Sor Lucia de Fátima, en una carta al cardenal Carlo Caffarra, escribió que «la batalla final entre el Señor y el reino de Satanás será acerca del matrimonio y de la familia». Esa batalla, que en opinión de muchos está sucediendo ya ante nuestros ojos, exige a los defensores del matrimonio y de la familia una formación espiritual acorde a la magnitud del empeño.
Entre las obras que sirven a ese propósito figura El matrimonio, la gran invención divina (Cristiandad), del sacerdote y teólogo José Fernández Castiella, quien formula, desde una antropología del amor humano, una espiritualidad conyugal sólidamente fundamentada sobre la Eucaristía.
-¿Cómo surge la idea de plasmar esta teología de la espiritualidad conyugal?
-El libro es fruto de una doble fascinación. La primera, la que me han producido más de diez años de estudio de antropología filosófica desde la pregunta «¿Quién soy yo?».
»Una de mis conclusiones es que el matrimonio es una cuestión de identidad personal. Por eso es la vocación por antonomasia. La plenitud a la que aspira la persona se sintetiza en poder decir «Yo soy nosotros».
»La segunda, cómo la teología sobre el matrimonio, o sea, el hecho de que sea un sacramento y que la eucaristía sea paradigma de la alianza matrimonial, proyecta esa vocación de todo hombre y mujer hacia la belleza más alta que somos capaces de soñar.
»El sacramento del matrimonio tiene forma eucarística y el amor entre los cónyuges hace sacramentalmente presente el amor de Dios. Son una auténtica Iglesia doméstica.
José Fernández Castiella, ordenado sacerdote en 2005, es doctor en Teología Moral además de economista, y actualmente trabaja como profesor de Antropología Filosófica en la Universidad Villanueva, de la que es capellán.
-¿Ha escrito para teólogos, sacerdotes, cónyuges, novios…?
-El libro va dirigido a quien lo quiera leer. Creo que la parte filosófica se puede compartir con creyentes y no creyentes. La parte teológica la disfrutarán los cristianos que se atrevan a aspirar a vivir con esperanza un matrimonio que aspire a la santidad. Pienso que aporta argumentos para una espiritualidad vivida juntos, en pareja.
»No puedo negar que mi experiencia pastoral dirige mi atención a novios y matrimonios jóvenes, pero me ha dado mucha alegría recibir feedback positivo de matrimonios con decenas de años casados. Han encontrado luces también para ellos.
-¿Tienen los católicos una idea clara sobre el matrimonio?
-Pienso que, históricamente, la Iglesia ha reflexionado sobre el matrimonio desde el punto de vista jurídico y dogmático. En el siglo XX recibimos la inestimable aportación de Juan Pablo II con su Teología del Cuerpo y la de otros autores que parten del punto de vista de los cónyuges. Falta todavía un desarrollo mejor sobre esta antropología y sobre el hecho de que los cónyuges son ministros del sacramento, no solo el día de su boda, sino siempre.
José Fernández Castiella, ‘El matrimonio, la gran intervención divina. Teología para una espiritualidad conyugal’.
-¿Qué lugar ocupa el matrimonio en el plan de Dios para la humanidad?
-El libro del Génesis cuenta que Dios creó al hombre varón y mujer. Es lógico interpretar en esta dualidad la imagen de Dios, que también es plural: Padre, Hijo y Espíritu Santo. O sea, familia.
»Además, toda la historia de la salvación narrada en el Antiguo Testamento ha de entenderse desde la alianza que Dios estableció con los hombres a través de Moisés y que dio lugar a una relación de tipo esponsal entre Él y el pueblo elegido. Los profetas equiparaban la idolatría a la infidelidad matrimonial.
»La Alianza alcanza su plenitud cuando Cristo, que se había llamado a sí mismo el Esposo, instituye la eucaristía como nueva y eterna alianza.
-En el título utiliza la palabra «invención»…
-Hablo del matrimonio como «invención» divina en el sentido etimológico de la palabra. Viene del latín invenire y es un descubrimiento, un hallazgo. Como si Dios Creador hubiera encontrado en la conyugalidad el mejor signo de su imagen en el hombre y después la vía mejor para obrar la redención y sanar el pecado de la humanidad desde la raíz, a través de la esponsalidad en la Eucaristía.
-¿Qué aporta el sacramento a la conyugalidad natural?
-Cuando Jesús elevó el matrimonio a la categoría de sacramento, hizo de la unión conyugal un templo. Es decir, los cónyuges son ministros del sacramento y pronuncian su la promesa de fidelidad -«amarte y respetarte todos los días de mi vida»- el día de su boda.
-Y eso ¿cómo se nota en el día a día?
-Cada vez que en su vida cotidiana actualizan la promesa mediante la fidelidad, están realizando un acto de culto: Dios se hace presente en su mero quererse. Incluso se puede pensar que, de la misma manera que no es necesario un pan perfecto para hacer presente a Cristo en la eucaristía -basta que sea verdadero pan sin levadura-, tampoco es necesaria una fidelidad perfecta para que Dios se haga presente en el amor de los esposos. Basta que sean fieles (aunque haya discusiones y conflictos entre ellos).
»Dios se hace presente, no en virtud de la fidelidad sino por su propio compromiso de hacer de la fidelidad un templo, un lugar de su presencia. Ciertamente, los esposos pueden malograr los efectos de esa presencia, pero el hecho sacramental no es gracias a ellos, sino por un compromiso de Dios.
-Hoy se insiste mucho, para defender el matrimonio, en que el amor es más una decisión -la voluntad de amar- que un sentimiento. ¿Es un exceso de voluntarismo?
-Desde luego, si la decisión se tomase a cuenta de una tercera persona o sin implicar todas las dimensiones del hombre o de la mujer, sería un voluntarismo atroz y cruel. En el mejor de los casos, ese matrimonio no pasaría de ser un mero contrato. Sin embargo, la decisión de la voluntad nace de un deseo previo de plenitud, el deseo erótico, que da lugar al enamoramiento con todas su emociones y afectos, y saca al sujeto de su comodidad en busca de una compañía que sea además alguien por quien vivir y a quien cuidar.
»Entonces el compromiso que nace de esa decisión voluntaria es la expresión más genuina de la libertad, entendida como la capacidad de dar sentido a toda la vida. Es hacerse protagonista de la propia existencia y orientarla hacia un destino. La voluntad implica a la inteligencia y a los afectos, por supuesto. El sentimiento del amor viene después, como una gozosa constatación existencial de que, efectivamente, la fidelidad vale la pena. Así que no hay voluntarismo en esa decisión porque integra todas las dimensiones personales. No es un contrato sino una alianza.
Una entrevista de Álvaro de Juana a José Fernández Castiella sobre ‘El matrimonio, la gran invención divina‘.
-Se acusa a la Iglesia de rechazar el sexo por circunscribirlo al ámbito matrimonial. ¿Es justa esta apreciación?
-El sexo no es algo que se circunscriba a un ámbito, como tampoco es un recurso del que dispongo para usarlo según mi capricho. Los gestos sexuales son, como todos los gestos, la expresión visible de una realidad invisible. Así, la sonrisa es el gesto de la alegría; el llanto, el de la tristeza. La belleza y pertinencia de los gestos sexuales acontece cuando lo que expresan esos gestos son la verdad de la relación entre las dos personas. En ese sentido, me gusta compararlos a los cuadros de Sorolla: son luminosos y narrativos.
»Como explica el profesor Higinio Marín, la caricia es un gesto de presencia; el abrazo es la expresión de dos personas frágiles que se mantienen en pie por estar abrazados; el beso en la boca es el gesto del mutuo alimentarse de la presencia del otro y el acto sexual es todo lo anterior. Acontece en una intimidad en desnudez (que es la propia vulnerabilidad interior expuesta para ser acariciada, abrazada y besada), en busca de la unidad corporal que sintetiza la unión de dos biografías en un proyecto de plenitud en plural -«yo soy nosotros»- con la potencialidad de cobrar vida propia, inseparable y con una libertad nueva, en el hijo.
»Cuando estos gestos cuentan la verdad, entonces son bellos y tienen la capacidad de saciar el deseo sexual, que lo es de compañía, más que la mera pulsión (que también existe en el hombre, como en todos los mamíferos) de placer.
»Es verdad que esta reflexión no ha llegado hasta que autores como Juan Pablo II, Dietrich von Hildebrand o Higinio Marín las han sabido explicar y por eso la moral sexual ha parecido más una imposición que la explicitación de una verdad. Sin embargo, cuando se conoce el sentido de estos gestos, la moral sexual católica hace justicia a estas verdades hermosísimas y profundas sobre el hombre y su plenitud personal.
-¿Cómo convencer a las sociedades post-cristianas de que los hijos son un bien del matrimonio, y no un mal evitable?
-Este tema es muy amplio y tiene muchos matices históricos y culturales. Daré solo una pincelada desde la antropología filosófica sobre la perspectiva desde la que creo que se debe mirar al hijo. Cuando la relación personal entre un hombre y una mujer aspira a la plenitud en el amor que busca el propio deseo, el hijo es el bien más deseable porque encarna el amor y la comunión de ambos, lo perpetúa en el tiempo y le da una nueva libertad y orientación. Son los hijos los que les hacen padres, y no al revés.
»En este sentido, no es un fruto al que ellos tengan derecho sino un fruto de su amor que no se puede reivindicar, sino solo agradecer.
-Démosle la vuelta al argumento: esta guerra contra la concepción, ¿está dañando al propio matrimonio mismo con divorcios, fracasos, etc.?
-Esta pregunta, como la anterior, necesitaría un libro entero para responderla. Además, no conozco estudios psicológicos o sociológicos al respecto. Desde mi perspectiva antropológica de la identidad personal, desvincular el sexo de la concepción supone introducir una salvedad al gesto que lo convierte en un amago, cuando no en una mentira.
-¿Podría explicar esto?
-Las relaciones íntimas no acontecen por la unión de los cuerpos, sino por la unión de las vidas. La desnudez es la comunicación -muchas horas de conversación- de las propias fragilidades, que se ponen bajo la custodia del otro, que actúa como «cómplice» de la existencia vulnerable. Esa mutua desnudez se expresa en el cuerpo y requiere totalidad en el cuidado. La unión de los cuerpos la gestualiza y tiene toda la belleza de contar la verdad más íntima y genuina de los cónyuges. Cuando en esa unión de cuerpos se excluye la paternidad y la maternidad queda como una sonrisa que no expresa alegría. Esa carencia hace que el relato sobre la unión biográfica de los cónyuges no pueda percibirse como la compañía existencial profunda a que se orienta el deseo sexual.
-Por último, una cuestión relacionada: ¿por qué esa unión tan indisoluble (aunque no sea esencial) entre el sacerdocio y el celibato, salvo en las Iglesias orientales o en los ordinariatos para ex anglicanos?
-No soy experto en esa materia, que requiere una perspectiva amplia, conocimiento histórico de las tradiciones orientales y un discurso matizado y libre de prejuicios. Lo que puedo decir es que, aunque efectivamente el celibato no es esencial al sacerdocio, le es muy conveniente, como muestra precisamente su exigencia en la Iglesia romana y su prohibición, después de la ordenación, en las orientales. Me faltan los argumentos teológicos para explicar el porqué, pero pienso que la Iglesia hace muy bien en mantener una tradición más que milenaria en las iglesias orientales que permiten acceder al sacerdocio a hombres casados.
»Mi opinión sobre el celibato sacerdotal es que es una opción sexual que, si bien suspende la genitalidad, no renuncia a la búsqueda de una compañía que saque al sacerdote de su soledad existencial. Entender esto me parece crucial porque el celibato no es soledad, sino compañía verdadera, íntima y muy intensa. Da cumplimiento al deseo sexual, hasta el punto que la eucaristía es paradigma para el propio matrimonio. En ella acontece la presencia más intensa posible, la de Cristo en el pan.
-¿Y en qué se traduce esto para la vida sacerdotal?
–La unión que se alcanza en la comunión es la más fuerte, aquella que anhelan los cónyuges en sus relaciones íntimas y que no alcanzan. La promesa de Cristo de estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo tiene la forma de un consentimiento matrimonial y se cumple en su presencia en la eucaristía. La relación del sacerdote con la misa, que la celebra in persona Christi, es un argumento de conveniencia para un celibato vivido con enamoramiento y que configura la vida del sacerdote como eucarística, es decir, pan que sirve de alimento para otros y abierto a la paternidad espiritual, tan propia del sacerdocio. En este sentido, el sacerdote encuentra buena referencia en los matrimonios para vivir su celibato. En definitiva, matrimonio y celibato se reclaman mutuamente.
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