Es imposible que ningún devoto de María Santísima se condene, si él procura obsequiarla y encomendarse a su patrocinio. Parecerá, tal vez, a primera vista, mucho decir; pero suplico no deseche nadie mi aserción antes de hacerse cargo de las razones.
El afirmar que un devoto de nuestra Señora no es posible que se condene, no se ha de entender de aquellos que abusan de esta devoción para pecar más libremente; por lo que hacen bien algunos en desaprobar con celo falso lo mucho que ensalzamos la piedad de María para con los pecadores, pareciéndoles que así los malos toman alas para más pecar, cuando lo primero que decimos es que éstos no tienen que lisonjearse; antes bien, por su temeridad y loca presunción, merecen castigo, no misericordia.
Se entiende, pues, de aquellos devotos que, con el deseo de la enmienda, juntan la fidelidad en obsequiar y encomendarse a la Madre de Dios.
De éstos afirmo que, moralmente hablando, no es posible que se condenen: proposición enseñada por muchos y graves teólogos. Y para ver el fundamento sólido en que se apoyaron, examinemos lo que en esta materia habían enseñado antes los Santos y Doctores sagrados.
Lo dice San Anselmo terminantemente, y éstas son sus palabras: «¡Oh Virgen benditísima! Tan imposible es que se salve el que de Ti se aparta, como que perezca el que se vale de Ti.»
Casi con las mismas expresiones lo confirma San Antonino, diciendo: «Así como es imposible que se salve ninguno de cuantos la Virgen desvía sus ojos de misericordia, así necesariamente se salvan todos aquellos en quienes los ponga abogando por ellos.»
Nótese de paso la primera parte de la proposición sentada por estos Santos, y tiemblen los que no hacen caso o dejan por descuido la devoción de María, pues vemos que aseguran resueltamente no haberse de salvar ninguno a quien esta Señora no proteja; sentencia que, además, sostienen otros muchos Doctores, como el autor de la biblia mariana, que dice: «Señora, el linaje que no te sirviere, perecerá.»
El salterio mariano añade que «los que no le son devotos morirán en pecado», y en otra parte, que «quien no la invoque en esta vida no entrará en el Reino de los Cielos».
Y exponiendo el salmo 99, llega a decir que «ni esperanza tendrán de salvación aquellos a quienes María vuelve las espaldas»; doctrina que mucho antes había enseñado San Ignacio, Mártir, diciendo claramente que «ningún pecador se puede salvar sino por medio de la Virgen, la cual, con su intercesión poderosa, salva a muchísimos que de rigor de justicia se hubieran condenado».
Algunos dudan que estas palabras sean de San Ignacio; pero, a lo menos, las hizo suyas San Juan Crisóstomos, en cuyo sentido le aplica la Iglesia lo que se dice en los Proverbios (8, 36): «Todos los que me aborrecen hallarán la muerte.
El que me halle, hallará la vida; porque todos los que naveguen fuera de esta nave segura perecerán en el mar del mundo.»
«Al contrario, dice María (Eccli., 24, 30), el que me oye no será confundido»; respondiendo a lo cual le dice el salterio mariano:
«Sí, señora; quien se aventaje en obsequiaros estará muy lejos de la perdición», y otro Santo añade que «ningún devoto suyo acabará mal, por más que en lo pasado haya ofendido a Dios».
Ahora conoceremos el motivo que el demonio tiene para afanarse tanto con los pecadores a que, perdida la divina gracia, pierdan también la devoción de María Santísima.
Viendo Sara (Gen., 21, 9) que su hijo Isaac, jugando con Ismael, hijo de la esclava, aprendía malas costumbres, dijo a su marido Abrahán que le echase de casa juntamente con Agar, su madre. No se contentó con que Ismael saliese, si no salía también la madre, temiendo que el mozo viniese a verla, y con aquella querencia no se despegase nunca de la casa.
De esta suerte, el demonio no se contenta con que el alma eche de sí a Jesucristo si no despacha también a la Madre, porque teme que la Madre, con la eficacia de su intercesión, le vuelva a traer; temor bien fundado, porque todo el que sea constante en obsequiarla, pronto recobrará la gracia de Dios.
Por eso llamaba San Efrén a la devoción a María Carta de Libertad o Salvoconducto para librarse del infierno.
Y realmente, teniendo para salvarnos tanto poder y voluntad, según la doctrina de San Bernardo; poder, porque es imposible que sus ruegos dejen de ser oídos; voluntad, porque es nuestra Madre y desea que logremos la salvación mucho más que nosotros mismos; ¿cómo se ha de perder ninguno que fielmente le sea devoto?
Podrá estar en pecado; pero si, con deseo de la enmienda, sigue encomendándose a Ella, queda a su cuidado el alcanzarle luz, arrepentimiento y verdadero dolor, perseverancia en la virtud, y al fin morir en gracia.
¿Qué madre, pudiendo fácilmente librar a un hijo del cadalso sólo con hablar al juez, no lo haría? ¿Y hemos de imaginar que la Madre más amorosa y tierna que jamás vio el mundo no librará de la muerte eterna a un Hijo suyo, pudiéndolo hacer tan fácilmente?
Demos al Señor gracias incesantes, piadoso lector, si sentimos en nosotros este afecto y confianza filial para con la Reina de los ángeles, pues que, según afirma un escritor griego, es gracia que Dios concede solamente a los que quiere salvar; y oigamos sus propias palabras, que alientan sobre manera los corazones:
«¡Oh Madre de Dios! Si consigo verme bajo vuestra protección y amparo, no tengo que temer, porque el ser devoto vuestro es señal segura de salvación, y Dios no la concede sino a los que determina salvar.»
No es extraño, pues, que esta dichosa devoción desagrade tanto al enemigo de nuestras almas. Se lee en la vida del Padre Baltasar Alvarez, de la Compañía, devotísimo de la Virgen, que estando en oración y sintiéndose acosado de tentaciones impuras, oyó cerca al enemigo, que le afligía, diciéndole: «Deja tú la devoción de María y dejaré yo de tentarte.»
Y a Santa Catalina de Sena fue revelada la verdad que vamos aquí probando. Díjole el Señor: «Por mi bondad, y en reverencia al misterio de la Encarnación, he concedido a María, Madre de mi unigénito Hijo, la prerrogativa de que ningún pecador, por grande que sea, que se le encomiende devotamente, llegue a ser presa del fuego del infierno.»
Aun el profeta David (Ps., 25, 8), dicen los intérpretes, pedía que Dios le librase de las penas eternas por el honor y gloria de María, clamando así: Señor, bien sabes que amé la hermosura de tu casa; no se pierda mi alma con la de los impíos.
Dice tu casa, significando a María, que es aquella casa hermosísima que en la tierra fabricó Dios por su mano para habitar y recrearse en ella hecho hombre, como está registrado proféticamente en los Proverbios (9, 1) por estas palabras:
La Sabiduríaedificó una casa para Sí. No se perderá, nos asegura otro escritor mariano, quien procure ser devoto de esta Madre Santísima; apoyándolo el salterio mariano cuando le dice: «Señora, vuestros amantes en esta vida gozan paz envidiable, y en la otra no verán la muerte eterna.» No; jamás se ha visto ni se verá que un siervo humilde y amante de María se pierda para siempre.
¡Cuántos se hubieran perdido por toda la eternidad si esta Señora no hubiese mediado con su Hijo Santísimo, alcanzándoles misericordia!
Más llegan a decir no pocos teólogos, y especialmente Santo Tomás: dicen que ha habido muchos casos de personas muertas en pecado mortal, y que, no obstante, por ruegos de María, Dios suspendió la sentencia de condenación y les permitió volver a la vida para que hiciesen penitencia de sus pecados.
Entre otros graves autores, Flodoardo, que vivió en el siglo X, cuenta en su Crónica que un diácono, por nombre Aldemán, estando ya para ser puesto en la sepultura, resucitó, y declaró haber visto el lugar que le esperaba en el infierno, pero que, interponiéndose la Virgen Santísima, le había conseguido la gracia de volver al mundo para hacer penitencia. Surio refiere que la misma Señora alcanzó gracia igual a un vecino de Roma llamado Andrés, muerto impenitente.
Pelbarto escribe también que, pasando en su tiempo por los Alpes con un ejército el emperador Segismundo, oyeron que de un esqueleto salía un grito pidiendo confesión y añadiendo que la Virgen María, con quien en vida tuvo devoción, siendo soldado, le había conseguido vivir en aquellos huesos hasta que se confesase. Se confesó y murió.
Estos y otros ejemplos no deben servir a ningún temerario de motivo para seguir pecando, con la esperanza de que la Virgen le librará también del infierno; porque así como sería gran locura echarse de cabeza en un pozo esperando que la Virgen había de impedir la muerte, por haberlo hecho alguna vez, mucho más lo sería el aventurar la salvación eterna con la vana presunción de que le librará del infierno.
Para lo que sirven los ejemplos referidos es para avivar la confianza, considerando que, si fue su intercesión tan poderosa que llegase a librar de las penas eternas alguno que otro muerto en pecado, incomparablemente más eficaz será en favor de aquellos que en vida recurren a Ella y la sirven fielmente, como deseo de enmendarse y mudar de vida.
Animados con esto, acójamenos bajo las alas de su misericordia, diciéndole con San Germán: «¡Oh Madre, oh esperanza, oh vida de los cristianos! Sin Vos, ¿qué sería de nosotros?»
— Señora, aquel por quien pidáis una vez no verá los suplicios eternos. Si cuando sea llamado ajuicio, dice Ricardo de San Víctor, abogáis por mí como Madre de misericordia; saldré absuelto.»
Añadamos con el Beato Susón: «Si el Juez quiere condenarme, pase la sentencia por vuestras manos», porque en manos tan piadosas se impedirá la ejecución.
Concluyamos repitiendo con el salterio mariano:
«En Vos espero, Señora, no seré confundido, sino salvo en el Cielo, donde os veré, alabaré y amaré para siempre.»
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