Narran las sagradas escrituras que, en Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, quienes comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les movía a expresarse. Ante este prodigio, unas tres mil almas recibieron la palabra, se bautizaron y se convirtieron y, cada día, el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos (He 2).
Sin embargo, al tiempo que las conversiones aumentaban, las persecuciones a los primeros cristianos también se intensificaron, pues, como advirtiese Cristo: “No es el siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15,20). Entre quienes «con gran furia» perseguían a la Iglesia de Dios y la devastaban, aventajando en el celo por el judaísmo a muchos de los coetáneos de su nación, mostrándose extremadamente celadores «de las tradiciones paternas” (cf. Gál 1,13-14), destaca Saulo de Tarso. Este, que se encontraba en Jerusalén para formarse como doctor de la ley en la escuela de Gamaliel, presenció el martirio de San Esteban (quien muere confiando su vida a Dios y perdonando a sus verdugos). Poco después Saulo, acompañado de algunos servidores, parte de Jerusalén a Damasco, con papeles de los sumos sacerdotes que lo habilitaban para apresar a todos los seguidores de Cristo que encontrase. Sin embargo, Dios tenía otros planes…
«Estando ya cerca de Damasco, de repente se vio rodeado de una luz del cielo; y cayendo a tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Saulo contestó: ‘¿Quién sois, Señor?’ Y Él: ‘Yo soy Jesús, a quien tú persigues’. Saulo: ‘¿Qué queréis que haga?’ Él respondió: ‘Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer’. Los hombres que le acompañaban estaban de pie atónitos oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Saulo se levantó del suelo, y con los ojos abiertos nada veía. Lleváronle de la mano y le introdujeron en Damasco, donde estuvo tres días sin ver y sin comer ni beber» (He 9, 3-9). Pues la presencia del Resucitado y su dulce reproche lograron en un instante derrumbar la soberbia del fariseo, quien, para poder ver, tuvo antes que ser cegado.
Como afirma San Agustín: “Primero había de ser postrado en tierra, para ser luego levantado; primero herido, luego sanado. Pues Cristo no viviría en él si antes no moría su mala vida anterior” (Sermón 279).
“Entonces Ananías, hombre de sólida virtud y temeroso de Dios, instruido por el Señor de que Saulo había sido elegido por Cristo para que llevase su nombre ante las naciones, se acercó a Saulo e, imponiéndole las manos, le dijo que el Señor lo había enviado para que recobrara la vista y fuera lleno del Espíritu Santo. Al instante cayeron de sus ojos como escamas y recobró la vista y levantándose fue bautizado” (He 9,15-18). San Agustín dice al respecto: “Ciertamente, perdió la vista; para que en su corazón resplandeciese la luz interior, se le privó temporalmente de la exterior; se le quitó al perseguidor para serle devuelta al predicador. Y durante el tiempo en que no veía nada, veía a Jesús. De esta forma, hasta en su misma ceguera tomaba forma el misterio de los creyentes, puesto que quien cree en Cristo es a Él a quien debe mirar, considerando las demás cosas como no existentes; para que la criatura aparezca como vil y el creador se muestre dulce al corazón” (San Agustín, ibid.).
El fariseo Saulo se transforma en el apóstol Pablo (pequeño): “Porque yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios” (1 Cor 15, 9). Así, por la gracia de Dios, el que odiaba, ama; el que mandaba, obedece; el que atacaba, defiende y proclama a Quien buscaba destruir. El cruel perseguidor de Cristo es vencido por Él, convirtiéndose en su devoto seguidor.
Como dice un autor: “La palabra de Pablo brotaba cual despeñado torrente de amor divino, anegando en oleadas purísimas el corazón de los hombres; recorrerá animoso, decidido, valiente, todos los pueblos de la tierra y en torno suyo se congregarán las razas más opuestas, unidas por el lazo de un mismo ideal. Será rayo que incendie, huracán que tronche y alud que aplaste; el judaísmo, el gentilismo, el filosofismo, serán ante Pablo como nubes deshechas, desgarradas por las ardientes saetas que dispara un sol” (El santo de cada día, Edelvives, 1946).
Pablo se dedicó a predicar evangelio: como afirmase, “no lo recibí o aprendí de los hombres, sino por revelación de Jesucristo” (Gal 1, 12-13). Él mismo narra sus muchos trabajos, prisiones, sufrimientos y frecuentes peligros de muerte: “Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado, tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé en los abismos del mar; muchas veces en viaje me vi en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de mi propia nación, peligros de los gentiles, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre los falsos hermanos, trabajos y miserias, en prolongadas vigilias, en hambre y sed, en ayunos frecuentes, en frío y en desnudez” (2 Cor 11, 24-27). Sin embargo, él mismo afirma: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 12-13).
Pablo, el apóstol de los gentiles, recibió directamente de Cristo resucitado la misión de anunciar el Evangelio a todas las naciones y, a pesar de enfrentarse a un mundo que, como el nuestro, perseguía con gran saña a Cristo, no dudó en cumplir su mandato a pesar de saber todo lo sufriría; pues la gracia divina logra transformarlo de manera radical e inmediata: “Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me confirió no ha sido estéril» (1 Cor 15, 10).
De ahí que la conversión de San Pablo sea la única que la Iglesia celebra con una fiesta particular, el 25 de enero.
En nuestro mundo se promueve el error y el pecado al tiempo que se aborrece y persigue la sana doctrina. Por ello, pidamos a Nuestro Señor Jesucristo que derribe nuestras debilidades, doblegue nuestra vanidad y derrumbe nuestro orgullo para que seamos, con Su gracia, capaces de ver la Luz y amar la Verdad. Y así, parafraseando a San Pablo, despojados del hombre viejo, renovados en el espíritu y revestidos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas, vivamos firmes e inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor, teniendo presente que nuestro trabajo no es vano en el Señor (cf. Ef 4, 22-24 y 1 Cor 15, 58).
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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