El nacimiento de la Virgen María aportó a la humanidad algo desconocido hasta ahora: una criatura exenta de cualquier mancha, un lirio de incomparable hermosura que debería alegrar a los coros angélicos y a la tierra entera. En medio del destierro del género humano corrompido, aparecía un ser inmaculado, concebido sin pecado original.
Traía consigo todas las riquezas naturales que pueden caber en una mujer. Dios le concedió una personalidad valiosísima y su presencia entre los hombres representaba, también a ese título, un tesoro verdaderamente incalculable.
Ahora bien, si a los dones naturales le añadimos los inconmensurables tesoros de la gracia que la acompañaban —los más grandes que jamás hayan sido concedidos por Dios nuestro Señor— podremos entender el enorme significado de su venida al mundo. El nacimiento del sol es una pálida realidad en comparación con la resplandeciente aurora que fue la aparición de María Santísima en esta tierra.
La entronización más solemne de un rey o de una reina o los fenómenos más grandiosos de la naturaleza no son nada ante el nacimiento de la Virgen. En ese bendito momento, ciertamente saludado por la alegría de todos los ángeles del Cielo, se puede conjeturar que hayan surgido inusuales sentimientos de júbilo en las almas rectas esparcidas por el orbe; los cuales bien podrían ser expresados con una paráfrasis de las palabras de Job: «¡Bendito el día que vio nacer a Nuestra Señora, benditas las estrellas que la contemplaron pequeñita, bendito el momento en que vino al mundo la criatura virginal destinada a ser Madre del Salvador!».
Si es posible decir que la redención de los hombres comenzó con el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, lo mismo se puede afirmar, guardadas las debidas proporciones, con relación a la natividad de María, pues todo lo que el Salvador nos trajo empezó con aquella que lo daría al mundo.
Entonces se entienden las esperanzas de salvación, indulgencia, reconciliación, perdón y misericordia que se le abrieron a la humanidad en aquel bendito día en que María nació en esta tierra de exilio. Momento feliz y magnífico, fue el marco inicial de la existencia insondablemente perfecta, pura y fiel de quien estaba destinada a ser la mayor gloria del género humano de todos los tiempos, por debajo de Nuestro Señor Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado.
Muchos teólogos afirman que la Virgen, al haber sido concebida sin pecado original, fue dotada de uso de razón desde el primer instante de su ser. En el seno de Santa Ana, donde vivía como en un sagrario, ya tendría, por tanto, altísimos y sublimísimos pensamientos.
Se puede trazar un paralelismo entre esa situación y lo que narra la Sagrada Escritura con respecto a San Juan Bautista. Éste, que había sido engendrado en el pecado original, al oír la voz de Nuestra Señora mientras saludaba a Santa Isabel se estremeció de alegría en el vientre de su madre.
Por consiguiente, es probable que la Bienaventurada Virgen, con la altísima ciencia que había recibido por la gracia de Dios, hubiera comenzado a pedir ya en el seno materno la venida del Mesías y que se estableciera en su espíritu el elevadísimo objetivo de llegar a ser, algún día, la servidora de la Madre del Redentor.
De cualquier manera, su mera presencia en la tierra era una fuente de gracias para los que se acercaban a Ella y a Santa Ana y lo sería aún más después de su nacimiento. Si de la túnica de Nuestro Señor, como narra el Evangelio, irradiaban virtudes curativas para quien la tocara, ¡cuánto más de la Madre de Dios, Vaso de elección!
Si la Venida del Salvador derrotó al mal en el género humano, la natividad de la Santísima Virgen marcó el inicio de la victoria del bien y del aplastamiento del demonio; él mismo percibió que parte de su cetro se habría roto irremediablemente. Nuestra Señora empezaba a influir en los destinos de la humanidad.
El mundo de entonces se hallaba hundido en el paganismo más radical, en una situación muy parecida a la de nuestros días: los vicios imperaban, las más variadas formas de idolatría habían dominado la tierra y la decadencia amenazaba a la propia religión judía, prenuncio de la católica. En todas partes el error y el demonio eran victoriosos.
Sin embargo, en el momento decretado por Dios en su misericordia Él derrumbó la muralla del mal, haciendo que María viniera al mundo. Del tronco de Jesé brotaría el divino lirio, Nuestro Señor Jesucristo. Con su nacimiento había comenzado la irreversible destrucción del reino de Satanás.
Ese primer triunfo de Nuestra Señora sobre el mal nos sugiere otra reflexión.
¡Cuántas veces, en nuestra vida espiritual, nos vemos inmersos en la lucha contra las tentaciones, contorciéndonos y revolviéndonos en dificultades! Y ni siquiera tenemos idea de cuándo vendrá el bendito día en que una gran gracia, un insigne favor, pondrá fin a nuestros tormentos y luchas, proporcionándonos, por fin, un gran progreso en la práctica de la virtud.
En ese momento se verificará como un nacimiento de la Santísima Virgen en nuestras almas. Surgirá en la noche de las mayores pruebas y de las tinieblas más espesas, venciendo desde el inicio las dificultades a las que nos estuviéramos enfrentando. Se levantará como una aurora en nuestra existencia, pasando a representar en nuestra vida espiritual un papel hasta entonces desconocido por nosotros.
Ese pensamiento nos debe llenar de alegría y de esperanza, y darnos la certeza de que Nuestra Señora nunca nos abandona. En las horas más difíciles, como que irrumpe entre nosotros, resolviendo nuestros problemas, aliviando nuestros dolores y dándonos la combatividad y el coraje necesarios para que cumplamos nuestro deber hasta el final, por más arduo que éste sea. El mayor consuelo que Ella nos trae es precisamente ese fortalecimiento de la voluntad, que nos permite emprender la lucha contra los enemigos de nuestra salvación.
La Virgen también nos da fuerzas para que nos convirtamos en celosos hijos de la Iglesia y defensores de la Religión Católica. Existen elementos históricos para afirmar que todas las grandes almas que combatieron las distintas herejías a lo largo de los siglos fueron especialmente suscitadas por Ella. Así lo insinúa de un modo muy bonito el blasón de los Claretianos, donde, además del Inmaculado Corazón de María, figuran San Miguel Arcángel y la divisa: «Sus hijos se levantarán y la proclamarán Bienaventurada».
¿Ese levantarse de los devotos de la Santísima Virgen para glorificarla no es también una forma de su nacimiento, como magnífica aurora, en la trama de la Historia?
Así pues, los verdaderos hijos de Nuestra Señora deben desear y pedirle a Ella la gracia de ser indomables e implacables contra el demonio y sus secuaces que, en nuestros días, tratan de cubrir de inmundicias la gloria de la inmortal Iglesia de Cristo.
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