26/04/2025

EL ÚLTIMO SEÑOR DEL CUERPO

Hubo una vez —y sigue habiendo— un hombre que se proclamó rey.

No sobre un reino de montañas ni sobre ejércitos. Se proclamó rey de sí mismo.

Señor absoluto de su cuerpo. Legislador de su carne. Juez único de su vida.


“Mi voluntad es ley”, dijo.

“No hay más bien que lo que yo quiera. No hay más verdad que mi decisión.

Ni siquiera Dios puede imponerme algo, porque soy libre.”


Y con esa piedra fundó un reino.

No tenía cimientos, pero lo elevó alto.

Lo llamó el dominio de la libertad, y erigió sus columnas con decretos,

sentencias, votos y fórmulas solemnes.

A cada generación le enseñó:

“Tú no has recibido la vida. La tienes.

Y lo que se tiene, se dispone.”


La muerte, en su reino, dejó de ser misterio.

Se convirtió en derecho.

La vida ya no era don, sino préstamo.

Y el cuerpo ya no era templo, sino territorio.


Los jueces del reino aprendieron a obedecer a los deseos.

Los legisladores aprendieron a legislar lo que se pide, no lo que es justo.

Y el tribunal supremo ya no dictaba desde el trono de la justicia,

sino desde el eco del deseo mayoritario.


Así, el rey de sí mismo gobernó con mano firme:

permitió abortos, suicidios asistidos, mutilaciones,

experimentos con los cuerpos, libertades sin objeto.

Y si alguien hablaba del derecho natural,

se le acusaba de herejía contra la nueva fe:

la autodeterminación.


Un día, el rey enfermó.

Y, fiel a sus leyes, redactó su última orden:

que se le administrara una muerte limpia, digna, legal.

Sin oración. Sin misterio. Sin rendición.


Pero cuando el cuerpo ya no respondía,

cuando el dolor llegó sin pedir permiso,

una voz se alzó dentro de él.

No era la ley.

No era la memoria.

Era otra cosa.


Y le preguntó:


“¿Acaso puede abolirse lo que no se instituyó?”

“¿Tú te diste la vida? ¿Tú fundaste tu ser? ¿Tú escribiste tu alma?”


El rey calló.


Comprendió, demasiado tarde,

que había vivido como si fuera autor,

cuando era sólo criatura.


Que había firmado leyes sobre su cuerpo

como si fuera propiedad,

cuando en realidad era un santuario.


Que había llamado libertad a lo que era huida,

y soberanía a lo que era soledad.


Pero su firma ya estaba estampada.

El protocolo ya había sido activado.

Su muerte fue limpia, legal, y vacía.

Nadie lo despidió. Nadie lloró.

No porque no lo quisieran,

sino porque ya nadie recordaba lo que era el alma.


Y así terminó el reinado del último soberano del cuerpo.

No como mártir de la libertad,

sino como evidencia del error.


Porque había sido coherente, sí.

Pero la coherencia puede destruir tanto como la mentira,

cuando parte de una premisa falsa.


Y no hay premisa más falsa que esta:

que el hombre es su propio dios.

Porque el hombre no se pertenece.

No es dueño de su vida, ni juez de su muerte, ni autor de su ser.

Es criatura.

Y lo olvidó.


OMO

PUBLICADO ANTES EN CATOLICIDAD