Hemeroteca Laus DEo10/09/2022 @ 01:51
Si hoy nos pusiéramos a analizar la vida interna de las naciones, notamos un estado de agitación, de desorden, de disolución, de apetitos y ambiciones desatados, de subversión de todos los valores, que nos encaminan hacia el caos.
Ningún estadista contemporáneo supo presentar un remedio que corte el paso a este proceso mórbido universal.
Lo hizo, sin embargo, Nuestra Señora en Fátima, abriendo los ojos de la humanidad para la gravedad de esta situación y señalando los medios necesarios a fin de evitar la catástrofe. En Fátima, la Madre de Dios analiza la propia historia de nuestra época y, más que ello, su futuro.
Si es verdad que el gran San Agustín anunció la caída del Imperio Romano de Occidente, San Vicente Ferrer previó el ocaso de la Edad Media y San Luis Grignion de Montfort profetizó la Revolución Francesa de 1789, a nuestro siglo le tocó la mejor parte: en la inminencia del desenlace de la crisis universal, la Santísima Virgen en persona vino a hablar a los hombres.
Y Ella, al mismo tiempo, explica las raíces de la crisis, señala el remedio y profetiza la catástrofe, en caso que los hombres no la escuchen.
En 1917, la Santísima Virgen se apareció a tres pastorcitos en Fátima (en la Cova da Iría, Portugal) anunciando al mundo entero los terribles dramas y los castigos que habrían de flagelarlo si éste, contrito y humillado, no se volviese hacia Ella en un movimiento sincero de regeneración de alma.
Precisamente el día 17 de Julio de 1972, ocurría en Nueva Orleans (EE. UU.) el estupendo milagro de la lacrimación de una imagen de Nuestra Señora de Fátima. La Santísima Virgen corroboraba, esta vez con el lenguaje elocuente de las lágrimas, su Mensaje.
Como un homenaje de pleitesía y gratitud filiales por las apariciones de Nuestra Señora en Fátima —el acontecimiento más importante del siglo XX— y también por la lacrimación de Nueva Orleáns, que pasamos a proclamar la incomparable nobleza de alma de la Santísima Virgen.
En cierto sentido, se puede decir que la virtud es la nobleza del alma. Es decir, ser noble en el orden espiritual es ser virtuoso, es vivir en estado de gracia. De tal manera que, en un alma en esas condiciones, el propio Jesucristo Nuestro Señor hace su morada.
Así como la Nobleza terrena tiene grados, que van en orden ascendente desde el barón hasta el duque o el príncipe, así también vivir en la gracia de Dios tiene grados. Y, entre todas las criaturas, Aquella que alcanzó el ápice de esa escala ascensional de virtudes y de gracias fue María Santísima. No tratamos, pues, en este artículo de la nobleza terrena de Nuestra Señora, también verdadera e importante —puesto que pertenecía a la Casa real de David—, sino tan sólo de su nobleza espiritual.
Un elemento para que valoremos la nobleza de alma de Nuestra Señora es considerar que en todo matrimonio bien constituido debe haber una cierta proporción entre esposo y esposa. En caso contrario se está en presencia de una mésalliance (casamiento desigual).
Ahora bien, María Santísima es la Esposa del Divino Espíritu Santo. Hija, Madre y Esposa del propio Dios, Ella concibió a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en su claustro virginal (que permaneció virginal antes, durante y después del parto) por obra del Espíritu Santo. Es, por lo tanto, aquella criatura por excelencia, única e incomparable, que por la gracia tuvo cierta proporción para ese desposorio con la perfección infinita.
La auténtica nobleza de alma comporta dos importantes trazos, que se manifiestan en el valor y en el desprendimiento. En el Alma Santísima de Nuestra Señora ambas características resplandecieron de modo incomparable.
Nuestro Señor Jesucristo vivió treinta años con su Madre amantísima y algo menos con el castísimo San José. Éste le servía admirablemente de padre. Nuestro Divino Redentor consagró tres años a su actuación pública, al cabo de los cuales Nuestra Señora, que tenía un perfecto conocimiento de las Escrituras, sabía que Él habría de morir crucificado.
También a lo largo de esos tres años, Nuestra Señora acompañó paso a paso —personalmente o en espíritu— a su Divino Hijo.
Después del fallecimiento de San José, Ella vio que la gloria de su Hijo maravillaba y encantaba a las multitudes, en el primer año de su apostolado con los judíos. Esto, muy naturalmente, le causaba gran alegría, aun más por ser Dios que por el hecho de ser su Hijo.
En el segundo año, Ella comenzó a notar los odios y las intrigas articuladas contra Nuestro Señor por los sacerdotes del Templo, escribas y fariseos. Y comprendió bien que, en medio de toda aquella conspiración, se preparaba el momento en que una tempestad habría de desatarse sobre su Divino Hijo, llevándolo a la muerte.
María Santísima, con total desprendimiento, consideraba la aproximación de la hora en que Ella debería, una vez más, renunciar al mayor tesoro que jamás fue dado a una criatura poseer: el propio Hombre-Dios.
Ella concordó plenamente con que su Hijo cumpliese hasta el fin su misión siendo muerto como víctima expiatoria por los pecados de los hombres. Y adorándolo como nadie, lo entregó en las manos de la justicia divina con valor y desprendimiento.
El Padre Eterno quiso el consentimiento de Ella para que su Hijo muriese. Tuvo conocimiento de todos los hombres que habrían de salvarse por los méritos de la Sangre infinitamente preciosa de Nuestro Señor Jesucristo, hasta el fin del mundo, y de la gloria que así era dada a Dios. Por eso Ella consintió.
Y es precisamente en esa entrega del tesoro más precioso al Padre Eterno que se venera uno de los trazos más sobresalientes de la nobleza por excelencia de Nuestra Señora.
Con ese acto de generosidad, se dispuso Ella a aceptar un diluvio de dolores, sufridos en unión con los de su Divino Hijo. Y por eso Nuestra Señora es realmente la Corredentora del género humano. He ahí la nobleza perfecta: el valor, el desprendimiento completo, seguidos de la gloria perfecta, de Aquella que es la “honra, gloria y alegría” del mundo entero.
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