23/12/2024

El País, sorprendido con «la libertad de ser monja»: el premiado reportaje sobre las Hermanas Pobres

La Diputación de Sevilla y la Asociación de la Prensa de Sevilla acaban de hacer público los ganadores de la cuarta edición del Premio Internacional de Periodismo Manuel Chaves Nogales. En esta ocasión, el de Fotografía ha sido para Laura León por la serie «Gratia Plena, vida en un convento de clausura», un trabajo de fondo que fue incluido en un reportaje publicado en El País Semanal en marzo de 2024.

«Con respeto y delicadeza, Laura León nos descubre la cotidianidad de un micro mundo donde se visualiza perfectamente la transformación en los conventos y la importante sustitución de roles en su conjunto, parejo a los cambios en la jerarquía de valores que se producen en la sociedad en donde están insertados», dice el Jurado sobre esta fotógrafa, nacida en Sevilla, que estudia Historia del Arte y que colabora con diversos medios.

ReligiónEnLibertad ha charlado con Laura León y comenta sobre las hermanas clarisas que «lo más fácil de todo el trabajo fue convivir con ellas. Son amables, acogedoras, generosas y buenas conversadoras. Mi trabajo era seguirlas en sus rutinas, y me dejaba sorprender por lo que me acontecía en cada momento. Me encantaba verlas bailar».

Sobre su forma de vida, la fotógrafa destaca que lo que más le llamó la atención fue «la determinación en la que practican y viven la idea libertad como una experiencia interior. Son unas personas en las que no he percibido resistencia alguna que señalar para renunciar a los placeres más mundanos. He querido hacer un retrato íntimo de una forma de vida tan concreta que hoy tiene una importante caída de vocaciones».  

Cosas pequeñas con amor

Las bellas fotografías ahora premiadas tienen como protagonista el Convento de Santa Clara de las Clarisas de Carmona (Sevilla), y acompañaban un texto de la periodista Margaryta Yakovenko, titulado «Castas, pobres, obedientes y en paz». El reportaje, para sorpresa de muchos –al tratarse de un periódico como El País–, describía la vida de clausura con bastante respeto, incluso con cierta sorpresa por la libertad que reconocían tener las 14 monjas de clausura (13 de ellas de Kenia y tan solo una española, que entró en el convento, nada más y nada menos, que con 77 años). 

«Su día a día consiste en férreas rutinas de rezos y trabajos en los que no está permitido pasear ni visitar el exterior. Sin embargo, ellas aseguran que son libres. Así es la vida en un monasterio de clausura español», escribe Yakovenko, que decide empezar su texto recitando las oraciones propias del Rosario que rezan las Hermanas Pobres de Santa Clara a medio día. 

Las hermanas rodean a Francisca, la más mayor y la única española (publicación de El País Semanal con fotografía de Laura León).

«Era jueves, y los jueves se recitan los misterios luminosos. Sea el mes que sea. Sea el año que sea. Haga calor o haga frío«, comenta la autora, con la sorpresa de quien procede de una sociedad donde las rutinas se han vuelto más bien líquidas. Margaryta enumera, entonces, la decoración del convento: vírgenes, crucifijos, el retrato del Papa Francisco, las fotos de grupo de las monjas… y el horario de la comunidad, que, a continuación, describe detalladamente. 

«‘Nosotras no hacemos cosas grandes. La vida religiosa son cosas pequeñas hechas con amor’, justifica sor Victoria. Las cosas pequeñas: cocinar para dar de comer a 14 hermanas, limpiar el convento cada día, dar de comer a las gallinas del corral, regar las plantas, poner la lavadora, cuidar de la iglesia, cuidar de la hospedería, cuidar del museo, hornear dulces y venderlos, ir al banco de alimentos, zurcir y bordar y coser y tejer, rezar, rezar de nuevo, rezar varias veces al día, hablar con Dios, ganarse el pan de cada día. Entre las cosas pequeñas no figura salir del convento a dar un paseo ni tampoco irse de viaje ni tampoco ir al cine o a un centro comercial o a comer a un restaurante», añade la periodista.

Y, a continuación, decide voluntariamente precisar un matiz muy importante: «Un monasterio de clausura funciona igual que una cárcel. Hay disciplina, hay trabajo, hay rejas, nadie de afuera puede ver lo que ocurre en el interior, nadie de dentro puede salir cuando le venga en gana. La diferencia es que a un monasterio de clausura entras por tu propio pie y por ti misma te quedas«, expresa Margaryta.

Algo que apoya la madre abadesa, sor Verónicah, de 48 años y nacida en Kenia. «La libertad es la capacidad de decidir uno mismo lo que le gusta y lo que quiere ser en la vida», dice la monja. «¿Usted se siente libre?», pregunta la periodista. «Sí. El problema es que ahora se confunde mucho libertad con libertinaje«, apostilla la abadesa.

Las monjas se llaman Consolata, Rosa María, Victoria, Isabel, Cecilia, María Cecilia, Margarita, Angelines, Cristina, Felisa, Virginia, Jackelin, Francisca y Verónicah. Todas tienen entre 35 y 48 años y todas nacieron en Kenia. Menos Francisca, que nació en un pueblo de Castilla-La Mancha y tiene 84 años. Es la mayor de todas, y también la última que entró en el convento.

«Todas las monjas que ingresan en la orden hacen tres votos: el de pobreza, el de obediencia y el de castidad. A un Papa, Urbano IV, se le ocurrió añadir un cuarto: la clausura radical. Pero las clarisas de Carmona, que viven en clausura constitucional y no papal, decidieron entre todas que la suya no sería una clausura soberbia. Por su propia supervivencia. El convento no recibe pagos de la diócesis ni de ninguna institución religiosa. Las monjas vienen sin dote y tampoco tienen rentas o patrimonio», comenta la periodista de El País, entrando incluso en la distinción que hay entre los diferentes tipos de clausura de las órdenes monásticas.

Una vida precaria pero feliz

Margaryta destaca en este punto la precariedad en la que viven muchos conventos como este. «Como las donaciones no dejan de caer en las últimas décadas, las clarisas actuales tienen la obligación de mantenerse con su propio trabajo. Son autónomas y cotizan a la Seguridad Social como pasteleras por los dulces que elaboran. Intentan mantenerse con eso, pero, al igual que pasa fuera de los muros del convento, las cuentas a final de mes no salen. Solo de luz pagan 2.000 euros mensuales. Y así, las piedras del convento van cediendo al paso del tiempo», comenta.

Las monjas dedican casi todas sus horas del día a rezar y a trabajar (publicación de El País Semanal con fotografía de Laura León).

De hecho, «ahora, la mayor parte de los edificios del recinto están cerrados y sin uso por desprendimientos, humedades y ruina. No hay dinero para reparaciones, y sin reparaciones no habrá convento, y sin convento no habrá monjas«, escribe, antes de explicar cómo son sus comidas y cómo se alimentan gracias a las donaciones de Mercasevilla. 

A la periodista también le interesa mucho el camino que hay hasta llegar a ser monja de clausura. «El primer paso es recibir la llamada. Es decir, sentir que tienes la vocación de dedicar tu vida a servir a Dios, a las hermanas y al convento. Por supuesto, para ello primero tienes que haber recibido el ‘don de la fe’, que está a punto de convertirse en un animal en peligro de extinción en las sociedades del siglo XXI«, llega a escribir.

«En España –comenta Margaryta- quedan 712 monasterios de clausura, una de cada cinco monjas es extranjera, un proceso que ya comenzó en los años ochenta. El propio Papa Francisco prohibió en 2016 ‘reclutar monjas de fuera'».

Y, añade: «Un convento no es un hotel. Las habitaciones son celdas de no más de cinco metros cuadrados con una cama, una mesita y una silla. La comida, escasa. Las horas de trabajo ocupan todo el día. Llaman a la familia una vez cada tres meses. Viajan a Kenia solo una vez cada cuatro años. Y, aun así, la abadesa asegura que la recompensa es grande».

La periodista de El País Semanal decide terminar su reportaje relatando el testimonio de algunas de las monjas clarisas que viven en Carmona:

«A veces, la llamada llega pronto. A sor Consolata le llegó a los 6 años, cuando conoció a una monja en una iglesia keniana. La monja le dijo: ‘Tú podrás ser una buena monja’. Consolata contestó: ‘Llévame al convento contigo’. Quedó embelesada por esa mujer. Sus padres intentaron disuadirla. Su padre, que era un empresario con una flota de autobuses en Nairobi, se la llevaba los fines de semana a la capital de Kenia para sacarle la idea de la cabeza. Quería que estudiara, que fuera a la universidad. Un día tuvo un accidente de tráfico y falleció».

«Consolata fue a la universidad. ‘Tuve que cumplir su deseo’. Estudió para ser secretaria, se sacó Informática y entró a estudiar Ingeniería. Hasta conoció a alguien a quien llama íntimo amigo. ‘Le dije que quería ser monja y que lo nuestro solo podía ser temporal. Él me habló de casarnos y yo le dije que podíamos crear una comunidad religiosa para rezar. Ahora yo soy monja y él es cura en el Congo‘».

El bello rito de los votos de una monja clarisa (publicación de El País Semanal con fotografía de Laura León).

«Sor Consolata, finalmente, se casó con Dios. Y no es una metáfora. Hace unos años, al igual que el resto de las monjas del convento de las Clarisas de Carmona, vivió el rito de la profesión solemne: el paso definitivo en el que te comprometes para toda la eternidad a servir a Jesucristo. En ese rito se celebra tu boda con Jesús, al que le prometes fidelidad y obediencia incluso más allá de tu propia muerte», escribe Margaryta.

Monja de clausura a los 77 años

Y, concluye, con la vida de la única española del convento. «Sor Francisca sintió la primera llamada cuando cumplió la mayoría de edad. Estuvo 20 años de hermanita de los ancianos desamparados. Hasta que su madre enfermó. ‘Salí con 27 años, en los que viví fuera de un convento’. Trabajó en un centro de menores, y a los 77 años el Señor volvió a llamarla. ‘Dios escribe derecho en renglones torcidos’, asegura. Ahora tiene 84 y hace muy pocos que se casó con Jesús», se dice en el reportaje.

«Tras la oración de la tarde, Francisca y el resto de las hermanas se dirigirán a la misa de su iglesia, a la que también acudirá una pareja de turistas y 11 novicias de las Hijas del Amor Misericordioso, dedicadas a la vida activa y no a la clausura. Cantarán y escucharán la misa del cura. Luego, en su capilla, rogarán por los enfermos y por los creyentes y por los ateos, y por los pobres y por todos nosotros, pecadores. Cenarán en el comedor, fregarán los platos en una gran cocina austera y alguien volverá a cantar, alguien se reirá. Su única hora de recreo del día la pasarán en la sala que usan para rezar el Rosario, y en ella hablarán de su día, de sus sentimientos o tejerán a mano la cuerda de franciscanas que les sirve de cinturón».

«No leen periódicos. Los únicos libros que entran en el convento son sobre la vida de los santos. A veces, ven la tele. Algunas noches, también juegan al parchís. El premio: un caramelito para la que gana. A las diez de la noche, como por una orden no vista ni oída, volverán a abrir el libro de horas y terminarán el día con otro rezo. Afuera ya cae una oscuridad compacta. El gallo está dormido. El convento se queda en silencio. Mañana será otro día. A las 6.30, hora de levantarse. Después: lectura y laudes. Tercia. Desayuno. A las 9.00, misa. Un día completamente igual al día de hoy. Un día dedicado a las cosas pequeñas«, termina diciendo el reportaje de El País Semanal.

(Puedes leer aquí el reportaje completo de El País).

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»