¿Cómo podría el hombre guardar silencio cuando el tiempo se renueva y el Señor muestra nuevamente Su misericordia? Al llegar la noche en que un año cierra sus puertas y otro se abre ante nosotros, toda la creación nos invita a alabar al Creador, a reconocer en Él la fuente de todo bien y el destino de toda esperanza. “Grande eres, Señor, y digno de toda alabanza; grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida,” dice San Agustín, recordándonos que alabar no es sólo un deber, sino la respuesta natural del alma que ha encontrado a Dios.
Alabar a Dios en el inicio de un nuevo año es mucho más que una tradición; es un acto profundamente humano y espiritual. Es reconocer que el tiempo está en Sus manos, que todo lo que somos y todo lo que esperamos depende de Su providencia. San Ireneo de Lyon afirma: “La gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es la visión de Dios.” Así, en cada acto de alabanza, especialmente al iniciar un nuevo ciclo, el alma se eleva hacia su destino eterno, dejando atrás sus temores y miserias para entrar en la luz de Su presencia. Alabar no es un gesto vacío, sino el eco de la verdad que habita en nuestro corazón: reconocer que en Él vivimos, nos movemos y existimos.
Cuando miramos atrás, las pruebas, las alegrías y las luchas de nuestra vida revelan Su fidelidad. Cada día que nos ha sostenido es testimonio de Su amor, incluso cuando no lo hemos percibido. San Bernardo afirma: “El alma agradecida jamás deja de alabar; quien ha gustado el amor de Dios encuentra en la alabanza su alimento cotidiano.” Por ello, alabar no es sólo gratitud por lo recibido, sino también una entrega confiada para lo que vendrá. En este umbral del año que inicia, la alabanza se convierte en nuestra respuesta más sincera y nuestro acto de mayor esperanza.
Toda la creación proclama la gloria de Dios. Como dice San Basilio el Grande: “El cielo proclama la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de Sus manos. Si la creación alaba, cuanto más el hombre, que es obra maestra de Su amor.” El sol que se alza al amanecer del nuevo año, las estrellas que titilan en la noche de Nochevieja, el viento que sopla suave o tempestuoso: todos son himnos vivos que proclaman la bondad del Señor. Pero el hombre, hecho a imagen de Dios, tiene un deber más alto. No basta con cantar; debemos vivir en alabanza, hacer de cada día, desde este primer amanecer del año, un himno continuo de amor y fidelidad.
No vivamos a medias. En esta Nochevieja y en el Año Nuevo que comienza, levantemos nuestras manos, nuestras voces y nuestras vidas hacia Dios. Que cada día de este 2025 sea una ofrenda, cada acto un sacrificio, y cada prueba un grito de victoria. “Cuando el alma canta, el demonio huye; cuando el alma confía, el cielo se abre”, nos enseña San Cipriano. No dejemos nada sin ofrecer, nada sin rendir. Que la alabanza sea nuestra fuerza en la lucha, nuestra bandera en el camino, nuestra lámpara en la oscuridad. Alabemos a Dios con todo lo que somos, proclamando junto con los ángeles: “Digno es el Señor de toda alabanza y gloria.”
Al final de nuestros días, que nuestra alabanza en este 2025 se convierta en una antorcha encendida que ilumine nuestra eternidad. Como exclama San Gregorio de Nisa: “Cuando alabamos a Dios, anticipamos la eternidad; nuestra voz terrenal se une a los cánticos angélicos, y nuestra esperanza se convierte en visión.”
“Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los ejércitos,” cantan los ángeles. Que este cántico sea también el nuestro, hoy, en este nuevo año que inicia, y por toda la eternidad.
OMO
PUBLICADO ANTES EN CATOLICIDAD
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