Hemeroteca Laus DEo01/08/2022 @ 02:51
Cada año todos los Fieles Católicos que visiten una iglesia franciscana en cualquier lugar del mundo desde el mediodía de hoy, 1 de Agosto, y todo el 2 de Agosto, podrán obtener la llamada indulgencia plenaria de la Porciúncula.
Este don requiere además las condiciones habituales para ganar una Indulgencia Plenaria:
-Visita a una iglesia o capilla de la Orden Franciscana
-Confesión sacramental (hacer una buena y dolorosa confesión, a no ser que la persona que quiera ganarla se confiese cada ocho o quince días, pero todos deben estar arrepentidos, en el acto de ganar la indulgencia, de todos sus pecados, hasta de los veniales. Puede hacerse ocho días antes o dentro de los siete días siguientes.
-Comunión Sacramental, entre el 1 y el 2 de Agosto; al igual que la Confesión, si la persona es habitual a recibir la Sagrada Comunión, le vale entre los 7 días anteriores o posteriores.
-Rezar al menos un Padrenuestro, Avemaría y Gloria por la Restauración del Papado.
NOTA IMPORTANTE:
Todas aquellas piadosas almas que han hecho el llamado Voto de Esclavitud Mariana o bien el Voto de Ánimas, igualmente pueden ofrecer y aplicar esta Indulgencia Plenaria por el alma de un difunto en particular.
la Indulgencia de la Porciúncula
Una de las cosas que más afligían al Padre San francisco durante su vida en este mundo, la constituían las ofensas que se hacían a Dios con tantos pecados y la perdición eterna de tantas almas que los cometían. Una noche de 1216, en que más abundaba en estos sentimientos, se le apareció un Ángel de parte de Dios, dándole orden para que fuese a la pequeña iglesia (porziuncola chiesa) que él había reparado en honra de la Reina de los Ángeles.
Al llegar allí, entre vivísimos resplandores de gloria y majestad y multitud de ángeles y serafines que llenaban el templo, vio a Nuestro Señor Jesucristo, vivo y gloriosísimo, y a su divina Madre la Dulcísima Virgen María. Extático y fuera de sí San Francisco cayó en tierra y, así postrado, oyó la voz de Jesús que le decía:
“Pues tantas son tus lágrimas y afanes por la salvación de las almas, pídeme, Francisco, lo que quieras”.
Replicó Francisco:
“¡Señor y Dios Altísimo!, yo, miserable pecador, os suplico, por intercesión de vuestra Santísima Madre, que concedáis la gracia de que todos los que vengan confesados a esta iglesia alcancen perdón e indulgencia de todos sus pecados y queden en vuestra Presencia lo mismo que quedaron después de recibir el Santo Bautismo”.
Respondió la voz divina:
“Mucho pides, Francisco, pero por ruegos de Mi Madre, a quien has puesto por intercesora, te concedo esa gracia. Acude a Mi Vicario en la tierra para que te la confirme”.
Francisco se presentó al Papa, que lo era entonces Honorio III, y, con sencillez y humildad, le dijo: “Santísimo Padre, vengo a solicitar una indulgencia plenísima para todos los pecadores que, habiéndose confesado, vengan a visitar la iglesia que yo he reparado”. Díjole el Papa: “No es costumbre conceder una indulgencia tan grande a tan poca cosa; pero, dime –añadió–, ¿cuántos años quieres que dure esta gracia?”. Replicó San Francisco: “Padre Santo, yo no pido años sino almas, y no soy yo, sino mi Señor Jesucristo quien lo quiere”. Al oír esto el Papa Honorio se sintió interiormente movido por Dios y dijo por tres veces: “Me place, me place, me place conceder esta gracia”.
Faltaba determinar el día en que se había de ganar este jubileo tan extraordinario, y vencer las dificultades que ponían los cardenales diciendo que esta indulgencia y jubileo, sin ninguna carga de ayunos, limosnas ni otras obras determinadas, menoscabaría los de Roma, Jerusalén, Santiago y otros que suele conceder la Iglesia.
San Francisco continuaba rogando a Dios y haciendo penitencia; hasta llegó a arrojarse desnudo, en el rigor del invierno, en un espinoso zarzal, ensangrentándose todo su cuerpo. Al instante el zarzal se vistió de verdor y brotó frescas y fragantes rosas, unas blancas y otras encarnadas. Además, una luz inefable sobre la engalanada zarza y multitud de ángeles convidaban a San Francisco con melodiosos cánticos para que fuese otra vez a la iglesia de la Porciúncula. San francisco cogió del florido zarzal doce rosas blancas y doce encarnadas, todas muy hermosas, pasó con ellas la senda deslumbradora del monte, que todo parecía arder sin consumirse, entró en la iglesia y, delante de Jesucristo y de la divina Madre, que le aguardaban como la vez primera, cayó de rodillas y fijó su pensamiento en la indulgencia, oyendo estas palabras: “Por los ruegos de Mi Madre te concedí, Francisco, la gran Indulgencia, y para ganarla, sea el día en que Mi Apóstol Pedro, encarcelado por Herodes, se libró milagrosamente de las cadenas. Llévale a Mi Vicario esas rosas que has tomado de la zarza, en testimonio de lo que has visto y oído. Yo moveré su corazón y cumpliré tu deseo”.
San Francisco fue a Roma, llevando las rosas consigo y acompañado de cuatro compañeros que habían sido testigos de la visión, y obtuvo la confirmación de la indulgencia para el 1º de Agosto, desde las vísperas de ese día hasta la puesta del sol del siguiente 2 de Agosto, según el mismo Jesucristo Nuestro Señor se lo había concedido.
Muchos milagros se obraron después, a favor de la autenticidad de esta indulgencia, entre otros el haber manifestado el Señor cuán hermosas salían de los templos franciscanos las almas que habían entrado manchadas, y cuántas salían muy gloriosas del Purgatorio por las visitas que por ellas se hacían.
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