14/11/2024

La paciencia del monje Gregor Mendel, padre de la genética ignorado por los científicos de su tiempo

Un monje agustino, Gregor Mendel (1822-1884), es el padre de la genética. Desarrolló un único experimento durante siete años (más dos de análisis matemático de los datos obtenidos) para demostrar la herencia de los rasgos y formular sus leyes. Fue un pionero a quien apoyó la comunidad de su monasterio e ignoró la comunidad científica. Un estadístico y demógrafo, Roberto Volpi, cuenta la intrahistoria de este hallazgo en Il Foglio.

La paciencia de Gregor Mendel: el precursor de la genética que permaneció en la sombra

El botánico alemán Joseph Gottlieb Koelreuter (1733-1806) ya estaba en el buen camino antes de finales del siglo XVIII. Había cruzado claveles blancos con rojos, lo que había resultado en plantas híbridas con flores rosas, el color intermedio entre el blanco y el rojo, que en la siguiente generación produjeron descendencia con flores rosas, pero también blancas y rojas como los colores de los dos progenitores. En otras palabras: mientras que los híbridos de la primera generación solo tenían un color intermedio entre los dos colores originales, los híbridos de la segunda generación tenían incluso tres colores: el color intermedio y los colores de partida, los de los padres. Asombroso. Para la época.

Se detuvo en este punto. Fue abatido y hundido por las críticas de la escuela holística alemana, que sostenía que las partes individuales de un organismo en sí mismas no significaban nada y, por consiguiente, los cruces entre plantas con posibilidades diferentes y alternativas para un mismo carácter (como el color) no tenían sentido, si es que -puesto que entonces pensaban en términos de la teoría de la fijación de las especies– no eran moralmente reprobables. En la escuela holística había gente como Hegel y Goethe, lo que demuestra que incluso los genios se embarcan a veces en batallas de retaguardia.

Mendel, monje y biólogo

Cuando Mendel llegó al monasterio de Brno [actual Chequia] en 1843, a la edad de 21 años, perseguido por apuros económicos que no le permitían continuar sus estudios, otros investigadores habían constatado un hecho fundamental para la genética, que aún no se llamaba así por la buena razón de que todavía no existía, pero que en cierto modo estaba allanando el camino: en los experimentos de hibridación de plantas, los caracteres de los padres reaparecían también en la descendencia de los híbridos. Pero no estaba claro en qué proporciones, ni cómo, ni por qué.

El monje agustino Gregor Mendel, padre de la ciencia de la genética.

Ordenado sacerdote en 1847, cuando adoptó el nombre de Gregor, Mendel mostró enseguida un gran interés por las ciencias naturales, en particular por la biología y su parte más experimental de la hibridación. Pero suspendió el examen para obtener el diploma de profesor de Biología.

Visto retrospectivamente, ese fracaso fue un acierto, porque el monasterio de Brno, interesado en el tema, no dudó en enviarle a la Universidad de Viena donde, en un ambiente abierto e iluminado por las mentes más brillantes de la época, aprendió todo lo que había que aprender sobre la teoría celular de los organismos vivos, la teoría atómica en química y, en particular, sobre los métodos experimentales para intentar explicar la evolución de la materia orgánica.

De investigador a abad

Regresó al monasterio de Brno, donde en 1856 inició un monumental plan experimental para comprender los misterios aún profundos de la fecundación, es decir, la transmisión de rasgos de padres a hijos y de éstos a la siguiente generación: precisamente el punto central de la genética, incluida la humana.

En 1859, tres años después del inicio de los experimentos de Mendel, se publicó La evolución de las especies, de Charles Darwin. ¡Tales eran los tiempos que corrían! Y empezaban a estar maduros para un gran salto adelante también en el campo de la hibridación vegetal, que era entonces el verdadero «terreno de juego» para comprender la transmisión de los caracteres; lo que a su vez significaba, aunque aún no se supiese, esa palabra mágica que abría las puertas al futuro de las ciencias de la vida: la genética.

Por supuesto, los cultivadores y agricultores hibridaban injertando una planta en el cuerpo de otra, y del mismo modo, no miraban la teoría sino la utilidad y, de forma aún más pragmática, el bolsillo. Buscaban un mayor rendimiento y, si era posible, una calidad aún mejor. Por qué y por cuál conjunto de factores y causas era posible a veces obtener determinados resultados por esa vía híbrida que levantaba la cosecha era una cuestión que competía a otros. A los científicos, a los catedráticos. Mejor aún, a los genios.

¿Gregor Mendel era un genio? Según sus contemporáneos, era una figura mediocre. Cuando, después de la universidad en Viena, se presentó por segunda vez al examen para que le permitieran enseñar en la escuela secundaria, fue rechazado sin piedad, aunque consiguió al menos ser profesor sustituto. Y esto no es nada, porque de los resultados de su experimento, del que hablaremos, no se molestaron ni en entender lo básico. La Sociedad de Ciencias Naturales de Brno no les dedicó ni un mínimo comentario. 

No tuvo más remedio que resignarse. Pero no inmediatamente. Primero habló con el que quizá fuera el mayor botánico del país, Karl Wilhelm von Nägeli, para intentar que el esfuerzo de tantos años de trabajo no fuese condenado al silencio. Y aceptó sus sugerencias, hasta el punto de embarcarse en un programa para producir híbridos de varias especies, una actitud que, sin embargo, no le valió el reconocimiento de Nägeli. Fue entonces cuando se retiró, también porque fue elegido abad del monasterio en 1868.

Un experimento largo y portentoso

No hizo nada más en el ámbito de la ciencia, ni escribió nada más de importancia después de las sesenta y tantas páginas que le llevó explicar, en un artículo titulado tan modestamente como no se podía, Experimentos de hibridación en plantas, el resultado conseguido tras siete largos años de un único, poderoso y concluyente experimento. Páginas que representan para la genética lo que las páginas, muchísimas más, que El origen de las especies representan para la teoría de la evolución.

Pero el genio de Darwin quedó claro de inmediato. El de Mendel ni siquiera fue considerado. Tendrían que pasar casi cuarenta años, cuando el nuestro llevaba veinte muerto, para que la ciencia redescubriera aquellos resultados a los que Mendel llegó con un adelanto sobre los tiempos que resultó ser fatal para él.

Página del manuscrito original del experimento de Mendel. Imagen: Rukopis. Gregora Johanna Mendela.

La razón se dice pronto, aunque la ciencia sea sorda por ese oído, porque es una lección incómoda. La obra de Darwin era fácil de leer, a pesar de su tamaño; no así la de Mendel, mucho más corta. La obra de Darwin requería atención pero era fácil de entender, la de Mendel no. Darwin desarrolló su teoría en prosa. Mendel la plasmó en números, crudos y duros y para nada fáciles de interpretar.

Nunca ‘hubo partido’ entre ambos. Darwin, en los altares, aunque también pasó por sus vicisitudes. Mendel, en el polvo. Incluso hoy, la brecha es inmensa. Darwin es patrimonio universal, una especie de David de Miguel Ángel de la ciencia y la cultura. Mendel, un tema para especialistas. Así que Mendel volvió a rezar, a cultivar plantas, pero sin ninguna intención científica, solo en beneficio de los monjes y del monasterio: a tomar la temperatura, mañana y tarde, como siempre había hecho en su buen retiro, el monasterio de Brno, del que no volvió a sacar la cabeza y donde murió en 1884, a los 62 años.

Mendel, de pie, segundo por la derecha en la foto, junto a monjes de su monasterio. Imagen: Gregor Mendel 200.

Los monjes, que lo apoyaron en todo, lo entendían; los científicos, que se lo negaban todo, no. Puede parecer extraño, pero en el caso de Mendel así están las cosas.

Las leyes de Mendel

De acuerdo, pero entonces, ¿qué había hecho el bueno de Mendel que fuera tan extraordinario que mereciera más de lo que obtuvo en vida, que fue, literalmente, un gran cero? Hizo un experimento, se dijo. Uno, porque lo que vino después fueron bagatelas para intentar complacer a ese Nägeli que no tenía fe en sus logros. Pero a años luz de todo lo experimental que se había hecho hasta entonces en el campo de la hibridación y, todo sea dicho, de la biología.

Desde luego, no fue casualidad que Thomas Hunt Morgan (1866-1945), antiguo profesor de Biología de la Universidad de Columbia y director de los Laboratorios de Biología del Instituto Tecnológico de California en Pasadena, calificara el de Mendel como «el mayor descubrimiento científico en el campo de la biología de los últimos 500 años» en un discurso conmemorativo pronunciado en Roma en 1936. El descubrimiento de nada menos que las leyes de la herencia de los caracteres en la combinación de variedades vegetales. Plantas en las que esos caracteres se presentaban de forma diferente.

Iniciado en 1856, el experimento -consistente en varios recorridos experimentales enlazados en un diseño único y orgánico– no concluyó hasta siete años después, en 1863, pero se tardó otros dos años en ordenar, organizar, interpretar y resumir los resultados, culminando en un informe final de investigación que se presentó en 1865 en dos sesiones a la Sociedad de Ciencias Naturales de Brno sin que la autorizada asamblea de sus miembros enarcase una sola ceja y un año más, para ser puntillosos, antes de aparecer en 1866 en las Actas de dicha sociedad.

Librito original con el experimento de Mendel, publicado en 1866. Imagen: Christie’s.

Diez años en total. La paciencia de Mendel. Siete años enteros de experimentación en el monasterio de Brno, donde los monjes le habían proporcionado toda la tierra y el descanso que necesitaba para cruzar variedades de pisum, el guisante, la planta que había elegido como base de sus experimentos.

Y ya aquí asoma su genio. En efecto, el pisum tenía muchas variedades, y Mendel no quiso detenerse en absoluto en un experimento del tipo que hacía Koelreuter con los claveles -un solo carácter, el color, para solo dos variedades de la planta: de flores blancas o rojas-, demasiado limitado, incapaz de proporcionar generalizaciones útiles para establecer una teoría. Pues era nada menos que una teoría de la herencia de los caracteres lo que pretendía el tranquilo monje Johann Gregor Mendel. También eligió el pisum porque los rasgos eran claramente evidentes en las distintas variedades de la planta (eligió 22 de las 34 variedades conocidas de pisum) y seguían siéndolo a pesar de las vicisitudes del clima.

Pero la manifestación del genio puro se produce en la puesta a punto de un diseño experimental que tendrá un planteamiento y una cantidad tales que se prestará, según las intenciones explícitas de Mendel, a un análisis estadístico riguroso de los resultados para establecer irrefutablemente su fiabilidad. Mendel sabe que aquí radica, sobre todo, la debilidad de los numerosos investigadores que han creído tomar atajos que, sin embargo, no existen. Si se quiere llegar a resultados concluyentes, hay que recoger muchos datos, hay que realizar experimentos a gran escala.

Una sencilla explicación del experimento de Mendel.

Y he aquí la paciencia de Mendel: siete años para un único megaexperimento, tantos años como experimentos -siete, de hecho- en los que se divide el diseño experimental, un experimento para cada una de las siguientes características del pisum: la forma de las semillas, el color de las semillas, el color de los tegumentos de las semillas, la forma de las vainas, el color de las mismas, la distribución de las flores a lo largo del tallo de la planta, la longitud del tallo.

‘Pisum sativum’, la planta del guisante, en un dibujo de 1885. Fuente: Wikipedia.

Mendel cruza plantas en las que cada uno de estos siete caracteres, que son binarios, se presenta de las dos formas alternativas para evaluar en qué proporciones aparecen en los cruces y, posteriormente, en las generaciones que resultan de estos cruces (híbridos). Son las leyes de la herencia.

El monje describe así una de estas leyes, la de la dominancia: «En cada uno de los siete cruces, el carácter del híbrido se parece tanto a una de las formas parentales que la otra escapa por completo a la observación». Llamó dominantes a los caracteres que aparecen y recesivos a los que «retroceden o desaparecen completamente en los híbridos». Entre la forma arrugada y la redondeada de la semilla -el primer carácter examinado-, es la redondeada la que aparece en los cruces, mientras que la otra no, se esconde, retrocede. Pero reaparece. En la segunda generación de híbridos Mendel descubrió que existe una relación 3:1 entre caracteres dominantes y recesivos. Por cada cuatro plantas una tendrá, siguiente el ejemplo, semillas arrugadas; tres tendrán semillas redondas.

Mendel conoce la existencia de factores responsables de las diferentes manifestaciones de tal o cual carácter. De momento factores, no genes. Los genes vendrán más tarde, y Mendel morirá antes de descubrirlos. Pero se contenta con el concepto de factores, reconociendo que la manifestación de los caracteres se cumple gracias a la acción de fuerzas/sustancias químico-biológicas en las plantas que él no tiene forma de observar directamente.

Conclusiones tempranas, paciencia para justificarlas bien

Pero los resultados, tal como se publicaron en las Actas de la Sociedad Biológica de Brno del año 1866, son sorprendentemente claros e inequívocos, según Ronald Aymer Fisher (1890-1962), padre de la inferencia estadística (esto es, ese complejo de teoría y análisis estadístico que permite atribuir un resultado experimental a la acción de factores sistemáticos puestos bajo observación en el experimento -como el principio activo de un medicamento-, más que al azar). Fisher, en pocas palabras, sospechaba, y escribió sobre ello en 1936, algún ajuste benévolo (pero en absoluto distorsionador y menos aún decisivo) de los resultados para hacerlos más coherentes con las conclusiones. Muchos lo sospecharon.

Quien esto escribe cree que Fisher tenía razón. Pero una razón que en cierto modo honra a Mendel. De hecho, demostraría su rigor. Mendel llevó a cabo un experimento que duró siete años. Pero la forma en que lo planteó le dejó todo claro mucho antes. Tuvo la paciencia de esperar. Quería ofrecer al mundo y a la ciencia resultados incuestionables. Y lo consiguió. Aunque tuvieron que pasar cuatro décadas desde que terminó el trabajo que le haría inmortal para que alguien, tres investigadores diferentes por separado, olfateara al menos esa inmortalidad.

Traducción de Verbum Caro.

Extractos de El Jardinero de Dios (un trailer de 11 minutos), la película de Liana Marabini sobre Mendel, su fe, su época y su trabajo científico.

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»