Todos huimos del dolor y del morir, es connatural al ser humano retirar la mano del fuego y evitar la caída desde un precipicio. Una vez que estamos plantados en la vida nos hemos dado cuenta, usando la mirada de Dios en el libro del Génesis, que todo es bueno. Por eso, ser cristiano es fundamentalmente estar pegados a aquellas palabras de Jesús, el que cree en mí no morirá para siempre. Tendremos no sólo vida, sino más vida, una vida mayor. Pero hoy tenemos al autor de aquella frase maravillosa, cosido a la cruz con un puñado de clavos. Me gustan los Cristos pintados que no dan la cara, los que tienen el rostro inclinado o escondido, porque se están muriendo de verdad. No hay imagen más espeluznante del Gólogota que la Crucifixión de Matías Grünewald, del siglo XVI. La figura de Cristo es tan implacable en su desfiguración, que bien le valiera a la obra ser precedida por esa frases de los periodistas ante un reportaje crudo, “advertimos que las imágenes que van a ver pueden herir la sensibilidad”.
En Getsemaní vimos ayer cómo el Señor se escapó de su dolor físico y psicológico, poniéndose en las manos del Padre, enseñándonos que ahí radica la auténtica libertad, cuando nos ponemos en las manos del otro. Y el otro de Jesús era su Padre, con quien hablaba día y noche durante su vida en la tierra. Por eso llega a decir, “no sois vosotros quienes me quitáis la vida, soy yo quien la entrega”. Es decir, no estamos asistiendo hoy, Viernes Santo, ante un sacrificio de religiones paganas, en las que cuanta más sangre se produzca en la víctima, mejor aplacará a los dioses. Nosotros amamos la vida como la amaba nuestro Maestro. No vamos detrás de la sangre, ni del dolor, ni de la muerte. Sólo buscamos entregar la propia vida por amor, como Él lo hizo. Ese es el sentido de la parábola de los talentos, transformar en amor cuantos talentos hemos recibido. Dar como dio la anciana del templo, que dejó en el cestillo muy poco, pero era cuanto tenía. Dar hasta lo que no se tiene, que muchas veces no es dinero, sino tiempo.
Hoy vemos a la inocencia condenada, por eso Jesús es el Cordero de Dios. Cuando en la Eucaristía decimos Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo… el sacerdote parte la sagrada Forma. El creyente ve la Forma rota, y oye el chasquido que produce, para entender que el Señor fue troceado en la cruz como el cordero de la Pascua. Seguir la misa es estar a los pies de la cruz.
Hemos visto en los Evangelios a Dios mismo revelado como ternura infinita. Quien se dejaba alcanzar por los hombres, ahora está desfigurado y sin rostro. Ya no está en el Tabor, ni sobre las aguas de Tiberíades, ni jugando en Nazaret con otros adolescentes, está padeciendo. Entonces, ya nadie sufre sin sentido, Dios ha sufrido con nosotros, a nuestro lado. Ya nadie muere a solas, Dios se nos ha venido también a nuestra muerte. Ni un sólo ser humano ha podido imaginar en su historial de mitos, un Dios tan enamorado del hombre que quiera seguirlo de cerca en sus alegrías y penas. Y hasta el mismo ataúd.
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