Nuestra Señora de los Desamparados. Nuestra Señora de la Alharilla. Santos: Juan de Ávila, presbítero, Patrono principal del Clero Secular Español; Aureliano, Agatón, Cantaldo, Antonino, obispos; Afrodisio, Gordiano, Epímaco, Palmacio, Simplicio, Félix, Blanda, Silvio, Filadelfio, Cirino, Cuarto, Quinto, Dioscórides, mártires; Concesa, Amaro, Maturino, confesores; Calepodio, presbítero; Job, profeta; Congal, abad; Damián de Molokai, beato.
La condición de cristiano nuevo en su tiempo era dar a entender a la gente que su ascendencia procedía de nuevas cepas implantadas en el cristianismo y que sus antecesores solo habían sido o judíos o más probablemente discípulos del Profeta. Esto ponía graves trabas a quienes padecían inculpablemente la novedad. En el ambiente eclesiástico no había puestos que escalar y en la vida de los cristianos era un baldón permanente a soportar; a la más mínima denuncia, aunque fuera adobada con el condimento de la envidia, ya podía el cristiano nuevo echarse a temblar. Juan de Ávila era uno de esos cristianos nuevos.
Nació en Almodóvar del Campo. Hizo estudios de Teología y Derecho en Salamanca y Alcalá. Obtuvo grados y, más importante que todo ello, quiso ponerlos a disposición del Señor, que le había puesto fuego en el alma. Ya sacerdote en 1525, mira como posibilidad la difusión del Evangelio en las Indias y mantiene contacto con los dominicos –principalmente con Garcés– que quizá pudieran abrirle puertas.
Pero el sur de España fue su parcela de siembra, el arzobispo don Alonso Manrique supo retenerlo en Sevilla. En Écija comienza su predicación y a leer públicamente las epístolas de san Pablo, reúne niños en la misma casa donde se hospeda para enseñarles el catecismo, a los mayores les comenta la Pasión y junta a un grupo de sacerdotes celosos, predicadores y austeros. Lo mismo hizo en Alcalá de Guadaira. Su actividad poco común, la reciedumbre de su predicación y la claridad en la doctrina conjugada con la ascética personal más dura le valieron la envidia tan terriblemente frecuente en el estamento clerical de todos los tiempos; por eso no pudo publicar con su firma el conjunto de libros espirituales, entre ellos uno sobre el modo de rezar el rosario; los publicó como anónimos, como hizo con la traducción del Kempis que por largo tiempo se atribuyó al también dominico Luis de Granada. No aconsejaba otra cosa el proceso de casi dos años al que lo sometió el Tribunal de la Inquisición y que se resolvió sin nota condenatoria.
Su actividad se traslada a Córdoba y, luego, a Granada donde, ya como maestro, tiene sitio y parte apostólica activa en la universidad recién creada por el arzobispo don Gaspar de Ávalos rodeándose de sacerdotes apostólicos, bien formados y santos. La mayor parte de ellos –sin exclusividad– son también cristianos nuevos que tienen bien cerradas las puertas de los mejores puestos por prejuicios seculares. (Con harta frecuencia, los cargos donde trabaja el clérigo no se dan al buen pastor, sino al amigo del dueño.) Pero a pesar de ello, forman un numeroso grupo, es ya todo un movimiento sacerdotal de predicadores y confesores cuyo director es el Maestro Ávila, que les inculca frecuencia en la confesión, amor a la Eucaristía, oración, contemplación de la Pasión de Cristo y familiaridad con las Sagradas Escrituras; en la vida práctica, viven con un desprendimiento completo de los bienes y ni tan siquiera cobran dineros por las predicaciones y ministerio. El amplio campo de apostolado ulterior de cada uno de ellos solo es la consecuencia normal del espíritu que se desborda.
Desde el principio, en el 1538, supo ser en Baeza alma y maestro de la universidad fundada por don Rodrigo y don Pedro López; aquello más que un centro de estudios superiores parece uno de los seminarios que todavía no había inventado el Concilio grande de la Iglesia que en aquel tiempo se celebraba en Trento y al que envió memoriales a ruegos de los obispos allí reunidos para reformar la Iglesia que Juan de Ávila ya reformaba desde hacía tiempo. Además hay que contar su estancia en Montilla y Priego, el trato con los importantes duques de Feria, el rastro que deja en tierras extremeñas, las cartas y escritos espirituales, el tratado de vida cristiana Audi filia compuesto a modo de cartas escritas a doña Sancha Carrillo, la compañía frecuente con fray Luis de Granada, que le admiraba, y la fundación de numerosos –hasta quince– colegios.
Tan popular es su figura, tan evangélico su mensaje, tan claro su ejemplo, tan sincera su entrega y tan cargado de frutos su celo que el jesuitismo incipiente se plantea seriamente incorporarlo a sus filas para el bien de la Iglesia y del Reino. Será el mismísimo jesuita Villanueva, encargado por Ignacio del negocio de estudiar la conveniencia y de invitarlo a incorporarse a ellos, quien llegó a comentar con veraz y certera intuición después de haberle tratado por algún tiempo: «En tanta conformidad, no parece que haya otro acuerdo: o que él se una a nosotros o que nosotros nos unamos con él». Llegaron las enfermedades con su compañía de achaques, limitación y dolores que ya no desaparecerán hasta la muerte. Entonces se plantea Juan dejar a la Compañía la herencia de hombres y colegios, pero la persecución del cardenal Silíceo obliga a tomar precauciones a la Compañía ante los conversos y cristianos nuevos.
Murió Juan de Ávila el 10 de mayo de 1569 con humildad y piedad ejemplar, repitiendo los nombres de Jesús y María. Fue beatificado en 1894; Pío XII lo proclama patrón del clero español en 1946, y lo canoniza Pablo VI en 1970, el 31 de mayo.
Se ve que a Dios le importa menos que a los eclesiásticos la condición de «nuevos o viejos» que tengan sus hijos; para que las cosas salgan a su manera y hagan bien a la Iglesia solo es preciso que sean fieles, santos.
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