“Fuerza de Dios y sabiduría de Dios”, esto es la Cruz, esto es también el Evangelio. Se nos ha revelado esta sabiduría y esta fuerza en Jesús, crucificado y exaltado a la diestra del padre. Ante Él, el creyente confiesa su fe y, gracias a eso experimenta que Jesús es su fortaleza, su justicia y también su sabiduría, su verdad.
Al principio de su carta a los romanos, san Pablo recuerda cómo Dios ha dejado signos de su poder, de su justicia, de su sabiduría y de su verdad, al alcance de la inteligencia de los hombres, lo suficiente para que los glorificaran como Dios y le dieran gracias. Pero el resultado es que negando a Dios se apropiaron de su sabiduría y de su justicia, se consideraron poseedores de la verdad, y su suerte cayó en desgracia. No dieron la gloria al Dios verdadero, sino que crearon falsos dioses a quienes darles la gloria. No escucharon a la verdad del creador y siguiendo las advertencias de su corazón herido por el pecado escogieron un camino de muerte y destrucción.
Por eso, en la plenitud de los tiempos, Dios después de suscitar a Abraham y darle una descendencia, un pueblo numeroso, después de llamar a Moisés y hacer con él una alianza, después de enviar a los profetas y por ellos anunciar su venida; envió a su propia Hijo, Él es la plenitud de la revelación y en Él se nos ha dado todo. Ahora Jesús es el centro, el principio y el fin de la historia. Ahora Jesus, Dios verdadero y hombre verdadero, en todo igual a nosotros menos en el pecado, es la clave de la historia universal. “La piedra desechada por los arquitectos es ahora la piedra angular”.
Por eso Jesús, consciente de su misión no se cansa de llamar a la puerta de todo corazón, esperando que se le abra; ni se niega a acudir a ninguna casa a la que se le invita. Por eso fue a la casa del fariseo que le invitaba a comer. La sorpresa desagradable no tardó mucho en aparecer, cuando el fariseo se sorprendió porque no se hubiera lavado las manos. Para Jesús la pureza era la propia del corazón y no algo simplemente ritual. Para Jesus todas las prescripciones de la ley estaban al servicio del único mandamiento, el principal de todos: el amor.
Para Jesús, la piedad, las oraciones, los ayunos y las limosnas adquirían sentido, solo si nacían de un corazón contrito y humillado, de un corazón que se estremece en el encuentro con Dios Padre en la soledad de su aposento. Por eso la expresión de Jesús tiene tanta densidad y tanta profundidad. ·Dad limosna de lo que hay dentro y lo tendréis limpio todo·. Es el amor, es el corazón, es el deseo, el lugar donde habita Dios. De lo profundo, de lo más hondo de su corazón nace para el justo todo lo demás. Por esa razón lo que Dios reclama de nosotros es exactamente eso. Jesús, que tantas veces se identifica con los pequeños con los pobres, incluso con los pecadores sin serlo Él mismo, pide de nosotros como aquella mujer, sirofenicia, aunque sea las migajas de pan que se comen los perrillos cuando caen de la mesa de los hijos. Eso pide Dios de nosotros una limosna de amor, aunque sea pequeña pero sincera una limosna de cariño, las migajas de tu corazón.
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