La Visitación de la Virgen María; Nuestra Señora de Linarejos. Santos: Petronila, virgen; Cancio, Canciano, Cancianila, Crescenciano, Hermias, mártires; Pascasio, Gertrudis, Vidal, Gala, Alejandro, confesores; Silvio, Lupicino, obispos; Teodoro, monje.
«He aquí la esclava del Señor… Y mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo… y está en el sexto mes…» Lo cuenta el cronista san Lucas.
Lo que no refiere lo podemos imaginar. Prepara María el hatillo con algo de ropa y unas sandalias. Mete el velo que la protegerá del sol y del aire, pone algunas viandas y poco más. El artista también dejó volar su imaginación y pintó –piadoso– a san José acompañándola porque nunca quiso dejarla sola desde que la recibió en su casa; pero eso es intuición, no dato. Que se incorporara María a aquel grupo de personas andaderas del mismo camino y dirección también pudo ser, pero tampoco es dato.
En su recuerdo, tan vivo como actual, están fijas las palabras del impresionante personaje que la visitó: «También Isabel…». Tiene muchas ganas de llegar; motivos de premura no faltan: trasvasar la alegría de pariente a pariente, desbordar el propio gozo, compartir el misterio, servir. Son solo cuatro o cinco días, pero qué largo se hace el camino. El relato es muy parco en noticias; no nos refiere aspectos sobre los lugares pisados, los modos de avituallamiento o de descanso.
El «shalón» de saludo acostumbrado entre los hebreos hoy tiene un tono distinto. Algo excepcional por lo misterioso conocido y lo grandioso oculto está presente en las dos primas cuando se abrazan y besan. Notan un no se sabe qué cosa ni el modo de explicarla; es como un correr apresurado de la sangre por todo el cuerpo, el nervio, el cariño acumulado, el afecto, la sorpresa… ¡la Gracia de Dios! Salta el niño en el seno de Isabel; es un brinco de expectación humana ante el Mesías que está llegando y del hecho santificador. La exclamación de alegría sale espontánea de santa Isabel: «¡Bendita tú… la Madre de mi Señor!». No es un hijo, sino El Hijo, a quien lleva santificando ya antes de alumbrarlo.
Y expresa el historiador evangélico el más largo párrafo que se conoce de Santa María –siempre se entendieron Madre e Hijo sin largo parlamento; así pasó en Caná y en la Cruz: pocas palabras con contenido inabarcable y… no era escasez, sino plenitud–. Es el Magnificat que la Virgen canta:
«Engrandece mi alma al Señor
y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador
porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava,
por eso desde ahora todas las generaciones
me llamarán bienaventurada,
porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso,
Santo es su nombre y su misericordia alcanza
de generación en generación a los que le temen.
Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos
y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes
y despidió a los ricos sin nada.
Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
–como había prometido a nuestros padres–
en favor de Abraham y de su linaje por los siglos».
Es canto de acción de gracias y de alabanza que expresa la razón del júbilo plasmado en lo humilde sin encogimiento ni ignorancia. Es la aceptación del poder de Dios que se expresa en misericordia y fidelidad para con los que ama, haciendo poderosamente ricos a los pobres y dando a los ricos el conocimiento de su vacía limitación.
Ciertamente, en la Visitación aparece santa María como Mediadora entre toda la humanidad y Dios; es el Modelo y en ella radica la Esperanza.
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