Martes 19-9-2023, XXIV del Tiempo Ordinario (Lc 7,11-17)
«El Señor, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”». El Evangelio nos invita a fijarnos en las lágrimas de aquella pobre mujer, madre viuda:
«Esta viuda, rodeada por una multitud de pueblo, nos parece algo más que una mujer. Llora por ti la madre Iglesia, que interviene por cada uno de sus hijos como una madre viuda por sus hijos únicos; pues ella se compadece, por un sufrimiento espiritual que le es connatural, cuando ve a sus hijos arrastrarse hacia la muerte por vicios funestos. Somos nosotros entrañas de sus entrañas; pues también existen entrañas espirituales; Pablo las tenía, al decir: Sí, hermano; reciba yo de ti gozo en el Señor; alivia mis entrañas en Cristo (Flm 20). Somos nosotros las entrañas de la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, hechos de su carne y de sus huesos. Que llore, pues, la piadosa madre, y que la multitud la asista; que no sólo la multitud, sino una multitud numerosa compadezca a la buena madre. Entonces tú te levantarás del sepulcro; los ministros de tu cortejo fúnebre, se detendrán, y comenzarás a pronunciar palabras de vida; todos temerán, pues, por el ejemplo de uno solo, serán muchos corregidos; y, más aún, alabarán a Dios, que nos ha concedido tales remedios para evitar la muerte» (San Ambrosio de Milán, Exposición sobre el Ev. de Lucas, 5, 92).
«Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”». Resuena entonces esa palabra de Jesús:
«El Evangelio de san Lucas narra un encuentro: por una parte, está el triste cortejo que acompaña al cementerio al joven hijo de una madre viuda; por otra, el grupo festivo de los discípulos que siguen a Jesús y lo escuchan. También hoy, jóvenes amigos, podríais formar parte de aquel triste cortejo que avanza por el camino de la aldea de Naím. Eso sucedería si os dejáis llevar de la desesperación, si los espejismos de la sociedad de consumo os seducen y os alejan de la verdadera alegría enredándoos en placeres pasajeros, si la indiferencia y la superficialidad os envuelven, si ante el mal y el sufrimiento dudáis de la presencia de Dios y de su amor a toda persona, si buscáis saciar vuestra sed interior de amor verdadero y puro en el mar de una afectividad desordenada. Precisamente en esos momentos, Cristo se acerca a cada uno de vosotros y, como hizo al muchacho de Naím, os dirige la palabra que sacude y despierta: “¡Levántate!”. “Acoge la invitación que te hará ponerte de pie”. El cristianismo no es un simple libro de cultura o una ideología; y ni siquiera es sólo un sistema de valores o de principios, por más elevados que sean. El cristianismo es una persona, una presencia, un rostro: Jesús, el que da sentido y plenitud a la vida del hombre. Pues bien, yo os digo a vosotros, queridos jóvenes: No tengáis miedo de encontraros con Jesús» (San Juan Pablo II, Discurso, 05-06-2004).
«El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre». Y, al momento, se obró el milagro:
«También yo, como vosotros, tuve veinte años. Me gustaba hacer deporte, esquiar, declamar. Estudiaba y trabajaba. Tenía deseos e inquietudes. En aquellos años, ya lejanos, en tiempos en que mi patria se hallaba herida por la guerra y luego por el régimen totalitario, buscaba dar un sentido a mi vida. Lo encontré siguiendo al Señor Jesús. La juventud es el momento en que también tú, querido muchacho, querida muchacha, te preguntas qué vas a hacer con tu existencia, cómo puedes contribuir a hacer que el mundo sea un poco mejor, cómo puedes promover la justicia y construir la paz. Esta es la segunda invitación que te dirijo: “¡Escucha!”. No te canses de entrenarte en la difícil disciplina de la escucha. Si abres tu corazón y tu mente con disponibilidad, descubrirás “tu vocación”, es decir, el proyecto que Dios, en su amor, desde siempre tiene preparado para ti» (San Juan Pablo II, Discurso, 05-06-2004).
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