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Homilía del muy Rvdo. Dom Jean Pateau
Abad de Nuestra Señora de Fontgombault
(Fontgombault, 1 de noviembre 2018)
Gaudete et exultate
Alegraos y regocijaos
(Mt. 5, 12)
Queridos hermanos y hermanas, mis amados hijos,
La vista fascinante de una gran multitud alegra nuestros corazones en esta mañana de la fiesta de Todos los Santos. Nuestros ojos siguen mirando con fijeza al cielo mientras el autor del Apocalipsis desvela su magnífica visión. Primero, los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos, procedentes de las doce tribus de Israel, después “una gran muchedumbre, que nadie podía contar, de todas las gentes, linajes, pueblos y lenguas”. Están ante el Cordero, vestidos con ropajes blancos, y llevan palmas en las manos. Son los que, según las palabras de uno de los ancianos, “lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero” (Ap. 7,14).
Esta muchedumbre no permanece ociosa sino que canta: “Salud a nuestro Dios, al que está sentado en el trono, y al Cordero”. Los ángeles también toman parte en esta liturgia celestial, proclamando: “Bendición y gloria y sabiduría y acción de gracias, honor y poder y fortaleza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén”.
Esta visión no es la evocación de un pasado lejano, ni de un futuro incierto, es el tiempo presente de la eternidad. En este mismo momento, desarrollo. ¡No temáis! Cristo sabe “lo que hay en el hombre” (Lc, 19, 9-10). Y sólo Él lo sabe. Estas palabras se dijeron para el mundo; todavía se nos dicen personalmente a cada uno de nosotros. Hay muchas puertas en el corazón del hombre. Algunas de ellas, esperemos, están abiertas… sin embargo puede haber puertas que están más o menos cerradas, o incluso candadas. Dios también espera tras esas puertas. ¿Cuánto tendrá que esperar hasta que gustemos recibir su vida, la vida de la eternidad?
Pero el mensajero de la divina consolación puede que no limite su acción a sus hermanos y hermanas terrenos. En la mente de los fieles, la fiesta de Todos los Santos está relacionada de cerca con la conmemoración de los Fieles Difuntos, que la Iglesia celebrará mañana. ¡Qué contraste entre la fiesta de hoy, el día arquetípico de los vivos, y el recuerdo de los difuntos! Por un lado, la vida eterna y el gozo; por el otro, las visitas a los cementerios, donde las tumbas nos recuerdan la presencia de un ser querido, cuyos últimos restos descansan bajo unos pocos metros de tierra, y que ya no está.
Este no es el pensamiento de la Iglesia. El día de los Fieles Difuntos es también el día de los vivos, de todos los que, al contrario que los santos, aún no están viviendo plenamente pero están necesitados de nuestras oraciones e intercesiones para alcanzar la beatitud. Al final de su vida terrena, cuando el alma es llamada ante Dios, tiene lugar el juicio particular, que pesa su vida con la medida de la caridad. El juicio se concluye con el nacimiento a una nueva vida, que tiene lugar en el paraíso, en el purgatorio o en el infierno. Sólo las almas del purgatorio esperan nuestra intercesión.
Las fiestas de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos nos colocan ante la perspectiva de nuestra propia muerte. Enfrentados a este futuro, que puede incomodarnos y preocuparnos, podemos recordar fructíferamente las tres palabras que la Santísima Virgen dio a Estelle Faguette, cuando se apareció en Pellevoisin: “Calma, confianza, valor”. Estemos convencidos por la fe de que en el momento de nuestra propia muerte, bien que siempre será temible en la medida en que decidirá nuestro destino eterno y será el tiempo en que el Demonio intentará sus tentaciones finales, permanece del lado de Dios como el tiempo del supremo acto de su paternidad y misericordia. Preparémonos para ese momento con el humilde abandono de los que sólo se pueden presentar como indigentes.
La entrega y la caridad practicadas sin cesar son la mejor de las preparaciones. Cristo ha sido testigo de ello: “Nadie tiene amor mayor que el de dar la vida por sus amigos”. No hay mayor prueba de amor que abandonar en Dios, desde este mismo momento, nuestros cuerpos y nuestras almas, para llevar a cabo las obras que Él ama, las de las Bienaventuranzas, mientras esperamos abandonarnos en sus manos a la hora de nuestra muerte.
Confiemos nuestra vida, nuestra muerte, nuestros difuntos también, a la que siempre es nuestra Madre y que cuida de sus hijos, ahora y, muy especialmente, “en la hora de nuestra muerte”. Que ella nos asegure la “calma, la confianza y el valor”. Que Todos los santos que celebramos en este día intercedan por nosotros.
Amén.
(Traducido por Natalia Martín. Artículo original)
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