15/11/2024

Hija de comunistas, bautizada a escondidas, llamaba «Inri» a «un tal Jesús»… y llegó a ser abadesa

El ambiente y la educación de la pequeña Luccette, una niña francesa criada en la difícil frontera marroquí, iban encaminados a hacerla un producto perfecto del ateísmo marxista y anticatólico. Sin embargo, Dios tenía otros planes mucho más grandes para ella.

Un día, los padres de Lucette huyeron de Francia y, como comunistas convencidos, juraron que «nadie hablaría de Dios a su hija, ni influiría en el desarrollo de su mente con supersticiones opresivas«. Pero, Dios se fue metiendo como el agua por una grieta.

«Al darme cuenta del tesoro que acababa de caer en mis manos, y del modo tan espléndido en que quedaba descrita la asombrosa obra divina, intenté convencer a la madre Verónica Namoyo (Luccette) de que se debía publicar», comienza diciendo en el prólogo su hermana de comunidad, sor Mary Francis, sobre este testimonio de conversión interesantísimo que se acaba de publicar en Ediciones Rialp

Puedes adquirir aquí ‘Porque hizo maravillas’ (Ediciones Rialp), de Verónica Namoyo.

Luccette era todavía una niña cuando contemplando una puesta de sol, tras una violenta tormenta de arena, sintió la cercanía de Dios, que la impulsó a orar. Ese será el primer eslabón de una conversión que la llevará a abrazar la fe y, más tarde, a hacerse monja clarisa en Argel. Repudiada por sus padres, y ya como Madre Verónica Namoyo, sería abadesa y fundadora de dos florecientes monasterios en África.

El obispo y una mala decisión 

La autobiografía de Luccette comienza relatando los orígenes de su familia y del por qué su abuelo rechazó abiertamente la fe. «Se abatió como un rayo una ‘ordenanza’ dictada por el obispo de Quimper que obligaba a los padres cristianos a llevar a sus hijos a escuelas católicas bajo pena de excomunión. Los padres con hijos en escuelas públicas (las únicas donde no había que pagar) no podrían recibir ningún sacramento», cuenta el libro.

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Un hecho tan fuerte para la familia, que el abuelo materno se negó a sacar a su hija Anne (la madre de Luccette) de la escuela pública en la que estaba. A la par, por el otro lado de la familia de Luccette, su padre, se había convertido en «un socialista, pacifista y ateo convencido». Así se fue formando un hogar asentado en la total ausencia de Dios y bajo el paraguas de los principios marxistas. 

Y, entonces, nació Luccette, y un «complot» familiar se puso en marcha: había que bautizar a la pequeña cuanto antes. La abuela materna -que seguía creyendo en Dios, a pesar del incidente con el obispo-, se estaba muriendo de cáncer, así que convenció a su marido-arrepentido ya del episodio del colegio- para que la niña recibiera los santos óleos. De esa manera, la hija de los convencidos comunistas iba a ser bautizada. Cuando se enteraron, enfadados, pusieron tierra de por medio y se marcharon a vivir al norte de África. 

La niñez de Luccette, sin embargo, transcurría por unos cauces no especialmente placenteros para sus padres, la falta de afecto que sentía en casa le hacía ser bastante contestataria y a menudo se metía en demasiados líos. Aunque, por otra parte, eso la mantenía despierta a todo tipo de estímulos, incluidos también los de tipo religioso. 

«De pronto, desde la loma en la que estaba sentada, vi arder el cielo por encima de mí y, de alguna manera, todo cuanto me rodeaba. Quizá la luz del crepúsculo se reflejase en los miles de partículas de arena polvorienta que seguían flotando en el aire. Era como una inmensa llamarada plumosa totalmente escarlata que cruzaba de un polo al otro, con toques de color carmesí y, en uno de los extremos, de un púrpura oscuro».
 
«Aquel resplandor cegador y melodioso, con su infinita belleza, me cautivó. Y, al mismo tiempo, con un grito de asombro de mi corazón, supe que toda aquella belleza había sido creada, supe de Dios. Esa era una palabra que mis padres me habían ocultado. No tenía con qué nombrarlo: Dios, Dieu, Alá o Yavé, como lo llaman los labios humanos. Pero mi corazón supo que todo procedía de Él y solo de Él, y que era de tal modo que podía dirigirme a Él y relacionarme con Él a través de la oración. E hice mi primer acto de adoración», añade.
 
«Todo esto puede parecer teatral. De hecho, lo fue. Han pasado sesenta años y sigo llevándolo dentro. Ni una sola vez he sido capaz de descartar esta experiencia, por muchas dudas intelectuales que haya podido tener», reconoce la autora en el libro. La infancia de Luccette era como el juego del gato y el ratón, entre Dios y ella. Se encontraba con Su presencia, la reconocía… pero nadie antes se lo había presentado. 
 

«Aquel hombre de la cruz»

«No era más que un catálogo de unos almacenes de París, me encantó la variedad de fotos pequeñitas de ropa, frascos de perfume, sombreros, lámparas, muebles, relojes… Y allí, en la esquina derecha de una de las páginas, vi tres cruces distintas, pero todas con un hombrecito encima, y debajo unos cuantos números. Jamás había visto un crucifijo: tan solo una cruz -que carecía de significado para mí- en lo alto de un edificio llamado ‘iglesia’ donde se reunía ‘la gente supersticiosa'», comenta Luccette en el libro.
 
Un campamento de verano sería clave en su camino de fe, allí, «su profeta jesuita» le entregó la estampita del que sería su nuevo padre: San Francisco de Asís.
 
«Y de pronto, mientras miraba en silencio aquellas fotos tan raras, lo supe: al hombre de la cruz lo habían matado, y había muerto por todos los hombres, mujeres y niños. Había muerto por mí. Era un hombre, pero era también el Hijo de Dios a quien yo ya adoraba como Creador, como una presencia de amor universal. Era Dios. No fue algo que formulara con una frase como estoy haciendo ahora, pero sí lo percibí todo de golpe y tomó forma con toda claridad en mi mente incluso con palabras», añade.
 
La pequeña Luccette arrancó la foto de aquella revista y la guardó como un auténtico tesoro. «Aquel era mi premio, mi tesoro, ¡mi icono secreto! Nadie lo debía encontrar. Por suerte, el papel era bastante grueso; aún así, un buen día acabaría destrozado de tanto sacarlo de su escondite con mis dedos llenos de amor para que lo contemplaran mis ojos maravillados», relata la monja clarisa.
 
Luccette, durante un tiempo, debido a su comportamiento, viviría con su abuela en Francia. Allí, en una habitación, había colgada una cruz, así que siempre que podía se escapaba a visitarla. «Antes de dejar Brest, hice otra visita prohibida al crucifijo yo sola. Lo observé de cerca. Había algo escrito: INRI. ‘Inri…, Inri…’, repetí. ¿Se llamaría así? Probé a dirigirme a Él por ese nombre, pero no me sonaba bien, aunque lo usé algunas veces antes de saber, pasados dos años, que se llamaba Jesús», confiesa. 
 
La niña volvió a África con su familia. El tiempo pasaba y se iba haciendo mayor, aunque seguía sacando malas notas en el colegio y no tenía muchas ilusiones vitales por las que pelear. Un día viviría una experiencia realmente aterradora. Así como se encontraba con Jesús crucificado en lugares insospechados, esta vez se toparía con el mayor enemigo de «aquel hombre», el demonio. 
 

«Era una noche apacible y cálida, y antes de acostarme abrí la ventana para respirar un poco de aire fresco. Las estrellas brillaban mucho, como era habitual en aquella época del año. De repente, fue como si empezaran a crecer, a moverse y a unirse unas con otras, componiendo un telón de fondo de luz plateada sobre el que se dibujó una silueta negra semejante a una inmensa ave de presa. Un instante después la criatura se había posado sobre mí. Estaba aterrada y era incapaz de moverme».

«El monstruo me agarró por los hombros, hundiendo en mí sus garras afiladas. Me quedé espantada, incapaz de moverme. Estaba empezando a alzarme por el aire cuando clamé a Dios sin palabras. Entonces noté cómo un peso enorme me clavaba al suelo. Luego me quedé sola, con el cuerpo y el alma zarandeados. El dolor de hombros me duró varios días. En aquel momento estaba convencida de haber tenido un encuentro con el demonio, que había cobrado forma», relata.

Puede ver aquí un homenaje a la hermana Verónica Namoyo.

Luccette fue entrando en la juventud, comenzó sus estudios universitarios de Filosofía, leyó a Bergson, quien «la liberó de la superficialidad del materialismo» -ella perteneció incluso al Partido Comunista-, y conoció también a una amiga católica, cuyas oraciones, la llevarían, en parte, a una conversión profunda. Un campamento de verano de la Juventud Estudiante Católica sería clave en su camino de fe, allí, «su profeta jesuita», le entregaría la estampita del que sería su nuevo padre: San Francisco de Asís. El libro cuenta detalladamente este periodo de conversión.

Verónica Namoyo Le Goulard (1922-2013) ingresó en el Monasterio de Clarisas Pobres de Argel a los veintidós años y acabó siendo su abadesa, antes de abandonarlo para fundar otro en Lilongüe (Malaui). Después de un brillante período de varios años como abadesa en Malaui, la madre Verónica Namoyo regresó a Francia con la gozosa esperanza de acabar sus días terrenales llevando una vida contemplativa perfectamente oculta. Pero, muy pronto, Roma volvió a enviarla a África, esta vez para refundar una comunidad de Lusaka (Zambia).

Tras muchos años como abadesa, insistió en que el gobierno de la abadía le fuera confiado a una nativa africana. Al tomar el hábito de clarisa pobre, Luccette adoptó el nombre de «Verónica», al que un arzobispo africano tuvo el acierto de añadir otro tan definitorio como el de «Namoyo», «dadora de vida»: un apelativo más que adecuado para la mujer que lo llevaba. El testimonio de esta mujer es un canto al poder de Dios para transformar una vida.

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PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»