16/11/2024

¿Merece castigo lo que pasó en París? Un debate al que aportó su juicio el filósofo Robert Spaemann

[En 2012 tuvo lugar en Alemania un debate sobre la punibilidad de la blasfemia, en el que participaron personalidades católicas como el escritor Martin Mosebach (n. 1951) y el filósofo Robert Spaemann (1927-2018), quien publicó el 25 de julio de aquel año en el ‘Frankfurter Allgemeine Zeitung’ el artículo que a continuación reproducimos, en traducción de José M. Barrio. Puede servir para ilustrar la polémica mundial suscitada por la representación blasfema de la Última Cena durante la inauguración el pasado 26 de julio de los Juegos Olímpicos de París.]

Hay cosas que no encajan del todo. El Derecho alemán, y más aún la administración de justicia alemana, creen que un ciudadano con convicciones religiosas ha de tolerar que estas puedan quedar públicamente vejadas, que puedan ser objeto de mofa, e incluso que puedan verterse cubos de basura sobre lo que él tiene por más sagrado sin consecuencia penal alguna. Ha de llegarse demasiado lejos en esto para que un juez tome cartas en el asunto y se confirme una sanción. Esto último no suele ocurrir, y menos desde que la ofensa resulta sancionable tan solo si se “pone en peligro el orden público”.

Quiere esto decir que en Alemania sólo goza de protección legal la religión musulmana, no la religión cristiana. Y la razón es que, a diferencia de los musulmanes –y no sólo de los “islamistas”– los cristianos no reaccionan violentamente ante las ofensas. Cuando hace años se proyectó en Londres la película La última tentación de Cristo, fue retirada después de tres días de estar en pantalla porque los musulmanes hicieron saber al teatro que no tolerarían la ofensa a Jesús que, como es sabido, es un profeta según el Islam. Que después de protestar sin éxito alguno los cristianos se dieran por satisfechos, únicamente podría provocar entre los musulmanes un silencioso desprecio, ya que estos concluirían que para los cristianos el asunto no era para tomarlo muy en serio.

Hay que comenzar aclarando tres cuestiones

De acuerdo con las enseñanzas de Jesús sobre la injusticia que ellos mismos padecen, los cristianos no deben responder con violencia. Los cristianos siempre han reconocido al Estado el monopolio de la fuerza. Ellos rezaban por el emperador que les perseguía, del mismo modo que más tarde rezaron por las autoridades cristianas. Pero a su vez también confiaban en la protección del Estado. Por lo demás, las autoridades romanas les forzaban a adorar las imágenes del emperador matando a los “confesores”, a los cristianos que manifestaban su fe en Jesucristo. En la práctica de la denigración de aquello que para los cristianos es sagrado, y por lo que morían, nunca se llegó a la bajeza que hoy es ya habitual.

En palabras del Apóstol Pablo, los cristianos son, ciertamente, extranjeros en este mundo. También allí donde son súbditos del Estado. Pero esto no quiere decir que renuncien voluntariamente a su ciudadanía. Como informan los Hechos de los Apóstoles, el mismo Pablo tuvo la oportunidad de sostener con éxito su ciudadanía romana frente al director de una prisión.

Las cuestiones que deben plantearse son, en suma, las siguientes: ¿debería castigarse la ofensa a la religión? En caso afirmativo, ¿por qué? A su vez, ¿qué es lo que realmente debe castigarse en ese hecho? Y, en tercer lugar, el castigo por ofender la religión ¿debe ser muy severo, o más bien de carácter simbólico? ¿Qué honor debe proteger la ley: el honor de Dios o el de los creyentes? Sobre estas cuestiones hace falta algo más de claridad.

Lo adecuado es una doble sanción

En la Jerusalén del Antiguo Testamento, así como en el Islam de nuestros días, la cuestión gira en torno al honor de Dios. Dios, supremo legislador, es ofendido por la transgresión de los mandamientos. Esa ofensa ha de castigarse, y si se refiere directamente a la persona de Dios, mediante la más alta sanción, la pena de muerte. El sujeto represor puede ser el Estado islámico basado en la sharia, y donde no está instituido se ocupará la Umma, la comunidad transnacional de todos los musulmanes. En una teocracia, a todo musulmán le está permitido apresar y dar muerte a los infractores. Las bárbaras ejecuciones de las últimas décadas, o la amenaza de muerte contra escritores, constituyen la consecuencia lógica de esa teocracia. En definitiva, el Derecho Público protege penalmente el honor de Dios, y cada infracción en este punto constituye una completa irreverencia, tanto si es liviana como merecedora de la más alta condena.

Los cristianos se perciben a sí mismos como personas para quienes Dios es la más eminente realidad, de la que depende la vida y la muerte. Ser cristiano implica estar dispuesto, por principio, a pagar con la propia muerte su profesión de fe en Dios y en Jesucristo, pero en todo caso con la propia muerte, no con la de ningún otro. Por eso no tienen los hechos constitutivos de blasfemia ningún sitio en el Derecho Penal. En el Derecho secular antiguo no se trata ya de Dios, sino de seres humanos, y en cualquier caso de hombres a los que les importa Dios. Dios no necesita ser protegido. Él es quien protege. Ser protegidos es algo que sin embargo necesitan los seres humanos que creen en Dios. Ellos son los agraviados por la ofensa a la religión. Y ciertamente de forma aún más grave que si se tratara de una ofensa a su propia persona.

Depende de la apreciación de los jueces

Dios es para los cristianos lo más sagrado. Un Estado que no protege a sus ciudadanos del ultraje o difamación contra lo que consideran más santo, no puede exigirles que a su vez se sientan ciudadanos de su comunidad. Si se trata de cristianos, esos ciudadanos son súbditos leales, pero no más. Aquel que se afane tanto en insultar a la religión que esté dispuesto a pagar el precio de tener antecedentes penales, debería pagarlo. Y en relación a la cuantía, habría de ser aproximadamente el doble de lo prescrito para las injurias contra alguien, no más, pero tampoco menos.

La cuestión crucial en el asunto de las penas por ofender la religión siempre ha sido la dificultad de definir claramente el delito. Está claro que no puede tratarse de un delito público en el que sea irrelevante el hecho de que alguien se considere ofendido. Hace falta que haya un demandante. Pero el sentimiento de quien demanda que ha sido vejado tampoco puede ser el único criterio, pues de este modo se convalidaría la susceptibilidad en una forma que podría llegar al disparate. Hay que abrir aquí un margen de discrecionalidad para el dictamen judicial. Ahora bien, después de todo, esto mismo se aplica a cualquier ofensa. En cualquier caso el juez debe evaluar si alguien está legitimado para sentirse ofendido o no. Esto, que suele funcionar como regla general, igualmente sería de aplicación para el caso que nos ocupa, el de las ofensas a la religión.

El temor de Dios como objetivo de la escuela

Pese a la neutralidad religiosa del Estado laico, en Alemania reconocemos algo como sagrado, casi tanto como la muerte de Jesús en la Cruz. Supongamos que aparece en algún sitio una foto de una cámara de gas con el letrero “El trabajo libera” [Arbeit macht frei], y con una multitud de ranas medio muertas. A nadie se le ocurriría discutir que en ese caso cualquier persona estaría objetivamente justificada para sentirse agraviada en lo más íntimo. Negar el asesinato de seis millones de judíos debería ser tan poco punible como negar la muerte de Jesús en una cruz, por ejemplo, en el Corán. Se trata simplemente de una falsedad histórica. Mas sobre la verdad de estas cuestiones el Estado no es una instancia decisoria. El escarnio de la víctima, por el contrario, sí habría de constituir una ofensa objetiva que en justicia no debe quedar libre de sanción.

Desde la década de 1970, el genocidio de los judíos en Europa se ha elevado a un nivel cuasi-sacral. Hay quienes, como el antiguo ministro de Asuntos Exteriores Joschka Fischer, pretenden ver ahí el «mito fundacional» de la República Federal de Alemania, por lo demás de manera abusiva, pues a diferencia de la muerte de Jesús, a aquel exterminio no cabe en modo alguno atribuirle valor salvífico. No es posible concebir un puro crimen como el mito fundacional de un Estado.

Hace falta una tutela legal efectiva

Hasta ahora sigue siendo una cuestión abierta cómo debe comportarse el Estado laico en relación a aquellos supuestos sin los cuales no puede subsistir, pero que tampoco él puede garantizar, de acuerdo con el célebre Diktum de Böckenförde. ¿Debe hacer como que los ignora, en contra de su propia convicción? ¿O por el contrario puede y debe protegerlos, promoverlos y privilegiarlos? Y ante todo la religión, en particular la religión cristiana, que nutre las raíces más poderosas de nuestra civilización. Al mencionar la “responsabilidad ante Dios” de los padres fundadores, la Ley Fundamental (Grundgesetz) se sitúa, incluso, en una posición directamente asertiva en referencia a la fe en Dios. La constitución de Renania del Norte-Westfalia llega a declarar que el «temor de Dios» es uno de los objetivos educativos obligatorios de las escuelas. Sin embargo, y por muy buenas razones, la legislación religiosa se limita a la protección de los sentimientos de los creyentes sin meterse en el objeto de estos sentimientos.

En los años setenta vi a la entrada de Notre-Dame, en París, un letrero que invitaba a los visitantes a “respetar el sentimiento de quienes consideran esta catedral como un lugar sagrado”. La catedral pertenece al Estado francés, y en ese sentido la inscripción sería más o menos correcta. Pero quien administra Notre-Dame es la Iglesia, y en boca de esta la notificación resulta extravagante. La catedral es lo que los fieles consideran que es, justamente un lugar de oración, y como tal debe ser respetada. Afortunadamente esta inscripción, muy condicionada por aquellos tiempos, hoy ha desaparecido y ha sido sustituida por una más aceptable. Aquella era una expresión tajante de la comprensión francesa de la laicidad. Sin embargo, el Estado no tiene que ignorar sus presupuestos no escritos. No puede garantizarlos, pero puede tratarlos con cuidado, y ese es su deber. Un tratamiento cuidadoso incluye una protección legal efectiva.

Publicado en Frankfurter Allgemeine Zeitung el 25 de julio de 2012.

Traducción de  José M. Barrio.

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»