El racismo es, en apariencia, una ideología moderna. Se habla de él como un mal nacido en la Ilustración y refinado por el positivismo decimonónico. Pero su raíz es mucho más antigua: es la herejía de la carne sin alma, del instinto sin razón, del hombre convertido en bestia que adora su propia piel como un ídolo. Es, en términos de San Agustín, la soberbia de la Ciudad del Hombre que pretende abolir la Ciudad de Dios (De Civitate Dei, XV, 1). Y, como todas las herejías, se presenta con el disfraz de una gran verdad deformada hasta lo grotesco.
EL ERROR: CUANDO EL HOMBRE SE MIRA A SÍ MISMO COMO UNA BESTIA
La Iglesia nunca ha negado las diferencias entre los hombres. Todo lo contrario: las ha afirmado como un signo de la riqueza de la Creación. Santo Tomás de Aquino, con la meticulosidad de un arquitecto celestial, explica que la variedad en la naturaleza es parte del orden divino y que la armonía del universo no se da en la uniformidad, sino en la diversidad ordenada (Summa Theologiae I, q. 47, a. 2). Lo que el racismo hace es tomar esta diversidad y pervertirla, convirtiéndola en un criterio absoluto, en un ídolo al que se le rinde culto en detrimento de la dignidad del hombre.
El racismo es el paganismo en su versión más degenerada. San Juan Crisóstomo, en su comentario a la Epístola a los Efesios, señala que la obra de Cristo es destruir la enemistad entre los pueblos (Homilía sobre Efesios, 5). No hay griego ni judío, no hay bárbaro ni escita (Col 3,11), porque lo que nos hace humanos no es nuestra sangre, sino nuestra alma inmortal. Pero el racismo niega esto: rehace el mundo en la lógica brutal de la tribu, del instinto, de la biología ciega. Es el retorno al paganismo de los ídolos, solo que esta vez el ídolo es la propia raza.
San Gregorio Magno, en sus cartas a los misioneros en Inglaterra, muestra la respuesta católica a esta visión del mundo. No les ordena convertir solo a los anglosajones de linaje puro, sino a todos los hombres que caminan bajo el sol de Dios (Epistolae, XI, 4). La Iglesia no es una nación, ni una raza, ni una cultura: es la reunión de los que buscan la Verdad.
LA HISTORIA: CÓMO LA CRISTIANDAD VIVIÓ SIN RACISMO
Elías de Tejada, con su precisión histórica implacable, desmonta la falacia de que el racismo es un fenómeno natural. Nos recuerda que en la Cristiandad medieval no existía la obsesión racial moderna. En la España visigoda, un godo y un hispanorromano podían ser parte de la misma nobleza sin que nadie los diferenciara por su sangre. En la Reconquista, un musulmán convertido podía ser noble y soldado sin que se le viera como ajeno.
San Martín de Porres, hijo de un español y una esclava negra, no vio en su mestizaje un obstáculo para la santidad. Más aún, en su humildad y servicio dejó en claro que la verdadera nobleza no está en el linaje, sino en la virtud. Lo mismo puede decirse de San Pedro Claver, que pasó su vida bautizando y sirviendo a esclavos africanos en América, recordándoles que eran hijos de Dios, no mercancía de los hombres.
Esta era la visión de la Cristiandad. El concepto de cristiandad es clave aquí, porque no se trataba de una utopía igualitaria sin jerarquías, sino de un orden en el que cada pueblo encontraba su lugar no por el color de su piel, sino por su participación en la Tradición. Los caballeros negros etíopes, los soldados mongoles de la Rusia ortodoxa, los santos mestizos del Nuevo Mundo: todos forman parte del mismo edificio espiritual, construido no sobre el barro de la biología, sino sobre la piedra de la fe.
LA HEREJÍA MODERNA: CÓMO EL RACISMO NACIÓ DEL MATERIALISMO
El racismo, en su forma moderna, es hijo de dos monstruos: el racionalismo ilustrado y el positivismo materialista. Con la Ilustración, se sustituyó la noción cristiana de persona por la de “individuo”, y con el positivismo, se intentó reducir al individuo a una serie de determinaciones biológicas. San Agustín ya había advertido contra esta mentalidad cuando denunció a los que creen que el destino del hombre está escrito en las estrellas (Confesiones, VII, 6), y el positivismo, en el fondo, no hizo más que reemplazar la astrología por la genética.
La Revolución Francesa destruyó el orden tradicional de las naciones cristianas y lo reemplazó con un nuevo mito: el del Estado-nación homogéneo. Fue en ese contexto que nacieron los nacionalismos modernos, y con ellos, la idea de que la identidad de un pueblo no estaba en su fe ni en su cultura, sino en su raza. En el siglo XIX, esto se combinó con el darwinismo mal digerido para producir las doctrinas racistas que inspiraron el colonialismo europeo, las leyes de segregación en Estados Unidos y, finalmente, el delirio racial del nazismo.
San Pío X vio con claridad los peligros de este materialismo, condenando enérgicamente cualquier intento de reducir la sociedad a criterios puramente biológicos (Pascendi Dominici Gregis, 1907). La Iglesia nunca aceptó la obsesión moderna por clasificar a los hombres como ganado, porque siempre supo que la dignidad humana proviene de Dios, no de la sangre.
LA VERDAD: LA JERARQUÍA QUE IMPORTA
Frente al error moderno, la posición católica es clara: la única jerarquía real es la de la virtud y la gracia. No todos los hombres son iguales en talentos, en inteligencia o en fuerza, pero todos tienen el mismo destino eterno. Como dice Santo Tomás, las desigualdades en este mundo solo tienen sentido si se ordenan al bien común y a la salvación (Summa Theologiae I-II, q. 96, a. 4).
San Francisco de Asís abrazó a los leprosos, sin preguntar de qué pueblo eran. Santo Tomás Moro defendió la dignidad del hombre común frente a la tiranía de un rey que se creía por encima de la ley. San José de Cupertino, con su mente simple pero su corazón de fuego, alcanzó una santidad más alta que la de muchos sabios. Porque en el cristianismo, la única superioridad legítima es la de la santidad.
El racismo es, pues, una contradicción. Es un error filosófico, una herejía teológica y una estupidez monumental. Es la insistencia irracional de querer encerrar el espíritu en la cárcel de la biología. Pero el espíritu es libre. Y la verdad católica es clara: en la vida eterna no se nos preguntará de qué color era nuestra piel, sino si nuestra alma estaba en gracia.
OMO
BIBLIOGRAFÍA
• Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae.
• San Agustín, De Civitate Dei.
• San Juan Crisóstomo, Homilías sobre Efesios.
• San Gregorio Magno, Epistolae.
• San Agustín, Confesiones.
• San Pío X, Pascendi Dominici Gregis.
• Elías de Tejada, Racismo.
PUBLICADO ANTES EN CATOLICIDAD
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