25/04/2024

LOS SANTOS INOCENTES– 28 de diciembre

MARTIROLOGIO ROMANO 

    Cuando Cristo nuestro Señor nació, hacía treinta años que reinaba en Judea Herodes Ascalonita, extranjero, aborrecido por los judíos por su fiereza y mala condición. Vinieron a Jerusalen los Magos, creyendo que en esta metrópoli del reino habría nacido el Rey de los judíos, que la estrella les había anunciado. Turbado Herodes, e informado de que el Mesías prometido había de nacer en Belén de Judá, enteróse muy particularmente de los Magos acerca de la estrella y del tiempo en que se les había aparecido y les encargó que fuesen a Belén, que adorasen al Santo Niño y volviesen a darle cuenta de lo que habían hallado, para que él también le fuese a adorar. Fueron allá los reyes Magos, mas el Ángel del Señor les avisó que no volviesen a Jerusalen, sino por otro camino tornasen a sus países, como así lo hicieron. 

     Entretanto, Herodes, esperaba con impaciencia el regreso de los tres Reyes Magos venidos del Oriente, a fin de saber dellos si habían encontrado en Belén al Rey revelado por la estrella. No viéndolos llegar, hizo prolijas investigaciones y supo que, después de su corta permanencia en aquella ciudad, se habían marchado. A esta noticia que trastornaba sus planes, el tirano montó en cólera y juró que aquél recién nacido llamado Rey de los judíos, no le arrebataría la corona. 

     Más, he aquí que un Ángel de Dios se apareció en sueños a José y le dijo;  –»José, levántate, toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto en donde permanecerás hasta que yo te avise el día de regreso, porque Herodes busca al Niño para matarle». 

     Cumplido su mensaje el Ángel se retiró. El santo patriarca, obedeciendo sin discurrir ni discutir las ordenes de Dios, levantóse e hizo a toda prisa los preparativos del viaje y, abandonándose a la divina Providencia, marchó con el Niño y su Madre. La Virgen María, sentada en el manso pollino que la trajo de Nazareth a Belén, llevaba cual el mas preciado tesoro a su Divino Hijo abrazándolo contra su pecho. Su alma y su corazón de madre se llenaban a cada instante de dolor; pero bastaba una mirada a su dormido Niñito Jesús para devolverle la calma, serenidad y valor. José, silencioso y recogido, velaba por estos dos Seres queridos, confiados a su guarda y rogaba al Altísimo porque sus Ángeles guiaran sus pasos por los caminos difíciles y peligrosos que iban a recorrer.

     Después de dos horas de marcha, divisaron al Oriente de Belén la ciudad de Tecua, donde David se refugió de los furores del rey Saúl. Al frente sus miradas se dilataban en el valle que vio caer al gigantesco y poderosísimo ejercito asirio del rey Senaquerib bajo la espada del Ángel exterminador.

     Un poco mas lejos, en la cumbre de una colina, se eleva la ciudad de Ramah a cuyos pies la Santa Familia llegó en su primera jornada.   

     Después de tres leguas recorridas por senderos escarpados y pedregosos, era necesario descansar para recuperar las fuerzas perdidas.

     No tenemos ninguna razón para apartarnos del itinerario trazado por los antiguos historiadores. Las estaciones de la Santa Familia están en perfecta relación con la distancia geográfica y los monumentos todavía existentes confirman la tradición. No necesitamos pues advertir que los Sagrados Evangelios guardan completo silencio acerca de todas estas particularidades del viaje a Egipto. 

     De Ramah, los Santos viajeros se encaminaron hacia el Poniente. A corta distancia, desviándose un poco hacia el Sur, llegaron a la colina de Hebrón; pero temiendo ser vistos por los soldados de Herodes, contentáronse con saludar desde lejos a Isabél y Zacarías sus amados parientes, a los restos venerados de Abrahán y a aquél valle de Mambré lleno todavía de las comunicaciones de Dios con los hijos de Adán.

     En Tzirrah, donde pasaron la noche, las montañas de Judá se inclinaban en suave pendiente hacia el mar grande, el Mediterraneo, desde donde se divisa la risueña llanura de los filisteos. También allí todo les recordaba de sus antepasados errantes y fugitivos como ellos. A su derecha, en Gaza, Sansón se sepulta bajo las ruinas del templo del dios Dagón y sus 6.000 adoradores. A su izquierda, el valle de Bethsabé les recuerda a Abrahán huyendo del hambre y al anciano Jacob acudiendo al llamado de su hijo José, Virrey del Egipto. Los divinos viajeros llegaron por fin a Lebhem en la frontera de la Judea con Egipto. Habían recorrido treinta leguas en varios días, y en los momentos en que salían de los dominios de Herodes, el perseguidor, en su intento de matar al Niño Dios, cometía un crimen tan horrible como inútil.

     Aterrorizado el viejo rey veía por todas partes enemigos. Los judíos aborrecían en él al asesino de sus reyes; su propio hijo Antipatro acababa de atentar contra el y Dios mismo le hacía ya sentir los síntomas de la horrible enfermedad que lo llevó a la tumba; y para colmo, se le amenaza con proclamar a un niño rey de los Judíos. 

     En su acceso de cólera demoníaca, llama a sus guardias fieles, tracios, escitas y galos, guerreros bárbaros habituados a ejecuciones sangrientas de suma crueldad y les ordena matar en la ciudad de Belén y sus contornos circunvecinos a todos los niños desde los recién nacidos hasta los de dos años, asegurándose de que únicamente así el Niño Jesús perecería en aquella matanza.

     Los asesinos, cual jauría desatada de hienas feroces y lobos furiosos sedientos de sangre, se lanzan a toda prisa a la ciudad de David; invaden los hogares arrancando de sus cunas y de los brazos de su madres a los tiernos niños y los degüellan sin piedad. En vano las madres enloquecidas de dolor lanzan gritos desgarradores; en vano quieren huir; en vano se ocultan por salvar a los capullitos de sus entrañas, las espadas asesinas descargan sus golpes por todas partes y siegan las vidas de las inocentes víctimas.   

     Desde las alturas de Ramá resonaban los lamentos, los alaridos desesperados y los gritos desgarradores de las madres transidas de dolor. Desde su tumba Raquél se unía a aquellas madres inconsolables para llorar con ellas, no ya por hijos que, a cuatro kilómetros de Ramá y por el valle de Sión, partían encadenados camino del cautiverio rumbo a Babilonia, sino sobre cadáveres ensangrentados y destrozados de inocentes niñitos.

     Como en los tiempos del gran Profeta Jeremías, quien vaticinó en sus famosas Lamentaciones el llanto sin consuelo de las hijas de Sión, venía a cumplirse exactamente el vaticinio de dicha matanza en su célebre profecía: –»¡Se oye una gran voz en Ramá; muchos llantos, muchos gemidos, es Raquel que llora por sus hijos y ya no quiere consolarse, porque ellos, ya no están!». 

     ¡Pobres madres! Enjugad, vuestras lágrimas enjugad; vuestros hijitos no existen ya; pero han derramado su sangre por el Niño Dios! ¡Durante todos los siglos y hasta el fin del mundo millones de voces cantarán su Gloria! ¡Salud, dirán aquellas voces, salud! ¡Salud flores de los mártires a quienes el perseguidor demoníaco ha segado en la aurora de la vida, tal como la tempestad arrebata de las plantas los pimpollos al nacer! ¡Primicias de la inmolación Redentora, tierno rebaño de corderitos, vuestras almas inocentes juguetean al pie del Altar entre palmas y coronas!

     Mientras Herodes ordenaba consumar aquella horrible carnicería, el Niño a quien quería matar reposaba tranquilo en el Egipto, dormido en los brazos de su Madre.

     Al salir José y María de la Judea, penetraron en el inmenso desierto que los judíos habían atravesado acaudillados por el Patriarca Moisés. Allí en aquellas llanuras arenosas, sus padres habían caminado durante cuarenta años, comido el maná del cielo, bebido el agua de las rocas y recibido Moisés, de Dios la Ley del Decálogo al pie del Monte Sinaí cuya cima dejaba ver el lejano horizonte. Confiados a Dios que sacó a los hebreos del desierto, los Santos desterrados se aventuraron en aquellas soledades desconocidas. Después de un viaje de cerca de treinta leguas a lo largo del gran Mar Rojo, llegaron a Faramah aquel lugar en el que José, Virrey del Egipto, fue a recibir al anciano Jacob, su padre. Remontando entonces el curso del Nilo, el río bendito de los egipcios, atravesaron la hermosa llanura de Tafnis, testigo de los numerosos prodigios realizados por Moisés para gloria del verdadero Dios. Sus pies hollaban la tierra ilustrada por los patriarcas, sobre todo por aquel niño salvado de las aguas, libertador de su pueblo y viva figura del Mesías.

Siguiendo su camino hasta Heliópolis donde aguardaron las órdenes de Dios.

     El Egipto, vasto templo de ídolos, servía de centro de reunión a todos los espíritus sucios del abismo. Allí se adoraban a dioses de figura humana, a los astros, a los animales y hasta a las legumbres de los huertos. Heliópolis, la ciudad «santa» de los egipcios, con su templo del sol, sus colegios de sacerdotes de los ídolos, sus sabios y filósofos, formaba como el centro idolátrico. Y sin embargo, en el seno de aquella ciudad enteramente pagana fue donde Dios había preparado una nueva patria a la Santa Familia.

     Los judíos desterrados después de la destrucción de Jerusalén y más tarde los proscritos de Antíoco, se habían refugiado en gran número en Heliópolis. A fin de tener un recuerdo de la madre patria y del culto a Yahve, construyeron allí un templo al verdadero Dios que casi igualaba en magnificencia al de Jerusalén.

     José y María se encontraron, pues, con muchos compatriotas, la mayor parte hijos de fugitivos y desterrados como ellos. Allí, en medio de aquella colonia de judíos, trabajaron para ganar el pan de cada día viviendo como en Belén desconocidos y pobres. Una miserable gruta (los peregrinos que van hoy a Tierra Santa, visitan también la gruta de Heliópolis), les servía de asilo; pero Jesús habitaba allí con ellos y sus corazones superabundaban en gozo en medio de tantas tribulaciones comiendo el pan del destierro, con los ojos puestos en el camino de la patria y aguardando de Dios la orden de regreso.

     Tan atroz e inhumana maldad castigóla el Señor, dando al bárbaro rey una multitud de tantas y tan agudas enfermedades, que todo su cuerpo era un retablo de dolores: porque tenía las entrañas llenas de llagas y dolores cólicos, los pies hinchados, algunas partes del cuerpo hechas hervidero de gusanos, los nervios contrahechos, la respiración dificultosa y de todo su cuerpo salía un olor tan pestilencia, que no se podía sufrir y vino a tan grande aborrecimiento de sí mismo, que pidió un cuchillo con intento de matarse y hubiéralo hecho, si un nieto suyo no se lo hubiese estorbado. 

     El maldito Herodes murió el año de Roma del 750, el 25 de marzo, cerca de un mes después de la matanza de los Santos Inocentes. Los detalles sobre su enfermedad y horrible muerte se encuentran perfectamente consignados por el historiador judío Flavio Josefo (Antiquit. XVI y XVII). Tal fué el fin de este hombre tan ambicioso, cruel y endiablado.

     REFLEXIÓN(²): Mueren, dice San Agustín, los niños inocentes por Cristo y la inocencia muere por la justicia. ¡Qué bienaventurada edad fué aquella, que no pudiendo aún nombrar a Cristo, mereció morir por Cristo! ¡Qué dichosamente murieron aquellos, a quienes entrando en esta vida, tuvo fin su vida; pero el fin de su vida temporal fué el principio de la eterna y bienaventurada. Apenas habían llegado a los pañales y cunas de la niñéz, cuando recibieron la corona: son arrebatados de los brazos de sus madres para ser colocados en el seno de los Ángeles.

     ORACIÓN: Oh Dios, cuya gloria confesaron los inocentes mártires no con palabras, sino con su sangre: mortifica en nosotros todos los vicios, a fin de que nuestra vida y costumbres sean una confesión de aquella fe, que de palabra profesamos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

                                   *       *       *

     Más, si bien es cierto que Herodes ordenó matar a aquellos niños, esos inocentes no eran precisamente hijos suyos; ¡y sin embargo, llegado al caso, el propio cruelísimo Herodes se horrorizaría de aquellas madres modernas que, en los tiempos actuales asesinan a sus propios hijos por el crimen sin parangón del aborto! Porque debéis saber que los crímenes de Herodes son nada en comparación a la malicia de aquellas legislaciones inicuas y malditas que establecieron leyes para que médicos y doctores practicaran el tan horrendo crímen del aborto, como así también aquellos padres y madres que consintieron en el asesinato de sus propios hijos viniendo tales asesinatos a ser tan graves ante la Faz de Dios que sobrepuja ampliamente en conjunto, en detalle y malicia al crímen del feroz Ascaloni.

     A todos aquellos sostenientes y ejecutores de «la muerte blanca» añadirle ha Dios las plagas descritas en el Libro del Apokalypsis y detraerlos su parte del Libro de la Vida y de la Ciudad Santa, porque por crímenes tan nefandos mancharon sus almas con la sangre inocente de sus propios hijos haciéndose así semejantes a los demonios y por ende reos de eterna condenación.

     Santos Niños Inocentes del Dios Altísimo, rogad por nosotros y protejed a la niñez amenazada hoy día por «los actuales asesinos mil veces peor que Herodes» que atentan contra el nacimiento de los niños con el aborto; contra la vida espiritual y la inocencia de los niños, en el cine, la televisión, el internet, la pornografía infantil, la literatura impía, la escuela laica, la modas impúdicas, los escándalos con los malos ejemplos y «consejos» inmorales, heraldos todos del «hombre sin ley», el Anticristo.

Amén.

                                   *       *       *

MEDITACIÓN: LA FIESTA DE LOS SANTOS INOCENTES(³)

     I. Estos niños vertieron su sangre por Jesucristo antes de conocerlo. Hace ya tantos años que tú conoces a Dios y los beneficios con que te ha colmado, y ¿cómo lo has servido? Dale la flor de tu vida, conságrale a su servicio tus mejores años, como los santos inocentes. ¡Dichosos niños, no pueden aún pronunciar el nombre de Cristo, y ya merecen morir por Él! (San Eusebio). 

     II. No es hablando, sino sufriendo y muriendo, como estas primicias de los mártires, estas flores de la naciente Iglesia confesaron la fe de Jesucristo. A menudo Dios pide que tú lo confieses callándote y sufriendo. Te calumnian, te persiguen: sufre, cállate. ¡Ah! ¡cuán elocuente testimonio de tu fidelidad es esta paciencia muda! En vano dices que eres totalmente de Dios: corresponde que lo digan tus acciones; trabaja por Dios, sufre por amor suyo.

     III. Debes ser inocente como estos niños si quieres entrar en el cielo: Si perdiste la inocencia bautismal, es preciso que laves tu alma en las amargas aguas de la penitencia. Ojos míos, derramad vuestras lágrimas para extinguir el fuego del infierno y aun del purgatorio, y para lavar mis pecados; porque nada que esté sucio entrará en el reino de los cielos. ¡Dichoso si a semejanza de estas santas almas, podemos obtener la corona del martirio! Esta edad, todavía no apta para la lucha, está ya madura para la victoria.

ORACIÓN

     Oh Dios, cuyos inocentes mártires publican hoy la gloria no con sus palabras sino con su sangre, haced morir en nosotros los vicios todos, a fin de que la santidad de nuestra vida venidera proclame la fe que confiesan nuestros labios. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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Fuentes: 

     (¹)»JESUCRISTO; su Vida, su Pasión, su Triunfo», del Rvdo. P. Berthe, F.SS.R.

     (²)»FLOS SANCTORUM ANNO DOMINI» de la Familia Cristiana (Vidas de los Santos y Principales Festividades del Año, ilustradas con otros tantos grabados y acompañadas de piadosas reflexiones y de las oraciones litúrgicas de la Iglesia), por el Rvdo. P. Francisco de Paula Morell S. J. Año de 1890.

     (³)»MARTIROLOGIO ROMANO» (1956), Santoral de Juan Esteban Grosez, S.J., Tomo I; Patron Saints Index.

PUBLICADO ANTES EN CATOLICIDAD