José Luis López-Linares del Campo (Madrid) presentó en 2021 su documental España, la primera globalización, que fue el más visto ese año en salas de cine, Premio Bravo y luego llegó a multitudes en Internet y televisión.
Ahora, vuelve con más, más grande, más luminoso, más música, más paisajes, más de todo. Es Hispanoamérica.
Es un espectáculo visual y musical cuando se ve en pantalla grande: nos sube a los techos y artesonados de catedrales, sobrevuela ciudades con patios, y selvas y ríos y cañones del desierto. Nos acerca a manuscritos ampliando miniaturas y códices aztecas.
Es un banquete de belleza visual y sonora, de chicas que bailan alegres, de procesiones, y de muchos, muchos colores. Uno acaba la película queriendo formar parte de esa cosa tan grande, tan bonita, tan alegre y colorida, que es la Hispanidad. Uno quiere ayudar a seguir construyéndola a ambos lados del Atlántico.
Quien haya disfrutado con España, la primera globalización (legalmente accesible en varios sitios de Internet), disfrutará aún más con Hispanoamérica. Y aprenderá más cosas, y se asombrará.
Si en la película anterior se apoyaba en dos piezas de música renacentista y barroca, aquí la música barroca es el leit-motiv incesante desde el principio. Como el oboe de Gabriel de Morricone en La Misión, también aquí empezamos con selva y río y violines barrocos. Todo empieza y acaba con el Ensamble Moxos, una orquesta barroca juvenil de San Ignacio de Moxos, pueblo de 10.000 habitantes en la Amazonía boliviana, que ha recuperado el Barroco hispanoamericano. Empezó con unas ursulinas y catorce niños, y hoy cuenta con 400 y giras por varios países.
«Hispanoamérica» empieza con una selva… y mucho barroco:
Más adelante, en lo alto de la catedral de Cuzco, con su órgano y su artesonado, una cantante proclama una adaptación para órgano del «Hanaq pachap kusikuynin«, del primer tercio del s.XVII, considerada la primera obra polifónica del Nuevo Mundo. Que no está en latín ni español, sino en quechua, para alabar a la Virgen María, un himno procesional cuyo inicio se traduce así:
Oh, Alegría del cielo
por siempre te adoraré,
árbol florido que nos das el Fruto Sagrado,
esperanza de la Humanidad,
fortaleza que me sustenta
estando yo por caer.
Toma en cuenta mi veneración,
Tú, mano guiadora de Dios, Madre de Dios.
«Alegría del cielo» y «árbol florido» son elogios a la Virgen, pero podrían serlo a la Hispanidad, a Hispanoamérica y a esta película, que nos ofrece ambas cosas.
Hispanidad es mucho más espiritual e incluso religiosa que La primera globalización, y lo es sobre todo a través de las mujeres: de la Reina Isabel, y sobre todo de la Virgen María, que una y otra vez aparecen en el arte y en la música. También por la fe de quienes hablan de María y quienes le cantan.
El cine es ante todo imagen y sonido, y la película dedica poco a hablar de la letra escrita, de literatura. El español es la gran riqueza que hace fuerte a Hispanoamérica, pero la Hispanidad se hizo incorporando en época virreinal a las grandes lenguas americanas. Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), monja jerónima poetisa, que se declara mexicana, escribía en español y en náhuatl y sentía amor por ambas lenguas, y también por su fe católica. Es la única figura literaria que se menciona en el documental.
En La Primera globalización no había casi escenas aéreas desde drones: aquí hay muchas más, y más paisajes. Se salta, intencionadamente, de los desiertos de Nuevo México a las selvas húmedas de la Amazonía boliviana. «Hispanoamérica es el Barroco», nos insisten, y luego nos lo redefinen: «el Barroco es poder ser feliz en cualquier sitio«, selvas o desiertos. Es fundar ciudades en cualquier lugar. Es cantar con alegría boleros y tangos tristísimos, es admitir la fragilidad de la vida y celebrarla con colores, es ir a misa y a mil liturgias más, siempre con belleza exagerada, música, baile y ruido gozoso.
Añoranza de algo que en América aún vive
El espectador católico español a partir de cierto momento empieza a sentirse como esos inmigrantes hispanos que llegan a parroquias españolas envejecidas y tristes. ¿Qué pasó, dónde está la música, la danza, la alegría, el color de la fe y las romerías? ¿Quién nos lo quitó?, empezamos a plantearnos.
Nos ponen imágenes de Madrigal de las Altas Torres, cuna de Isabel la Católica y de Tata Vasco, el clérigo y jurista que salvó Michoacán. Pero lo que vemos en Madrigal no es el exuberante barroco, sino el austero herreriano, y América es otra cosa.
El documental ‘Hispanoamérica’ nos hace mirar a lo alto, a hermosísimas iglesias, sus techos… y Más Arriba.
América se exporta. López-Linares dedica mucho espacio a musicólogos que nos dicen que el flamenco, casi seguro, nació o al menos se engendró en Hispanoamérica: «el fandango son soleás», nos enseñan guitarra en mano. «El cajón llega al flamenco desde Perú, de allí lo tomó Paco de Lucía», afirman. «El zapateado se hace en toda Hispanoamérica, y en el flamenco; pero no en las tradiciones de baile de otras zonas de España», insisten.
Si en su anterior documental López Linares nos presentaba a grandes clérigos sabios del s.XVI y XVII (Domingo de Soto y su aceleración de los cuerpos, José de Acosta y sus ideas evolucionistas en animales, la ética de Francisco de Vitoria, las exploraciones del monje marinero Urdaneta, la perseverancia de Junípero Serra), aquí hay un protagonismo colectivo del pueblo, que es mestizo y multirracial, pero siempre católico y devoto, y se dan pocos nombres, apenas los justos para ilustrarlo.
Francisco Atahualpa es inca y español, el obispo Tata Vasco es amado por los michoacanos y potenció sus artesanías (apasionante el uso de pulpa de maíz en la escultura), Cortés hizo alianzas, levantó un hospital -para todos, indios, negros- que hoy cumple 500 años y tuvo un hijo con la Malinche, al que quiso y promocionó: Martín Cortés es, dicen muchos, el primer mexicano, y el modelo.
¿Quién destruyó aquello?
Sobre las Leyes de Indias ya habló en la anterior película, y aquí apenas las menciona. Pero sí queda claro que quien destruyó la América virreinal, y a las instituciones indias, no fueron los españoles, sino los anglos en Norteamérica y las élites criollas en Sudamérica, que acabaron con la nobleza india que se había mantenido 3 siglos, y confiscaron las tierras comunales de los pueblos indios que España había reconocido siempre.
El historiador Alejandro Rodríguez de la Peña considera que al expulsar Carlos III a los jesuitas en 1767, Hispanoamérica quedó sin una élite intelectual capaz de responder a las ideas ilustradas y afrancesadas que llegaban de las Cortes borbónicas.
Tras Napoleón vinieron las guerras de independencia, que eran guerras civiles entre hermanos, entre hispanos, con mulatos y indios casi siempre en el lado realista. Y después, una sucesión de tiranuelos y dictadores, ilustrada con un fotograma en Venezuela, en que Hugo Chávez y Simón Bolívar comparten mural en un arco de triunfo.
¿Por qué Hispanoamérica, 500 millones de personas con la misma lengua y cultura de base católica, no despega? Los expertos del documental creen que por auto-odio: odio a lo español, pese a ser medio españoles, y desprecio a lo indígena, pese a presumir de indigenismo. «Odian a Doña Marina igual que a Cortés, y les reprochan que se amaran, y eso es odiar a nuestros padres, y lo que somos», protestan.
Fogonazos de color y el Avemaría
La película se acerca a su final con una batería de imágenes de la Hispanidad: son iglesitas blancas de las misiones, son Vírgenes de todos los colores y son velas de noche a Guadalupe, son chicas morenas que bailan con faldas anchas abigarradas, son mantillas negras en Semana Santa. Franco Battiato, que en paz descanse, habría hecho una canción con esta película. «La verdad une, pero no uniformiza», dice una historiadora.
Una chica del Moxó Ensamble canta con detalle y sin prisa un Avemaría barroco, que acaba con «Jesús, María y José», los nombres bíblicos de la Hispanidad. Una mariposa se posa sobre ella y se ríe: es la vida y el color de América.
Y al terminar la película, después de ver tantos techos hermosos de iglesias (y de hospitales, y de bibliotecas) uno sale del cine con ganas de mirar siempre a lo alto.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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