INTRODUCCIÓN: LA BELLEZA COMO REFLEJO DE DIOS
En la tradición católica, la belleza ha sido siempre un reflejo de la perfección divina, una manifestación tangible del orden, la bondad y el amor de Dios. Desde la creación, la belleza se nos presenta como una huella de lo divino, una puerta que invita al hombre a contemplar el misterio y la grandeza del Creador. Esta visión, enraizada profundamente en la enseñanza de los Padres de la Iglesia y de pensadores como Santo Tomás de Aquino, ha guiado a generaciones de educadores, artistas y teólogos, quienes han comprendido que la belleza no solo se encuentra en el arte, sino también en la formación del alma. El objetivo de la educación católica, por tanto, no es solo transmitir conocimientos, sino guiar el alma hacia la virtud a través de la belleza.
Sin embargo, en el mundo moderno, lo feo ha ganado una peligrosa prominencia, distorsionando la percepción de la realidad. Especialmente en los niños, cuyas almas son vulnerables y moldeables, esta distorsión es más peligrosa. A través de los productos de la cultura popular —juguetes, películas, música— lo grotesco, lo desordenado y lo vacío han reemplazado a la belleza clásica, arrancando de raíz la capacidad de los niños para discernir lo verdadero, lo bueno y lo bello.
Este artículo pretende rescatar la importancia de la belleza en la educación infantil, demostrando cómo la educación en la belleza es un camino indispensable hacia la virtud y la trascendencia. Nos apoyaremos en las enseñanzas de grandes pedagogos católicos, desde San Juan Bosco hasta Catherine L’Ecuyer, y en los principios de Santo Tomás de Aquino, quien comprendió que la belleza no es simplemente un adorno, sino una virtud formadora.
LA BELLEZA SEGÚN LA TRADICIÓN CATÓLICA: UNA REFLEXIÓN TOMISTA
Para Santo Tomás de Aquino, la belleza se define por tres características fundamentales: integridad (integritas), proporción o armonía (consonantia) y claridad (claritas). Estas cualidades no solo describen lo que hace bello a un objeto, sino que también representan el orden divino que rige el universo. Al contemplar la belleza, el hombre es llevado a una reflexión más profunda sobre la realidad y el orden divino que lo sostiene. Esta percepción es fundamental en la educación, ya que cuando un niño se expone a la belleza, está siendo introducido en el misterio de Dios, quien es la fuente de todo lo bello.
1. Integridad
La integridad hace referencia a la plenitud, a lo que está completo en sí mismo. En el contexto de la educación, esto significa que los niños deben ser presentados con imágenes, conceptos y objetos que no estén fragmentados o deformados. Los juguetes modernos, muchas veces caricaturescos o desproporcionados, atentan contra este principio, enseñando a los niños a aceptar lo incompleto como normal. Como observa Patricio Horacio Randle en su obra La pérdida del ideal clásico en la educación: “El hombre moderno, en su afán por lo práctico y lo inmediato, ha perdido de vista la integridad de lo humano, creando individuos fragmentados e incompletos”. Este deterioro también es evidente en la cultura infantil, donde se promueven modelos y personajes desprovistos de cualquier sentido de plenitud o equilibrio.
2. Proporción
La proporción es la armonía entre las partes de un todo. En la música clásica, por ejemplo, los niños pueden encontrar una perfecta proporción que refleja el orden del cosmos. Esta experiencia musical, tan elevada, es fundamental para formar en el niño un sentido del orden y de la belleza. Sin embargo, la música moderna para niños, con sus ritmos desordenados y letras banales, introduce en sus mentes una visión distorsionada de la realidad, desorientando su sensibilidad estética y moral. Es aquí donde vemos cómo la proporción, una característica esencial de la belleza, se ve distorsionada, afectando la formación del carácter del niño.
3. Claridad
La claridad o luminosidad es la cualidad por la cual algo bello se presenta de manera comprensible y accesible. En la educación infantil, la claridad debe reflejarse no solo en lo que se enseña, sino también en cómo se enseña. San Juan Bosco, uno de los más grandes pedagogos católicos, insistía en que la claridad moral y espiritual era fundamental para guiar a los niños hacia Dios. Decía: “La educación es cosa del corazón, y Dios es su dueño. Nosotros no podremos conseguir nada si Dios no nos da la llave de este corazón”. El educador, al igual que un artista que moldea una obra de arte, debe presentar la verdad y la belleza de manera clara, para que el alma del niño pueda ser atraída hacia ellas.
LA GLORIFICACIÓN DE LO FEO EN EL MUNDO MODERNO
Hoy en día, los niños están constantemente expuestos a una estética que glorifica lo feo. Desde los juguetes con formas grotescas hasta las películas animadas que presentan personajes deformados y escenarios caóticos, la cultura moderna promueve una visión del mundo desordenada y sin armonía. Como afirma Patricio Randle: “El hombre moderno ha desarrollado, con el más amplio alcance, esas dotes necesarias para producir lo que llamamos ciencia y técnica… Pero, ¿posee también las disposiciones necesarias para dominarlo todo de tal modo que surja una cultura auténtica?”
La exposición constante a estos elementos distorsiona la capacidad innata del niño para apreciar la belleza y, en consecuencia, su capacidad para reconocer el bien y la verdad. La belleza, en su esencia, está vinculada a la virtud, y al privar a los niños de ella, les estamos privando de una de las herramientas más importantes para su desarrollo moral. La educación de hoy, en lugar de formar hombres completos, está creando individuos fragmentados, incapaces de alcanzar una verdadera comprensión del bien común.
LA EDUCACIÓN EN LA BELLEZA COMO CAMINO HACIA LA VIRTUD
Educar en la belleza no es simplemente una cuestión estética; es una cuestión de formación moral y espiritual. San Juan Bosco entendió esto profundamente cuando fundó su sistema educativo basado en la razón, la religión y la amabilidad, donde la belleza de la creación y de la virtud ocupaban un lugar central. En sus palabras: “Es necesario que el niño aprenda a amar lo bueno y lo bello desde pequeño, para que cuando crezca pueda distinguir con claridad el mal y la fealdad en el mundo”.
Catherine L’Ecuyer, en su obra Educar en el Asombro, profundiza en cómo la belleza es una puerta hacia el asombro, y el asombro, a su vez, es el motor del aprendizaje. Cuando un niño se encuentra con algo bello —un paisaje, una pieza musical, una obra de arte—, su alma se abre a la grandeza del misterio, a la trascendencia de Dios. L’Ecuyer afirma que el asombro es una cualidad natural de los niños, pero que la cultura moderna, con su sobreestimulación y su enfoque en lo feo y lo rápido, está matando esa capacidad.
EL PAPEL FUNDAMENTAL DE LA FAMILIA EN LA EDUCACIÓN EN LA BELLEZA
La familia es el primer santuario de la belleza. Es en el hogar donde el niño aprende a contemplar lo bello no solo en la naturaleza que lo rodea, sino en la ternura del amor de sus padres, en la generosidad de un gesto, en la armonía que se respira en la vida familiar. Los padres son los primeros guías en esta educación del alma, aquellos que llevan a sus hijos de la mano a descubrir la belleza en lo sencillo y cotidiano: en una flor que se abre, en el canto de un ave, en la majestuosidad de un atardecer, en la sonrisa de un hermano.
Catherine L’Ecuyer nos recuerda que la educación en la belleza no es solo una búsqueda estética, sino una formación del corazón y de la mente del niño para que reconozca el orden y la armonía que reflejan a Dios. Enseñar a un niño a maravillarse no es solo una lección de estética, es una lección de amor. Al contemplar la belleza en la naturaleza y el arte, el niño aprende a reconocer a Dios en todo lo creado, y su alma, en ese acto, se eleva.
Los padres, como primeros educadores, tienen la responsabilidad de ofrecer a sus hijos un entorno lleno de belleza, tanto en lo físico como en lo espiritual. Desde la organización de un hogar limpio y ordenado hasta la selección de libros, música y arte que eleven el alma, cada detalle cuenta. La familia, entonces, se convierte en un santuario donde lo cotidiano se transforma en una revelación constante de lo divino. Educar en la belleza es, en este sentido, educar en la virtud, ya que lo bello orienta el alma hacia lo bueno y lo verdadero.
VALOR DE LA BELLEZA CONTRA EL UTILITARISMO
Uno de los grandes errores de la modernidad ha sido reducir el valor de las cosas a su utilidad práctica. Catherine L’Ecuyer destaca que la belleza tiene un valor en sí misma, no porque sea útil, sino porque toca el alma. En un mundo que valora lo material y lo inmediato, la educación en la belleza enseña a los niños a apreciar aquello que enriquece su alma, aun cuando no tenga un propósito utilitario. La belleza eleva el espíritu porque está conectada con lo que es verdadero y bueno, ofreciendo al niño una perspectiva más amplia de la vida, una que va más allá de la mera funcionalidad.
PROTECCIÓN ANTE LA BANALIZACIÓN DE LA BELLEZA
En una cultura donde lo bello es constantemente trivializado, es esencial enseñar a los niños a distinguir entre la belleza superficial y la auténtica. Catherine L’Ecuyer subraya que la belleza verdadera tiene una profundidad que transforma, mientras que la belleza reducida a un simple estímulo visual o superficial no tiene el poder de elevar el alma. La exposición a lo bello en el entorno cotidiano de los niños —ya sea en la naturaleza, el arte o la música— fomenta una sensibilidad que los protege de la banalización que promueven muchas formas de entretenimiento moderno.
LA BELLEZA Y LA VIRTUD: FORJANDO EL CARÁCTER A TRAVÉS DE LA EDUCACIÓN
Santo Tomás de Aquino veía la belleza como una virtud, no solo en el sentido estético, sino como una cualidad que forma el alma. La virtud de la templanza, por ejemplo, enseña a moderar los deseos, pero también a apreciar lo bello de manera adecuada, sin caer en el exceso o en la superficialidad. La formación en la belleza, entonces, es también una formación en la virtud. Al enseñar a los niños a encontrar gozo en la belleza y en el orden del alma, estamos formando seres humanos completos, capaces de discernir lo que es verdaderamente importante.
CONCLUSIÓN: LA PROMESA DE REDENCIÓN A TRAVÉS DE LA BELLEZA
Al educar en la belleza, no solo estamos formando la sensibilidad estética de los niños, sino también su capacidad para reconocer el bien y la verdad. Es un camino educativo que los prepara para una vida virtuosa y contemplativa, alejándolos de la superficialidad del mundo moderno. La verdadera educación católica debe ser una formación integral que abarque no solo la mente, sino también el corazón y el alma del niño. Solo así podremos formar a las nuevas generaciones para que sean capaces de resistir las deformaciones de la cultura contemporánea y buscar, en todo, la verdad, la bondad y la belleza que nos conducen a Dios.
OMO
BIBLIOGRAFÍA
1. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae.
2. San Juan Bosco, Memorias del Oratorio de San Francisco de Sales.
3. Catherine L’Ecuyer, Educar en el Asombro.
4. Patricio Horacio Randle, La pérdida del ideal clásico en la educación.
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