01/02/2025

LA BENDICIÓN DEL PADRE (RELATO)

Era una noche tibia en la casa de los abuelos, con el aroma del pan recién horneado y el leve crujir de la madera en el viejo piso de la sala. Sofía, una niña de diez años con cabellos oscuros y ojos brillantes, estaba sentada en el sofá con su abuelo Don Joaquín, un hombre de barba blanca y voz pausada, que disfrutaba contar historias a la luz de la lámpara.

—Abuelito, ¿me cuentas una historia antes de dormir? —preguntó Sofía, acomodándose en su regazo.

El abuelo sonrió y acarició su cabeza.

—Claro, pequeña. Pero antes dime, ¿ya le pediste la bendición a tu papá?

Sofía bajó la mirada y movió los pies inquieta.

—Mmm… no. A veces me olvido, abuelito. Mamá dice que igual Dios me cuida…

El abuelo frunció el ceño con ternura y, con un suspiro, le tomó la mano.

—Déjame contarte una historia, pero escucha bien, porque es sobre algo muy importante…

Sofía asintió con curiosidad.

El Secreto de la Bendición

Hace mucho tiempo, en la tierra de Canaán, vivía un anciano llamado Isaac. Tenía dos hijos, Esaú y Jacob. Un día, Isaac estaba muy viejo y quiso dar su bendición antes de morir. Ahora, la bendición de un padre no es solo palabras bonitas, Sofía, es como si el mismo Dios hablara a través de él. En la Biblia dice que Isaac puso sus manos sobre Jacob y le dijo:

“Que Dios te conceda el rocío del cielo y la fertilidad de la tierra, abundancia de trigo y mosto. Que los pueblos te sirvan y las naciones se inclinen ante ti…” (Génesis 27:28-29).

—¿Y funcionó, abuelito? —preguntó Sofía con los ojos muy abiertos.

El abuelo asintió.

—Por supuesto, hija. Esa bendición acompañó a Jacob toda su vida, y sus descendientes fueron el pueblo elegido por Dios. Pero esto no es solo historia antigua. En nuestra fe, cuando un padre bendice a su hijo, es Dios mismo quien extiende Su mano. Santo Tomás de Aquino decía que la paternidad terrenal es un reflejo de la Paternidad de Dios (Summa Theologiae II-II, q.102, a.1).

Sofía frunció el ceño.

—¿Entonces… es como si Dios hablara a través de papá?

El abuelo sonrió y tocó la punta de su nariz.

—Exactamente. Es un gran misterio, pero así lo quiso Dios. ¿Recuerdas lo que dice la Biblia? “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se prolonguen en la tierra” (Éxodo 20:12). No es solo una sugerencia, es una promesa.

—¿Y si no lo hago?

El abuelo suspiró.

—La Escritura también dice que la bendición del padre afianza la casa de los hijos, pero la maldición de la madre arranca los cimientos (Eclesiástico 3:8-11). Cuando un hijo desprecia la bendición de su padre, es como si cerrara la puerta a un regalo del Cielo.

Sofía miró sus manos con seriedad.

—Pero abuelito, a veces me da pena pedirle la bendición a papá… ¿y si le da igual?

El abuelo negó con la cabeza.

—No lo creas, pequeña. El corazón de un padre se llena de amor cuando su hijo le pide la bendición. ¿Recuerdas cuando Jesús era niño y vivía con la Virgen María y San José? Dice la Biblia que “les estaba sujeto” (Lucas 2:51), es decir, obedecía y honraba a sus padres. Y si el mismo Hijo de Dios hizo esto, ¿cuánto más deberíamos hacerlo nosotros?

Sofía se quedó en silencio, pensativa.

—Entonces… si papá me bendice, ¿Dios me protege más?

El abuelo asintió con una gran sonrisa.

—Claro que sí. Mira lo que dijo San Juan Crisóstomo: “Los hijos que desprecian la bendición de sus padres son semejantes a aquellos que rechazan la bendición de Dios” (Homilía sobre Efesios 20). Cuando tu papá pone su mano sobre tu cabeza y dice ‘Dios te bendiga, hija’, es como si Dios mismo te abrazara y te cubriera con su manto.

Sofía sintió un nudo en la garganta. Pensó en todas las veces que se había acostado sin pedir la bendición.

—Abuelito… creo que voy a ir a pedirle la bendición a papá.

El anciano le dio un beso en la frente.

—Eso es lo que quería oír, pequeña. Ve con confianza, porque al recibir su bendición, recibirás también la de Dios.

Sofía corrió por el pasillo y encontró a su papá leyendo en la sala. Se detuvo frente a él, de pie, nerviosa.

—Papá… ¿me das tu bendición?

El hombre alzó la mirada sorprendido y luego sonrió. Se levantó, puso su mano sobre la cabeza de su hija y, con voz firme, dijo:

—El Señor te bendiga y te guarde.

—El Señor te proteja y te defienda.

—Muestre su hermoso rostro y tenga piedad de ti.

—El Señor te bendiga y te dé la paz.

Sofía sintió un calorcito en el pecho, como si una luz invisible la envolviera. Cerró los ojos y, por primera vez, entendió el poder de aquellas palabras.

Desde aquella noche, nunca volvió a dormirse sin la bendición de su padre.

Y Dios la acompañó todos los días de su vida.

OMO

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