Ya está en la calle la segunda edición de Raros como yo (Espasa), el último libro de Juan Manuel de Prada, en el que el escritor nos presenta una selección de autores cuya lectura le ha fascinado y sin embargo no han gozado (o no gozan hoy) de un reconocimiento público a la altura de su interés literario.
El libro está estructurado en tres partes: Una gavilla de malditos, que incluye más de una treintena de nombres y muchos títulos que se nos invita a leer; una segunda parte consagrada a su ‘maldito’ preferido, Leonardo Castellani: con todos se peleó, salvo con Dios, a quien consagra una cuarta parte de las páginas del libro; y Rosas de Cataluña, nueve escritoras de un periodo muy determinado que Prada estudió a fondo para su monumental biografía de Ana María Martínez Sagi El derecho a soñar («la obra de mi vida», no duda en calificarla).
Todos ellos, escritores de lengua hispánica (castellana o, en el caso de las ‘rosas’, catalana), salvo el norteamericano John Franklin Bardin («el heredero más cabal de Poe«), la brasileña Carolina Nabuco (cuya novela La sucesora fue posiblemente plagiada por Daphne du Maurier en su Rebeca, que Alfred Hitchcock encumbró en el cine) y dos franceses cuya inclusión en el volumen es evidentemente intencional. Por ellos comenzamos preguntándole.
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-Ernest Hello y Léon Bloy son un poco anteriores a los demás y de habla no española. ¿Por qué esa heterogeneidad?
-Son el mismo tipo de escritor que Leonardo Castellani, que es el gran protagonista del libro. Grandes escritores fustigadores de las lacras sociales. Algo que ya no se da, porque la democracia ha impuesto un tipo de escritor bienqueda que no tiene el valor para abofetear a su época.
-¿Le atrae de ellos también su peculiar catolicismo?
-Desde luego: un catolicismo nada ñoño, todo lo contrario. Se ha impuesto, impulsada por las jerarquías eclesiásticas, una forma de ser católico merengosa y almibarada, que me parece letal y destructiva para la misión del católico y la Iglesia en el mundo. Ellos entendían que para ser católico plenamente hay que coger el látigo también. Y hay que ser profeta de calamidades. Ambos representan un tipo de escritor católico que desgraciadamente hoy está mal visto.
-¿Castellani entra en esa categoría?
-Es la expresión más vigorosa de este tipo de escritor en lengua española. Hoy se ha impuesto el escritor del tipo de Chesterton, aunque Chesterton es un escritor muy adulterado y muy censurado, porque si uno lee uno de sus últimos escritos, El pozo y los charcos (también publicado como El manantial y la ciénaga, 1935), es muy fustigador. Pero siempre se trata de mostrar el Chesterton más bienhumorado, porque pienso que Chesterton también está siendo utilizado en el ámbito católico para impulsar un catolicismo buenrollista, o incluso ñoño.
-¿Desde cuándo tiene lugar ese impulso, y por qué?
-En el siglo XX, sobre todo en su segunda mitad, y en lo que llevamos de XXI. ¿Por qué? En parte por su mayor debilidad, y en parte por su mayor sosería: la sal se ha vuelto sosa, me temo.
-Hello, Bloy, Castellani: estos tres ‘fustigadores’, ¿fustigaban las mismas cosas?
-En cierto modo sí, cada uno con sus propios énfasis. Si los reducimos a su quintaesencia, el gran tema de Castellani es la denuncia del fariseísmo, en Bloy sería la execración de la burguesía (pero ¿por qué destaca la burguesía sino por la hipocresía?) y en Hello, la condena de la tibieza moral. Si nos damos cuenta, están hablando de lo mismo, y además son muy duros en su crítica al catolicismo blandengue (que diríamos hoy). Con su diversa expresión literaria, los tres tienen un estilo violento. El mundo hoy diría que son reaccionarios, un término discutible, pero desde luego muy noble, porque cuando reaccionas a algo que es malo, es muy bueno ser reaccionario. Son escritores que se adhieren al pensamiento tradicional, en eso son muy semejantes.
-¿Detrás de esas críticas que formulaban había un rechazo a la mundanidad?
-Los tres tenían vocación de santos, pero como son un poco intemperantes, el mundo no puede reconocer su santidad. Bloy vive una pobreza terrible y pierde a su mujer y a varios hijos por enfermedades consecuencia de esa pobreza. Castellani sufre un calvario con su expulsión de la Compañía de Jesús. Hello tuvo una vida más pacífica, pero también en su absoluto retiro del mundo hay una prueba de santidad.
Ernest Hello (1828-1885), a la izquierda, y Léon Bloy (1846-1917).
-Ha hablado de un catolicismo merengoso, almibarado, blandengue… pero las épocas de Hello o Bloy son muy distintas a la de Castellani. ¿Tan antiguo es ese mal? ¿Cuál es su origen?
-Siempre tiene que ver con el deseo, no de estar en el mundo -la Iglesia siempre tiene que estar en el mundo-, sino de ser del mundo, que es lo que nunca pueden ser la Iglesia ni un católico. Cuando eres del mundo, inevitablemente adoptas un lenguaje merengoso para no disgustar al mundo.
-Antes ha mencionado a Castellani como el gran protagonista de Raros como yo. No es la primera vez que usted señala la gran influencia que tuvo en su vida…
-Absoluta. Castellani es un maître à penser, alguien que no solo dice cosas muy interesantes, sino que estructura tu cabeza, te enseña a pensar, te configura, te reformatea. La lectura de Castellani fue para mí muy iluminadora porque me hizo darme cuenta de que las ideologías modernas eran todas igualmente lamentables, y de que la única manera con la que yo podía alcanzar una libertad plena como escritor era renunciando a ellas y adhiriéndome al pensamiento tradicional, que es lo que vertebra toda la visión de Castellani.
-¿Cómo sintetizaría esa visión?
-Castellani tiene la virtud de hacer realidad aquello que decía Donoso Cortés, de que detrás de toda cuestión política hay una cuestión religiosa. Todas las cuestiones que toca Castellani, no solo las políticas sino las culturales, sociales, económicas -cualquier asunto que toca, y fueron muchos porque nada humano le era ajeno-, lo hace siempre con una visión sobrenatural. Nos descubre la teología que hay detrás de la política y de cualquier problema social. Es verdaderamente alumbrador, de una clarividencia extraordinaria. Uno se queda conmocionado ante su penetración y perspicacia.
Leonardo Castellani (1899-1981) fue privado del ejercicio de su sacerdocio durante 17 años, entre 1949 y 1967.
-¿Influyó también en su forma de ser católico?
-Yo a Castellani lo leo en un momento en el que estoy considerando muy seriamente abandonar la Iglesia por miserias que he descubierto en personas que ocupan puestos preeminentes, tanto clérigos como seglares. En ese momento leo a Castellani y me enseña algo muy importante, y es que el sufrimiento que nos infligen las personas que están en estos puestos preeminentes no justifica nuestra defección. Concretamente hay una carta que Castellani le dirige a un escritor comunista argentino, Leónidas Barletta (publicada en Las ideas de mi tío el cura), quien le espeta: «¿Por qué no abandona usted a todos esos viejos carcamales, que se han revelado incomprensivos e injustos, y a esa novia que amó en su juventud y se ha convertido en ramera, y por qué no sirve a su Dios y a sus ideales en el estado civil?». Y Castellani da una explicación tan profunda y tan hermosa de por qué eso no se puede hacer, que para mí fue muy consoladora. Invito a los lectores de ReL a que lean esa carta.
-Aunque Castellani, sacerdote, sea el gran protagonista del libro, entre las decenas de autores «malditos» hay otros explícitamente católicos…
-De muchos ni siquiera se menciona que son católicos, porque en España ser católico ha sido hasta hace no mucho lo normal. Lo eran incluso escritores que el lector no pensaría hoy como católicos, véase Miguel Hernández o Federico García Lorca. Pero sí, algunos lo son de forma más específica. Como Margarita de Pedroso, cuya obra está impregnada de un sentimiento religioso no excesivamente marcado, pero con una visión cristiana en todo lo que escribe. Como Carolina Nabuco, cuyas últimas obras son abiertamente católicas, por ejemplo su biografía de Santa Catalina de Siena. Como Llucieta Canyá, feminista y escritora en catalán que hasta en su patria chica está olvidada, yo creo que por el hecho de ser católica. Como Concha Espina, que en tiempos de la Segunda República participó, con Pío Baroja o Manuel Machado, en la fundación de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética…
-¿Siendo católica y luego falangista? Tampoco Baroja ni Manuel Machado fueron comunistas…
-Todo lo que sucedía entonces en Rusia provocaba mucho interés. Pero Concha Espina, durante la guerra, estuvo secuestrada en su casa hasta la liberación del pueblo y escondió imágenes religiosas. Y por deseo propio cuando murió la vistieron con el hábito de la Virgen de los Dolores. La había confesado el padre Félix García, entonces conocido como ‘el sacerdote de los escritores‘: un agustino que, después de José María Pemán, fue quien más Terceras firmó en el ABC de aquella época.
‘El derecho a soñar’, trabajo que Prada considera «la obra de su vida».
-Toda la parte final de Raros como yo está dedicada a ‘raras’, escritoras catalanas a las que se acercó para preparar El derecho a soñar…
-Son coetáneas de la generación del 27, desarrollan su obra desde finales de los años 20 y 30. Tras la guerra civil toman caminos distintos: el exilio, el exilio interior o una adaptación natural. Son de la misma generación, nacida a principios del siglo XX, y muy interesantes.
-Casi todas radicalmente feministas, aunque hay una división muy marcada entre unas y otras respecto a esa cuestión…
-Tampoco tan marcada. El feminismo de aquella época tenía bastantes matices. Había un feminismo muy izquierdista que se atrevía a execrar la maternidad, pero también un feminismo izquierdista que reivindicaba de forma muy clara la maternidad.
-¿Es entonces un panorama más abierto de lo que parece?
-Sí, y con muchas zonas de transición. Opiniones para todos los gustos. Desde luego lo que no había era opiniones aberrantes como las que hoy hay. En aquel momento nadie defendía el aborto, nadie defendía el disparate trans. Pienso en Anna Murià, una autora de izquierdas, del mundo de Esquerra: las opiniones que vierte sobre el tema feminista hoy serían bastante condenadas por el feminismo oficial.
-¿Se refiere a su condena del adulterio?
-Y a que vivió una devoción absoluta hacia su hombre: se enamora de Agustí Bartra, escritor catalán, y toda su vida fue un monumento a él y a la obra de él.
-¿Por qué tanta diferencia entre aquellas feministas y el nihilismo actual?
-Había un sustrato antropológico que todavía no había sido destruido.
-Ese sustrato entonces intocable, ¿es la última frontera ante la que el escritor católico tiene que posicionarse?
-Eso por supuesto, pero no solo: el escritor católico no tiene que renunciar a ninguna parte de lo que es constitutivo de su visión del mundo. No tiene que ir con un programa de mínimos. Pero sí, claro, ese aspecto es muy importante porque es la última frontera.
-Esto nos entronca con lo que hablábamos al principio sobre los ‘profetas de calamidades’. ¿Serán siempre una ‘rara avis’ o se puede crear escuela de escritores díscolos?
-Cuando uno renuncia a ser profeta de calamidades, renuncia a ser profeta de esperanza, porque las calamidades que estamos padeciendo anticipan claramente el tiempo parusíaco, nos están hablando claramente del final de los tiempos. Y si no se habla de ellas -y es lo que, a mi modo de ver, desgraciadamente se ha hecho durante mucho tiempo- al católico se le está invitando a la deserción.
-¿Por qué?
-Porque son calamidades que solamente si se interpretan teológicamente se pueden soportar; solo sabiendo que después de ellas viene el triunfo. Si no, conducen al desaliento más absoluto. Por eso creo que el profeta de calamidades es el auténtico profeta de esperanza. Pretender no hablar de cosas tan evidentes es escapismo puro y duro y querer estar a bien con el mundo. Ahora bien, ser profeta de calamidades no quiere decir estar siempre enfadado o airado (mas allá de que la ira sea una forma de expresión plenamente legítima). También se puede tener sentido del humor o escribir de cosas que no sean calamidades; pero renunciar a hablar de eso es un error que el mundo católico está pagando.
-¿En qué sentido?
-En el sentido de que así el mundo católico no es plenamente consciente de lo que está sucediendo. Me gustaría recordar que Cristo fue profeta de calamidades (profetizó la destrucción del templo de Jerusalén, por ejemplo). Esas calamidades que profetizó Cristo son anticipación o metáfora del triunfo final de la segunda venida de Cristo. Profetizar calamidades es fundamental en estos momentos, porque ayudas a la gente a interpretar el mundo en el que viven y haces que la visión católica del mundo resulte más atractiva y clarividente.
-Uno de los autores que cita, de los pocos vivos que figuran en el volumen, ofrece esa interpretación también: Enrique Álvarez…
-A Enrique Álvarez lo hace muy interesante el hecho de que es un escritor católico pesimista, en la tradición de los grandes escritores franceses católicos, como Julien Green, o de la estadounidense Flannery O’Connor. Enrique Álvarez está en esa tradición. Resulta espinoso porque sus grandes obras (Garabandal, la risa de la Virgen, sobre las apariciones, y una más reciente, Marta, Marta, en alusión a la reconvención que le hace Cristo a la hermana activista de Lázaro, y que gira en torno a la figura de un obispo apóstata) son novelas en las que se retrata la descomposición del mundo católico. Novelas incómodas, donde la presencia del Mal y el análisis del mal en la sociedad es muy interesante. En ese sentido me parece un escritor único y muy valioso. Lo considero ‘raro’ de verdad en cuanto a la definición que yo doy de raro o de maldito en el libro.
-¡Disculpe! ¡Tenía que haber empezado preguntándole por eso…! ¿Qué entiende por raro o maldito?
-Es el escritor que se enfrenta a las convenciones de su tiempo o que, aunque en su día no se enfrentase, hoy en día esté totalmente enfrentado. Como Rafael García Serrano, de quien también hablo en el libro, que no se enfrentó a su tiempo pero hoy es radicalmente maldito.
-Una novela suya sí tuvo problemas con la censura…
–La fiel infantería. Hubo un obispo que montó en cólera porque tenía escenas escabrosas y un lenguaje sórdido. Rafael García Serrano era católico pero muy anticlerical.
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PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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