Siempre me ha sorprendido la sencillez de los niños a la hora de cuestionarse cosas que los mayores no somos capaces de preguntar. Por eso recuerdo perfectamente el día en que un pequeño me planteaba una pregunta súper razonable. Yo estaba intentando explicar el sentido del evangelio de hoy, y me decía este niño / teólogo: “Si la sala del banquete se llenó de pobres que habían encontrado en la calle, ¿cómo es posible que les exigieran que vinieran bien vestidos? ¿no es un poco raro pedirle a un pobre que esté vestido de boda?”
Efectivamente, el niño puso el dedo en la llaga. Siempre que se proclama este evangelio en el Jesus cuenta seguidas estas dos parábolas, se nos plantea esta situación. La realidad es que el vestido de bodas es una imagen como lo es la boda misma. La celebración de las bodas es una imagen del cielo y de su anticipo aquí en la tierra que es el reino de Dios. El traje de bodas es una imagen de la santidad que hemos recibido todos los que hemos resucitado a una vida nueva por el bautismo cristiano. Esta santidad es una gracia recibida gratuitamente, valga la redundancia, y por tanto, nadie puede excusarse si no está revestido de ella, porque no se le haya dado antes. El problema consiste en que muchas veces preferimos revestirnos de nuestra propia justicia, esa que creemos haber alcanzado al margen de Cristo, que llevar el mismo vestido que los demás, a quienes consideramos menos dignos de esa fiesta. Y es precisamente esa actitud, la propia de los fariseos en tiempo de Jesús, que se consideraban superiores a los otros y despreciaban a los pecadores, la que justifica la reacción de aquel que nos puede echar de su banquete.
Si no estás revestido de misericordia, no puedes participar en un banquete al que has sido misericordiosamente Invitado.
Si no estás revestido de gratuidad, no puedes participar en un banquete en el que has sido invitado gratuitamente.
Ojalá nos diéramos cuenta de la lo altamente ridículo que resulta nuestro afán de querer aparentar ser mejores de lo que somos. Ojalá nos diéramos cuenta de que a Dios no le vamos a ganar porque aparentemos ser quienes no somos, sino que el amor de Dios se nos ha regalado sin mérito propio ni previo, y es así precisamente para que nosotros también podamos amar los demás de la misma manera, sin esperar a que lo merezcan, porque es cuando más lo necesitan.
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