Sofía Puente Hernández, de 24 años, lleva cuatro años como una de las agustinas del Monasterio de la Conversión. Se educó en una familia que no era practicante ni interesada en la fe.
Fue a la JMJ de Cracovia sin saber casi nada de la fe y luego aprendió a encontrar a Dios en la enfermedad y a entregarse a Él. Contó a ReL su historia fe y vocación estando en el Observatorio de lo Invisible, un encuentro de seis días de arte y espiritualidad.
Sin fe apenas en casa, dependía del colegio
«Mi familia no tenía una fe activa, sólo algo de tradición católica. Si iba a una escuela con religión, había fe en mi vida. Si no, no. Me bautizaron con 6 años porque mis padres querían que fuéramos algo conscientes del acto. En secundaria no tuve relación ninguna con la fe, pero en el bachillerato ya sí», recuerda.
Fue en esa época cuando «un hermano de una congregación que trabajaba con el CEU nos invitó a ir a un grupo de confirmación. Una amiga dijo que vale y así yo me apunté. Quizá no eran las mejores catequesis del mundo, pero en ese momento me ayudó porque yo no conocía nada de nada. Yo venía de años difíciles. Mi hermana pequeña también se interesó. Mi amiga lo dejó pronto, pero yo insistí hasta la Confirmación porque tenía la intuición de que era algo bueno», recuerda.
Tras la Confirmación, pensó: «Lo lógico sería ir a misa los domingos». Pero no era algo que se hiciera en su casa.
En su escuela del CEU anunciaron que se organizaba un grupo para ir a una cosa llamada jotaemejota ¡en Polonia! Todo el mundo parecía tener muy claro qué era eso. Era la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia, a la que fue con el CEU y jóvenes de Getafe. «Aquello me impactó mucho, me sorprendió ver a tanta gente joven con una fe viva, era para mí una novedad, sorpresa y alegría. Ver tantos jóvenes rezando y cantando me demostraba que la fe era algo vivo, del presente».
Aunque hubo un espectáculo visual potente sobre Santa Faustina Kowalska y su vocación como joven (Faustina entró con 20 años y murió con 33), ella no lo recuerda ni le afectó.
Aprendiendo en la enfermedad
Ella estaba a punto de cumplir 18 años con ganas de proclamar su autonomía, cuando le detectaron un cáncer. La quimioterapia le dejaba muy débil y hundida: en vez de autonomía, se sabía dependiente.
Hoy critica que casi directamente la querían meter en un centro de fertilidad a congelar óvulos, preguntándole si quería ser madre, para evitar su esterilidad. Hoy sabe que las técnicas de fecundación in vitro son inmorales y los cristianos no deben usarlas, pero entonces ni conocía la doctrina ni le explicaban de verdad la metodología. Tenía apenas 18 años y no sabía qué hacer con su vida. Pero sí sabía que creía en Dios y que buscaba la voluntad de Dios.
En esa época se peleó con Dios por sus sufrimientos, pero sin cortar la relación. «Si discutes con un amigo, sigues sabiendo que es un amigo, que está ahí, también para discutir. Si no te alejas, el trato se fortalece», explica. Eso fue sucediendo.
Por desgracia, el «botiquín» habitual de la Iglesia para afrontar la enfermedad, no se lo explicaban bien. Por ejemplo, le ofrecieron la unción de enfermos, pero nadie le explicó para qué servía, como integrarlo en la vida de fe…
Alguien le dijo: «aprovecha para ofrecer tus sufrimientos». Eso le intrigó, y pronto lo fue entendiendo, y le ayudó. Su debilidad, el vomitar, el depender de sus hermanas que la ayudaban en casa… «hoy lo veo con gratitud, porque me hablaba del amor de mis hermanas, y también del de Dios«.
Explorar la fe y confiar en Dios tiene algo de aventura alocada, admite Sofía, pero desde su enfermedad siente cerca al Dios-con-nosotros (foto de Tatiana Fedótova).
Un acto de entrega
Su última ronda de quimioterapia fue muy dura. «Yo sabía que yo no me iba a morir, pero estaba machacada por los efectos secundarios, el cansancio, estaba hinchada, roja, con fiebre… Y dije en oración algo que creo que no era mío: ‘Señor, si quieres llevarme contigo, me está bien’. Y quedé dormida con serenidad. Contado así es sencillo, pero eso consolidó mi fe. Después entendí que, desde entonces, sé que Dios es un Dios-con-nosotros y ya no puedo dudar de su presencia».
Tras la enfermedad, la familia se mudó. Ella llegó a la parroquia de San Antonio de las Cárcavas-Valdebebas, con mascarilla y sin pelo. El cura, al verla, la invitó a salir a leer, porque tampoco tenían muchos más candidatos. Justo esos días estaba pensando en dejar de ir a la iglesia, ya que como enferma tampoco estaba obligada a ir ada domingo. Pero pensó: «pobre cura, no tiene quien le lea”. Así perseveró.
Pronto llegó otro sacerdote que llevó a los jóvenes a un campo de trabajo en el Monasterio de la Conversión.
Toques de vocación
Ella había visitado ya otro monasterio y había oído contar a una religiosa un «testimonio de vocación muy normalito, pero que me hacía llorar. Y mi hermana ya entonces me dijo: ‘Sofi, ¿no te entraron ganas de entrar en un monasterio al oír esas monjas?’. Sofía respondió: ‘ si dices eso, ¿no es porque piensas huir?'» No quería ir ahora a la COnversión, y en su casa no pensaban pagarle esos días de experiencia, pero al final el sacerdote se lo pagó. «Me dijeron; ‘venid y veréis’ y en casa dije ‘vamos a ayudar a unas monjas a construir unos edificios del monasterio‘».
En ese encuentro, se habló del Camino de Santiago y de sus símbolos: las flechas amarillas guían el camino pero ¿qué flechas amarillas usa Dios para guiarnos en la vida? «Esas preguntas me hicieron sacar cosas que llevaba dentro. Yo lloraba cada tarde. Decía: ‘no voy a más charlas que lloro'».
El último día, la Madre Carolina dijo a los jóvenes: «El camino acaba cuando vuelves a casa y cuentas lo vivido». Pero Sofía sentía que en vez de volver a casa, ¡dejaba su casa, un hogar! Y pensó: «Me estoy volviendo loca, me da por ser monja de pronto».
«Me había confesado el día antes. De penitencia, me pidieron decir al Señor ‘hágase’. Me costó, pero era mi penitencia y en misa se lo dije: ‘Hágase’. Y miré la casa de las hermanas y sentí en mi interior ese ‘hágase’. Pensé: ‘vamos a esperar, si es del Señor no se me olvidará'».
De vuelta a Madrid, se dio cuenta que cada vez que pensaba en la vocación sentía serenidad y alegría. Además, apenas sin decir nada, sus hermanas la miraban, lo intuían y le decían: «¡Vas a ser monja!» Durante todo un año, acompañada, estuvo discerniendo, descartando un posible deseo de mera huida. Y en 2020, el año de la pandemia, entró en el monasterio. «Hacíamos bromas de si no nos dejarían cambiar de provincia en coche y habría que caminar por los campos».
Sofía en su toma de hábito en 2020 en el Monasterio de la Conversión:
El camino de la belleza y el arte
Una vez en el Monasterio, empezó a participar en sus talleres de artesanía. «La contemplación a través del arte es algo bellísimo. Allí hacemos mucha liturgia cantada. Ya de pequeña yo tenía interés artístico, tengo algo de don. Al ver que podía pintar, me pusieron en ese taller. Empezamos un grupo nuevo de hermanas elaborando cirios pascuales. Tuvimos una familia ucraniana refugiada en el monasterio. Eran iconógrafos, nos enseñaron a hacer iconos y cirios. Es algo muy orante, estamos juntas en el taller, las de cuerdas, encuadernación, madera… Es curioso estar haciendo cirios pascuales llenos de signos de Resurrección cuando aún estamos en Cuaresma, con los ayunos y silencios de Cuaresma», comenta, divertida.
La Hermana Sofía en el taller de escultura del Observatorio de lo Invisible, en la Santa Espina de Valladolid, explica a una niña como es un molde (foto de T. Fedótova):
La Hermana Sofía y la Hermana Andrea, que es música y toca el salterio, acudieron al Observatorio de lo Invisible a finales de julio de 2024 en la Santa Espina para aprender más. «Vimos que era un lugar de presencia, de contactos. Podemos invitar a profesores, a que nos visiten, nos ayuden con formación quizá. Nuestros talleres están fuera de la clausura: los visitantes pueden venir y trabajar con sus propias manos».
En el Observatorio de lo Invisible encontró gente con inquietudes espirituales y artísticas. «Una chico me dijo que el Señor le había hablado de una manera ‘brutal’ y que cómo iba a plasmar eso en arcilla. Le dije que solo podría hacerlo desde la contemplación. Veo que muchos que vienen a este encuentro dicen que sí, que en el silencio pueden contemplar y orar y que ahí Dios habla«.
Hay otra pregunta que puede hacerse un artista cristiano: ¿y si no soy digno de estar a la altura, de contar mi experiencia, o la grandeza de Dios? Pero hay que romper esa parálisis. ¡Claro que no somos dignos, no lo vamos a ser nunca! Pero sí puedes plasmar lo que has vivido con Dios», anima Sofía.
Sofía también contó parte de su camino en su toma de hábito (en el vídeo, a partir del minuto 30):
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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