. Nunca lo había estado.
En un susurro, sus labios pronunciaron: “Mater Dei, ora pro nobis.”
El miedo comenzó a desvanecerse, dando paso a una determinación desconocida.
Se puso de pie, dejando atrás la sombra de la desesperanza. Atravesó el pasillo del hospital, y al salir, el amanecer pintaba el cielo con tonos dorados, como si la creación misma celebrara su decisión.
Había elegido la vida.
Aunque el futuro era incierto, sabía que había abrazado el plan de Dios.
Y en ese vientre que casi fue negado, en ese santuario donde Dios depositó un alma inmortal, una nueva luz seguía latiendo. Un latido que resonaba con el amor eterno, perteneciente tanto a ella como al Creador que lo había concebido desde la eternidad.
OMO
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