15/11/2024

Morir es siempre inesperado

Tengo un amigo que ha escrito una novela que se llama Los siguientes. Se refiere a los cuidados de los mayores, de cómo se enfrentan los miembros de una familia a la inevitable decadencia y muerte de sus mayores. Hoy dialogaba en un Café con una mujer sobre su vida de fe, y me hablaba precisamente de este libro, y ella, que acaba de cumplir una edad provecta, me dice que ya forma parte de esa generación de los que serán los siguientes en ser llamados por Dios, o por mejor decir, en palabras del mismo Señor, quienes serán llevados por Él y con Él, “para que donde yo estoy, estéis también vosotros”. Hasta el día de hoy, no he encontrado una definición más consoladora del instante de morir. Emily Dickinson intentó hablar eficazmente de la muerte en un poema, “ llevamos la mortalidad tan ligeros como un traje elegido, hasta que se nos pide que nos lo quitemos”. Pero no convence, porque la desnudez de la mortalidad no consigue serenarnos, a menos que nos veamos alcanzados por una compañía.

Cuando venga nuestra muerte, vendrá de repente, porque aunque se tenga una enfermedad que se prolonga, nunca uno se imagina que tendrá que morirse, porque la muerte suele ser cosa de los otros. La noche pasada estaba de guardia en el hospital y bajé a la UCI, acababa de morir una mujer y me esperaban los familiares más directos. Había sido un infarto, un golpe de corazón inesperado. Cuando la mujer llegó al hospital, llegó muriéndose, y se fue muy pronto. En la habitación estaban los hijos, los nietos, todos con mucha fe y mucho asombro en sus rostros, porque ni los pequeños esperaban que la abuela tuviera que morirse. Era divertida, “la Navidad sin ella va a ser otra cosa”, eso me dijeron.

Habrá un último día para la humanidad, pero habrá un último día también para mí, y esto seguro que ocurrirá antes. La suerte del creyente descansa en la promesa de que el último día será el primero de una nueva temporada, porque la traducción de Apocalipsis no es el horror, sino la revelación de los tiempos de la plenitud. Cuando nos vayamos, todo lo que arde en nuestro pecho seguirá allí dentro, pero esta vez enteramente a sus anchas, sin llanto, sin dolor, sin vejez.

En la ciudad de Bolzano, al norte de Italia, hay una momia de un tipo de hace más de 5000 años. Detrás de un cristal se le puede observar reposando en su cámara frigorífica. Todos los días cientos de turistas se asoman al museo arqueológico de la ciudad para echar un vistazo a ese extraño cadaver. Además de sus restos morales, se encontraron intactas sus botas, su lanza, su abrigo, su cinturón, los calcetines, todo como recién salido de Zara. Le llaman Otzy. Hoy en la radio he oído a un periodista hablar de él, del espanto que sería reposar toda la vida a la vista de los miles de seres humanos del futuro. A Otzy, la muerte le pilló desprevenido, como nos ocurrirá a cada uno de nosotros. Pero la esperanza humana no está en la conservación en una cámara frigorífica, sino en que Otzy ya conoce a quien le dio la vida. Y eso también se refiere a nosotros.