Este 29 de agosto se ha estrenado la segunda temporada de Los Anillos del Poder, la carísima teleserie de Amazon ambientada en la Segunda Edad de la Tierra Media de JRR Tolkien, los años en los que el Señor Oscuro aprendió a fabricar estos anillos mágicos.
La primera temporada se emitió hace 2 años, y no se consideró un éxito a ningún nivel, excepto quizá el visual y musical (buena música de Bear McGreary): nosotros coincidíamos con los que decían que era un lujoso y errático videoclip de 9 horas. Distintas estimaciones calculaban que de cada diez personas que empezaron a ver la serie, sólo cuatro llegaron al último capítulo.
Competía con La Casa del Dragón, de la franquicia Juego de Tronos. Ambas series tienen intrigas palaciegas de fantasía y traiciones, pero La Casa de Dragón tiene cinismo, sexo, incesto, mutilaciones y muy buenos dragones (la segunda temporada tiene la mejor batalla de dragones de la historia de la televisión). Los Anillos del Poder debería poder decir: «nosotros tenemos algo mejor, tenemos Tolkien«. El problema, y se repite en los 3 capítulos por ahora publicados de la nueva temporada, es que usan poco Tolkien, y se dedican a contar historias irrelevantes de personajes no tolkinianos, que ni enganchan ni interesan.
Después de ver 11 capítulos, parece claro: las partes de la trama que siguen de cerca los textos de Tolkien sobre la Segunda Edad, son las únicas que enganchan. Todos los demás añadidos distraen, dispersan o aburren.
Mis dos hijos lectores de fantasía, de 16 y 20 años, anoche desistieron de ver la serie: el primero, aguantó sólo un capítulo; el segundo, veinte minutos.
Mi mujer, fan de Tolkien de toda la vida, devoró los 3 capítulos de un tirón con cara culpable: «es que soy adicta al fan fiction», se autodiagnosticó. También ella ve que todas las escenas que no surgen de la pluma de Tolkien son rellenos insulsos. Mi señora intenta salvar algo de la trama en el lejano Este, apenas esbozado por Tolkien, «porque tiene interés etnográfico», me dijo. Esos edificios del desierto, esos jinetes con máscara, esos extraños magos de encaje difícil en el canon (aunque, lo admito, no imposible)…
Pero sí, la teleserie más cara de la historia (cada capítulo cuesta entre 40 y 60 millones de dólares) es una ficción de fans… que no son muy fans. Parece que Prime Video gastó 465 millones de dólares en la primera temporada, más unos 200 de adquirir los derechos. En Variety, la jefa de Amazon Studios Jennifer Salke, decía en 2022 que habían conseguido 100 millones de espectadores, pero no está claro como se mide eso.
Los Anillos del Poder quiere ser «otro Señor de los Anillos» y llegar a todas las edades, sexos, gustos… Piensan que lo lograrán copiando retazos de las películas de Jackson. Las pelosas Nori y Poppy arrastrándose en el desierto (exteriores en Tenerife, parece) no tienen ningún sentido, excepto clonar a Frodo y Sam arrastrándose por Mordor. «Si a Tolkien le funcionó, repitámoslo», piensan.
El Extraño y las dos medianas Poppy y Dori en la segunda temporada de la teleserie Los Anillos del Poder, con exteriores filmados en Tenerife; a veces, parece una mezcla entre Sam y Frodo en Mordor y los bandidos tusken de Star Wars en Tatooine.
El extraño mago que les acompaña se sale del canon: según Tolkien, faltarían más de mil años para que lleguen los Istari, los cinco magos, a la Tierra Media. Aquí lo usan como una especie de Gandalf novato y amnésico porque necesitan un mago bueno (y otro malo) aunque no encaje en la cronología de Tolkien.
El elfo puertorriqueño apócrifo Arondir (Ismael Cruz Córdova) dispara flechas y reparte cuchilladas para clonar a Legolas. «Si a Peter Jackson le funcionó, repitámoslo». O el joven Isildur vislumbrando muertos en una ciénaga (aunque oficialmente faltan años para la Batalla de Dagorlad y que la ciénaga inunde el terreno y absorba a sus espectros).
Los responsables de esta segunda temporada siguen siendo los mismos que en la primera, John D. Payne y Patrick McKay. Parece que han decidido mantener el mismo ritmo y estructura, pero dándole más protagonismo al núcleo central de la historia: la seducción y corrupción de Sauron para engañar y manipular a los elfos, y usarlos para la construcción de los anillos, que regalará a hombres y enanos para, como dice el poema «atraerlos y en la oscuridad atarlos». Cuando se centran en esa trama, la de Tolkien, la historia funciona mejor.
Los guionistas (con Sauron) se esfuerzan en buscar motivaciones para la caída de los personajes, lo que no deja de ser un estudio interesante sobre la tentación.
«Ya no te recordarán como el nieto del gran Fëanor, sino como el Señor de los Anillos», plantea el tentador al gran artífice elfo Celebrimbor. Tolkien nunca sugiere que Celebrimbor deseara fama por sus hallazgos, la ambición de conocimiento le bastaba, pero no resuena mal. ¿Cómo tentar a otros sabios elfos o enanos? Anillos para frenar el tiempo mortal en las tierras élficas, o para proteger a los pueblos de la Tierra Media, o «más vale que los tengamos nosotros para que no caigan en peores manos».
Precisamente, en un encuentro con la prensa española hace unos días, el actor Charlie Vickers (que interpreta al corruptor Sauron) hablaba de la importancia de la relación entre su personaje y el maestro herrero Celebrimbor (Charles Edwards). «Siempre hablamos de: ‘Bah, esto va a ser muy aburrido, son dos tipos charlando la mayor parte de la serie’, pero verlo es muy emocionante. Sigue siendo alta fantasía, pero tienes este microcosmos, este mundo, que es como un thriller psicológico, casi como El ala oeste de la Casa Blanca«, dijo. Y es verdad que, para un espectador adulto, es más interesante este thriller psicológico que casi todo lo otro de la serie.
E insistieron: «Todo en esta temporada es por Celebrimbor. Cómo está físicamente, cómo habla, cómo camina e incluso cómo camina para verle. Ahí arranca todo». Edwards lo plantea así: «Sauron se presenta de una forma extraordinaria, como un emisario de los Valar [los poderes angélicos buenos, que normalmente no interaccionan con la Tierra Media]. Y te maravillas de alguien que sale de las llamas y se presenta de esa manera. Al menos escuchas lo que tiene que decir, es como ser visitado por Dios«.
Lo cual nos lleva a un tema importante, para la teleserie y para los creyentes: ¿cómo saber si el mensajero que recibes con supuestos poderes angélicos trabaja para el bien o para el mal? ¿Cómo sabes si eres «visitado por Dios»?
Al principio, este visitante muestra gran poder, forma hermosa y busca dar «regalos» a elfos, hombres y enanos. También hace trampas: mata a los mensajeros que prevenían sobre él.
Hay que juzgar y discernir. Jesús, en Juan 7,24, dice: «No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio». Sobre todo esto gira la historia de Tolkien.
Galadriel en la segunda temporada de Los Anillos del Poder: ya en la primera fue engañada, y ahora trata de ser más prudente, o, al contrario, se arriesga para compensar sus errores. La trama avanza más con Celebrimbor que con ella.
El juicio justo requiere recoger muchos datos, tomarse un tiempo (los elfos dejan pasar siglos), evaluar… pero al final ¡hay que juzgar!
Círdan, el elfo carpintero de barcos, que en los libros es siempre sabio y suspicaz, aquí se niega a destruir los anillos. Mientras se afeita toda la barba (signo sospechoso, de corrupción, porque es el único elfo del que Tolkien especifica que tenía barba) comenta a Elrond que no hay que juzgar a los demás, que sólo puede hacerlo el Juez que lo ve Todo (una alusión a Dios, a quien los elfos llaman Ilúvatar, pero sin citar su nombre). Suena bien, pero no es cierto. Una cosa es el juicio final completo que llega tras la vida terrenal, otra los juicios prudenciales que necesariamente debemos hacer día tras día. «Juzgad con juicio justo».
El carpintero pone un ejemplo: el gran poeta elfo Rúmil era borracho (Tolkien nunca dice tal cosa de Rúmil). Pide no juzgarlo por ello, sino por su poesía. Nos suena a error: también el Señor Oscuro es un gran herrero y artífice, está haciendo unos anillos impresionantes, y al regalarlos consigue gente más dócil. Pero esta temporada sólo el joven Elrond parece consciente de que el Enemigo Oscuro tiene planes detrás los planes. Aplazar indefinidamente el juicio es dejar fortalecerse al enemigo.
Pero los Altos Elfos no quieren renunciar a los anillos porque significaría renunciar a vivir en la Tierra Media. Todos buscan un apaño. La película muestra visualmente con hermosura cómo los anillos dan nueva vida a sus tierras.
En ese encuentro con la prensa, el actor Robert Strange, que representa a un orco llamado Glug, asegura que la serie mostrará a estos monstruos como que «no son solo guerreros, también tienen familias, responsabilidades, estructuras sociales». En estos tres primeros capítulos esto no se muestra, pero puede ser problemático. Tolkien nunca muestra a los orcos con «familias». Aunque se dice que Bolg era hijo de Azog nunca se dice nada de la relación entre padres e hijos, ni se habla de hembras o crías de los orcos. Su «estructura social» es la horda y el ejército, son engranajes en una maquinaria de guerra, pero con cierta propensión a la rebelión, por lo que requieren grados intermedios y sargentos con látigo.
La serie se inventa a Adar, un elfo corrompido por el mal, que se presenta como «padre» para los orcos. Tolkien jamás trató tal tema, el de la filiación en los orcos, y sobre la posibilidad de orcos redimibles cambió de opinión varias veces en sus últimos años, por razones teológicas que chocaban con las narrativas o literarias. Los héroes necesitan malos monstruosos para ser épicos, pero si los orcos hablan y tienen mente propia, y no una mente colmena, deben tener alma, se la tiene que haber dado Dios, y no puede estar tan corrupta como para que ni Él pueda rescatarla.
En estos 3 capítulos, la teleserie insiste en otro problema entre padre e hijo: el del enano Durin con su padre el rey, enfadados y cabezotas. Es una historia que resuena bien, y el hecho de que sean enanos la hace más creíble en su testarudez.
Los consejos familiares de la enana afroamericana Dísa quedarían bien en una sitcom de familia norteamericana, y sus poderes de «cantar a la piedra» me gustarían en otra fantasía distinta. Pero lo cierto es que como todos los personajes que no salen de la pluma de Tolkien, la serie ganaría sin ella.
Y esta temporada mantiene los absurdos raciales que ya vimos: la distribución demográfica racial y étnica de los enanos en Khazad-Dum, de los elfos en Lindon o de los hombres en Númenor, por alguna razón estrambótica coincide entre ellos y con la de Manhattan (muchos blancos, bastantes negros, mulatos, algún asiático) pero no con la de, digamos, Sevilla, Laponia o Kinshasa. ¿Por qué tiene que haber una enana negra, y ninguna esquimal o gitana? Por supuesto, ningún guionista intenta explicar la etnicidad de los personajes porque no hay explicación posible, más allá de «somos los de la era woke». Al menos no llegan al absurdo de La Casa del Dragón, donde los blancos se casan con negros, sus bebés nacen blancos y nadie sospecha del adulterio porque los guionistas son «color blind».
Nuestra conclusión vistos 3 capítulos de la segunda temporada: sobre los temas profundos en la serie, hay cierta mejoría respecto a la primera temporada, en la medida en que quieran mantenerse más cercanos a los libros. Pero cosas complejas que ni el propio Tolkien logró dejar definidas (definir demasiado puede dañar el cuento) no las van a resolver unos cuantos guionistas que buscan un producto de mercado para todos los públicos, un filme que en realidad no interesa mucho ni a los fans.
Da igual que tu teleserie sea la más cara de la Historia de la televisión, si tus guionistas, en vez de servir a una historia ya narrada y enraizada, buscan servir a muchos otros intereses y modas.
Más sobre Tolkien y su obra aquí en ReL.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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