Con su afirmación de que “las reglas eclesiásticas deben interpretarse a la luz de la Constitución”, Ana Redondo, ministra de Igualdad y profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Valladolid, retrotrae las relaciones Iglesia-Estado a épocas arcaicas, superadas desde hace siglos.
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Constantino el Grande no solo otorgó libertad de culto al cristianismo, sino que también se erigió en su defensor y organizador. Su “injerencia” en los asuntos internos de la Iglesia culminó en la convocatoria del Concilio de Nicea en 325, el primer concilio ecuménico, que promulgó el credo niceno, luego ampliado en el “símbolo niceno-constantinopolitano”, pilar dogmático de la fe cristiana y base del Credo actual.
De la actuación de este emperador romano († 337) se deriva el término “cesaropapismo”, que designa la unificación del poder temporal y espiritual -resumido en el binomio “trono” y “altar”- en la figura del emperador. En las “altas culturas”, esta característica se evidencia por ejemplo en la denominación “Hijo de Dios” para el faraón egipcio o en la “divinización” del emperador romano. La titulación oficial del emperador Augusto era Divus Augustus Divi filius [Divino Augusto, hijo de Dios], después de que, el 1 de enero de 42 a.C., el Senado reconociera póstumamente a Julio César como una divinidad del estado romano: Divus Iulius.
La unión entre poder temporal y espiritual fue igualmente fundamental en la “renovación” del Imperio Romano por Carlomagno, tras su coronación en Navidad de 800, y, sobre todo, en la segunda renovación o “translatio” con la dinastía otónica o de Sajonia. Ante la cuestión de quién es el representante de Cristo en la tierra, el Papa o el emperador, Otón I respondió categóricamente: el emperador, relegando al Papa al puesto de su “capellán”. Esto se evidenciaba en que la consagración del emperador se entendía como parte del sacramento del Orden.
Iconográficamente, se manifestaba en representaciones donde la coronación de Otón III que había hecho el Papa Gregorio V se mostraba como directamente proveniente de Dios, con los nobles y obispos situados un escalón por debajo del emperador.
La coronación del emperador Otón III, directamente por la mano de Dios, en una ilustración de un Evangeliario de Aquisgrán de finales del siglo IX. Los cuatro evangelistas sostienen el mantón blanco y por debajo del emperador hay dos príncipes y debajo de ellos dos obispos y dos guerreros. Fuente: Wikipedia.
La unión entre trono y altar implicaba asimismo que el emperador se considerase responsable de la salvación de sus súbditos. Ana Redondo parece aspirar a devolver al Estado este papel, pretendiendo que sea “la Constitución” o el Tribunal Constitucional el que decida quién tiene acceso a los medios de salvación, como el sacramento de la Eucaristía.
Sin embargo, la fusión de los ámbitos secular y espiritual en manos del poder temporal tuvo una duración efímera, finalizando con la denominada “querella de las investiduras”. Superficialmente, este conflicto buscaba dilucidar si el emperador o el Papa era el responsable del nombramiento de los obispos, incluyendo la “investidura” con poder temporal. En definitiva, sin embargo, la cuestión se centraba en quién asumía el rango de Vicario de Cristo, reclamado por los otones. La querella culminó con la “peregrinación a Canossa” del rey romano-germano Enrique IV en diciembre de 1076 y enero de 1077 al Papa Gregorio VII. Desde entonces, sólo el Papa es reconocido como el representante de Dios en la tierra. Como sucesor de Pedro, sólo él posee la autoridad divina para atar y desatar; el emperador ya no era una persona consagrada, sino un laico como cualquier otro creyente.
El antiguo juez del Tribunal Constitucional Alemán, Ernst-Wolfgang Böckenförde (1930-2019), reflexionó sobre este cambio: “La revolución que tuvo lugar aquí significó algo más que la desacralización del emperador. El orden político como tal fue liberado de la esfera sagrada y sacramental (…): la querella de las investiduras constituyó la política como una esfera separada y autónoma; ya no requería una justificación espiritual, sino secular; es decir, de derecho natural”.
A lo largo de los siglos, esta separación “teórica” de las esferas secular y espiritual experimentó algunos retrocesos, no sólo porque el emperador Federico I Barbarroja (1122-1190) adoptó una serie de medidas para “sacralizar” el Imperio, como añadir el calificativo “Sacro” al “Imperio Romano-Germánico”, sino también, por ejemplo, con el principio de los príncipes alemanes en la Reforma, “cuius regio eius religio” [“la religión del soberano se aplica al pueblo”], o con el nombramiento del rey inglés como cabeza de la Iglesia anglicana, por no citar las teocracias en otros ámbitos culturales; pero la distinción entre los ámbitos secular y espiritual que se inicia en Canossa es uno de los pilares de la civilización occidental.
Resulta preocupante que en pleno siglo XXI una ministra de un país occidental considere que el poder temporal pueda entrometerse en el poder espiritual y determinar las condiciones para dispensar los sacramentos. Este pensamiento, que supone una ruptura con los principios de la civilización occidental, sólo puede calificarse como “medieval”, o más precisamente, “alto-medieval”.
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