16/11/2024

Fiasco de la «inclusividad»: el virus «woke» ha destrozado las universidades estadounidenses

La política DEI [Diversidad, Igualdad, Inclusión], de aplicación de facto obligatoria en las grandes empresas -las más sensibles a las campañas denigratorias-, ha hecho estragos también en el sistema universitario estadounidense. El virus woke ha actuado como una carcoma anulando el principio del mérito académico, tanto en los procesos de selección como en la financiación. El caso de tres rectoras de universidades de la exclusiva Ivy League ha sido solo el detonante que lo ha hecho público.

Lo explica Giovanni Maddalena en el número de febrero de Tempi:

El caso de las rectoras de Harvard, MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) y la Universidad de Pennsylvania será fácilmente recordado como el punto de inflexión, el que pone de manifiesto la necesidad de decidir la cultura estadounidense y, por tanto, mundial. Parece una frase rotunda, pero no lo es. Intentemos, pues, explicar ordenadamente este caso.

Ya habíamos informado en Tempi sobre la fatídica audiencia en la Cámara de Representantes en la que las rectoras de tres de las más importantes y prestigiosas universidades estadounidenses fueron incapaces de responder a la pregunta -ciertamente insidiosa pero no chocante- de la congresista trumpista Elise Stefanik, que preguntaba si estaba o no prohibido en sus universidades glorificar e invocar el genocidio de los judíos. La trágica respuesta «depende del contexto» dio la vuelta a la red y al mundo real.

Un momento que marca un punto de inflexión: el 5 de diciembre de 2023, en la Cámara de Representantes, Elise Stefanik (católica que suena como posible vicepresidente en la candidatura de Donald Trump) intentó por dos veces, sin éxito, que la rectora de Harvard, Claudine Gay, respondiese «sí» a la pregunta de si pedir el genocidio de los judíos viola los códigos de su universidad contra el acoso y la intimidación. No obtuvo más que un doble «puede ser, depende del contexto».

Los donantes judíos han empezado a irse. Los estudiantes, no solo los judíos, que desde hace meses temen ponerse la kipá y permanecen encerrados en sus «dormitorios», han empezado a protestar contra los grupos, numerosos pero no mayoritarios, que ocupan los patios y las bibliotecas desde el ataque de Israel a Gaza.

Son escenas que se han visto una y otra vez miles de veces en Europa, pero que nunca habían ocurrido en las impecables y exclusivas universidades estadounidenses.

La rectora de la Universidad de Pensilvania se vio obligada a dimitir dos días después de su discurso en la Cámara, a pesar de un vídeo en el que rectificaba lo que había dicho.

La misma escena, idéntica respuesta. La rectora de la Universidad de Pennsylvania, Liz Magill, sostuvo que pedir el genocidio de los judíos «puede ser» acoso solo si se traduce en «conductas»: «¿La conducta consiste en cometer el genocidio?», pregunta atónita la congresista.

En cambio, la lucha se caldeó en torno a la rectora de Harvard, Claudine Gay. El Consejo de Administración, que la contrató como rectora hace dos años, publicitando el éxito de haber ascendido a una mujer negra al máximo cargo, intentó resistir la oleada de protestas, en las que también participaron por primera vez periódicos progresistas como el New York Times y el Washington Post.

Finalmente, tras más de un mes, Gay dimitió, atacada tanto por el antisemitismo expresado en la comparecencia como por su historial académico, con solo 11 artículos publicados en 20 años, algunos de ellos copiados descaradamente. Para dejar claras las proporciones: en las mismas materias, en Italia hacen falta 12 artículos y una monografía en cinco años solo para convertirse en profesor asociado. Por término medio, los profesores titulares de la misma edad que Gay tienen un centenar de publicaciones, obviamente originales.

Un problema lógico

El antisemitismo, el plagio y las escasas publicaciones de la rectora de la emblemática institución han puesto en el punto de mira a la educación. ¿Cómo es posible que nos haya ido tan mal? se preguntan muchos estadounidenses. ¿Qué ha ocurrido?

La respuesta tiene un nombre: La política DEI [Diversity, Equality, Inclusion], el método/política/sistema que obliga a las universidades, como a las empresas, a seguir los principios de Diversidad, Igualdad, Inclusión.

De hecho, esta política, adoptada por muchas instituciones por estatuto, estipula que las carreras, los ascensos, los traslados se realicen ante todo según criterios sociales que sirvan para luchar contra la discriminación. Existen cuotas de estudiantes, pero también de profesores, que deben proceder de minorías codificadas. Estas mismas cuotas deben respetarse en todos los comités de contratación o promoción. La financiación y los premios a la investigación siguen temas y personas relacionados con esta política.

Una estudiante de Yale me contó que, al querer estudiar la correspondencia entre autores que emigraron a Estados Unidos en el siglo pasado, le preguntaron si prefería incluirlos en el programa de ecología, teoría crítica del racismo o feminismo. Ante sus reticencias, la respuesta de los profesores había sido que era la única manera de encontrar la financiación necesaria; de lo contrario, era mejor abandonar la investigación.

Sin embargo, ¿cómo es posible que términos tan fácilmente aceptables como «diversidad», «igualdad» e «inclusión» hayan creado tales aberraciones, que se añaden a las prohibiciones de textos considerados contrarios a esta política en el pasado, a la retirada de estatuas o nombres de personas que ahora -pero no entonces- se consideran moralmente reprobables? La política DEI surgió de las justas batallas sociales de los años 60 contra la discriminación de los afroamericanos, pero no fue hasta los años 90 cuando empezó a convertirse en un tema, y luego en una moda, y finalmente en una necesidad en el mundo empresarial e institucional. Los primeros en incluir la política DEI fueron los afortunados fundadores de Starbucks. Ahora todas las empresas deben tener esta política para poder competir. Y también las universidades.

El problema lógico reside en el término «inclusión». Así como «diversidad» e «igualdad» permiten un amplio espectro de interpretaciones, no ocurre lo mismo con la inclusión. La lógica de la inclusión es binaria y atañe a la teoría de los conjuntos: si hay elementos incluidos, también debe haber elementos excluidos. Entonces se procede a ampliar la inclusión, pero por su propia naturaleza siempre dejará algunos excluidos. Entonces, para incluir siempre nuevos elementos, debo modificar progresivamente los requisitos de inclusión hasta anularlos. Más allá de la lógica, lo que ha sucedido y sucede es que la lógica de la inclusión está en la base del sistema de cuotas y financiación y, más en general, de ponerse siempre del lado de los excluidos para que sean incluidos.

Preguntas cruciales

Sin embargo, en el caso de Israel los papeles están invertidos. Israel, creado por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial para reparar la espantosa tragedia del Holocausto con un acto de justicia, es visto ahora como el rico opresor que excluye a los demás, de los cuales Hamás es un símbolo. Por lo tanto, hay que recrear la justicia incluyendo a Hamás y tratando de oponerse y, si es posible, eliminar a los judíos, obviamente aunque se encuentren a miles de kilómetros de distancia.

La lógica de la inclusión se basa de hecho en la genética: se es opresor por lo que se es, no por lo que se hace. El caso de Israel en Estados Unidos es llamativo, pero el mismo principio significa que cualquier intento de incluir a los excluidos tiende a ser una discriminación inversa.

Para compensar una injusticia, se tiende a cometer la misma injusticia con los papeles invertidos. Pero nada bueno sale de la injusticia, y dos injusticias solo son peores que una.

Hoy, todo esto ha salido por fin a la luz en los periódicos estadounidenses de todas partes. ¿Estamos seguros -se preguntan ahora- de que queremos continuar con esta política DEI también en la educación? Sí, porque de hecho si el rector de Harvard es elegido en base a criterios que no tienen que ver con el mérito, y si los profesores y estudiantes son elegidos porque sus ideas no se apartan de la versión actual del famoso DEI, ¿cómo vamos a tener personas cualificadas independientemente de sus ideas sociopolíticas? ¿O cómo vamos a tener, incluso en los ámbitos político y social, una verdadera innovación?

La exclusividad en riesgo

A esto hay que añadir los problemas financieros. Para incluir a gente en universidades exclusivas, no debo cobrar la inscripción a personas que de otro modo no tendrían acceso a ellas. Pero si el sistema de inclusión se convierte en predominante, ¿quién paga las inscripciones que permiten sacar adelante universidades prestigiosas y caras? De hecho, de nuevo el problema lo crea el sistema de inclusión. ¿Cómo mantener la exclusividad de las universidades si tienen que ser inclusivas para estar a la vanguardia? Por ahora, solo nos planteamos las preguntas.

Pero la novedad es grande, dado que durante quince años nadie se había planteado la cuestión y todos aceptaban -quizá mascullando luego en casa- los dictados de la temible ley.

Por supuesto, hay quien ve la cuestión como una guerra cultural -la derecha contra la izquierda, los libertarios contra los humanitarios-, pero el problema es más simple y, en sí mismo, es administrativo: ¿política DEI sí o no?

Serían discursos independientes, pero con el año electoral que se abre en Estados Unidos, es poco probable que sigan siéndolo. Los republicanos lo convertirán cada vez más en un caballo de batalla y, si Donald Trump es nominado y elegido, los demócratas lo convertirán en un frente de resistencia.

Es una pena, porque independientemente de las convicciones políticas, la abolición de la DEI como requisito para instituciones y empresas es una cuestión lógica y una necesidad social si Estados Unidos quiere seguir desempeñando su papel de líder y motor del mundo.

Traducción de Verbum Caro.

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»