El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, ha dejado clara su animadversión a la fiesta nacional al anunciar este viernes que suprime el Premio Nacional de Tauromaquia, creado en 2011 siendo presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero.
Al justificar su decisión en distintas entrevistas, ha hablado de «maltrato animal» y «tortura animal», a pesar de que la tauromaquia está excluida del ámbito de aplicación de la animalista ley de bienestar animal de marzo de 2023. Y lo está porque una ley específica de 2013 reconoce la tauromaquia como «parte esencial del patrimonio histórico, artístico, cultural y etnográfico de España» y establece, en aplicación del artículo 46 de la Constitución, que «los poderes públicos garantizarán la conservación de la tauromaquia y promoverán su enriquecimiento».
Un público más culto y religioso que la media
Las propias estadísticas del Ministerio de Cultura señalan que, a pesar de la pérdida de influencia del mundo de los toros en la sociedad española en las últimas décadas, un 1,9% de españoles asistió físicamente en 2022 a un espectáculo taurino y un 10,2% lo hizo por televisión o en streaming. Cifras nada desdeñables, a pesar del ostracismo informativo al que la tauromaquia es sometida.
El público taurino muestra además una mayor sensibilidad cultural que la población general, siendo más proclive que el español medio a otras actividades culturales: lectura (+0,9%), cine (+12,3%), museos (+8,2%), conciertos (+6,2%), teatro (+4,8%), ópera (+1,1%).
La asistencia es muy equilibrada por tramos de edad, y por sexo los hombres doblan a las mujeres. Sin embargo, en su obra recientemente publicada El arte del toreo (La Esfera de los Libros), el crítico Andrés Amorós destaca «la presencia creciente de grupos de mujeres y de jóvenes en los tendidos», con lo que «el tópico que esgrimían los antitaurinos de que es una fiesta vieja, casposa, sin futuro, se está disolviendo como un azucarillo».
No hay estadísticas recientes sobre la vinculación entre la afición taurina y las creencias religiosas. Pero sí las hay sobre el sesgo político: son partidarios de la fiesta un 70% de los votantes de Vox, un 60% del PP, un 13% del PSOE y un 3% de Podemos (la encuesta es 2021, cuando Sumar no existía).
Ahora bien, existe asimismo una correlación entre la identificación política y la práctica religiosa. Según el barómetro del CIS de noviembre de 2023, en una escala del 1 (izquierda) al 10 (derecha), el católico practicante se sitúa en una media de 6,31 y el ateo en una media del 3,36.
Por todo ello resulta inmediato deducir que el público taurino es significativamente más religioso que la media.
Un espectáculo empapado de religión
Esto no supone ninguna sorpresa para el pintor y escritor Miguel Aranguren, quien acaba de publicar Toros para antitaurinos (Homo Legens), pues responde a la propia naturaleza del festejo. En primer lugar, explica a ReL, porque en un país medularmente católico como España los toros se convirtieron en «complemento principalísimo de las fiestas de carácter religioso«: «No es que la Iglesia celebrara sus fiestas con toros, sino que el pueblo decidió festejar a sus santos patronos con este tipo de espectáculos».
Los cuales fueron impregnándose de religiosidad. «La lidia, de una manera espontánea, fue enriqueciéndose con elementos fundamentales de la fe cristiana», señala Aranguren: «En primer lugar, dado el riesgo que asumían los actuantes, la invocación -la oración– se convirtió en un elemento natural en la vida de los espadas y de sus familias. Después, cuando se construyen los primeros cosos en el siglo XVII, la capilla se convierte en un rincón fundamental del edificio, por el que pasan los espadas antes de hacer el paseíllo. Las reales maestranzas y otras organizaciones dedicadas al auxilio de los más necesitados se hacen cargo de la propiedad de las plazas o de la organización de los festejos, cuya recaudación reparten entre los necesitados. También los coletas más afamados hacen importantes donativos a instituciones religiosas dedicadas a la caridad. También se ponen bajo la protección de determinadas advocaciones a la Virgen y a Cristo, y a partir del final del siglo XIX se populariza la verónica como lance fundamental con el capote, que recibe el nombre de la tradición cristiana (el Vía Crucis), ya que el toro embebe con la cara el capote del diestro».
«Por último», comenta el autor de Toros para antitaurinos, «los capotes de paseo con los que los toreros realizan el paseíllo llevan bordados en el centro la imagen de las advocaciones a las que tienen devoción. Ellos mismos organizan en su habitación del hotel una ‘capilla’ de estampas, a las que rezan antes de salir rumbo a la plaza, y a las que agradecen volver sanos y salvos a su regreso. También rezan en la capilla de la plaza, se santiguan al comienzo del paseíllo y se encomiendan; y vuelven a santiguarse antes de la salida del toril de cada uno de los bureles que les corresponden».
Treinta años de prohibición… a la que casi nadie hizo caso
¿Cómo es posible entonces que un gran Papa, santo por más señas, San Pío V (el Papa de Lepanto y del Rosario, del Catecismo de Trento y de la codificación de la misa tradicional) llegase a excomulgar no solo a participantes y asistentes a los espectáculos taurinos, sino incluso a las autoridades que no los impidieran?
Es una historia que hay que contextualizar para entender bien por qué dichas prohibiciones no tienen relevancia actual alguna para el argumentario antitaurino.
En primer lugar, la oposición a la fiesta de los toros se plantea hoy en términos animalistas: el sufrimiento del toro durante la lidia. Sin embargo, la preocupación de San Pío V cuando en 1567 promulga la bula Saluti gregis, y la razón de su prohibición, no es el animal, sino el riesgo de muerte de quienes participan en el espectáculo, que «con la muerte de los cuerpos [pueden] ganar también la condenación de las almas». Poner gratuita e irreflexivamente la propia vida en peligro es, evidentemente, un pecado grave, con lo cual -intenta transmitir el Papa- una cornada mortal sorprendería a la víctima en un inconveniente estado espiritual.
En segundo lugar, los espectáculos taurinos populares a los que se refiere San Pío V (básicamente, correr los toros), aunque siguen existiendo, no tienen nada que ver con la tauromaquia actual como técnica y como arte, cuya fecha de nacimiento se vincula con las reglas de la lidia publicadas en Cádiz en 1796 por el diestro Pepe-Hillo.
Francisco de Goya reflejó así la muerte de Pepe-Hillo en Madrid entre los pitones de Barbudo el 11 de mayo de 1801.
Ya desde esa época goyesca, el torero es un profesional altamente cualificado para su tarea, lo cual no anula el peligro pero lo sitúa en cauces racionales -y por tanto en los límites de la moralidad- semejantes a otros espectáculos o actividades recreativas de riesgo, desde el circo al automovilismo, pasando por el buceo o el paracaidismo.
Por lo demás, Felipe II se negó a publicar la bula de San Pío V y ordenó a su embajador en Roma, el duque de Sessa, que solicitase su anulación. No lo consiguió, pero al morir el Papa en 1572, su sucesor, Gregorio XIII, atendió los requerimientos del Rey Prudente (quien acababa de salvar la Cristiandad en Lepanto) con la bula Exponis Nobis de 1575. Mantuvo sin embargo la excomunión para los eclesiásticos que asistiesen al espectáculo y condicionaba el levantamiento a que «no se pueda seguir muerte de alguno».
Como la mayoría de los clérigos y religiosos hacían caso omiso de la prohibición, el sucesor de Gregorio XIII, el Papa Sixto V, firmó la bula Nuper siquidem en 1586 reinstaurando las excomuniones. Entonces Felipe II pidió a Fray Luis de León que redactase un recurso, donde se decía que «la prohibición no surte efectos por ser la lidia de toros una costumbre tan antigua que parece estar en la sangre de los españoles y éstos no pueden privarse de ella».
En ‘Tauromaquia: ¿religión insólita, mito o superstición?’ (Madrid, 2010), Rafael Carvajal Ramos recoge la historia completa de las bulas antitaurinas, incluidos sus textos.
Tan era así, que uno de los problemas que se planteaba es que algunos eclesiásticos, precisamente para no «privarse de ella» y pasar desapercibidos, acudían a la fiesta sin su hábito talar. Y así, disimulados entre la multitud, caían en otras tentaciones incompatibles con su estado. «Al desprenderse del ropaje peculiar de su ministerio, rompían los deberes que éste les imponía y cometían incalificables atropellos al pudor y a la moral, que venían a aumentar los contraproducentes efectos de los breves pontificios», cuenta el taurómaco Pascual Millán (1845-1906) en su obra Eclesiásticos toreros.
Pasaron algunos Papas más, de breves pontificados, y tras llegar Clemente VIII al solio pontificio en 1592, Felipe II logró al fin la revocación definitiva de toda prohibición, salvo la de las corridas en domingo, que no decayó hasta el siglo XIX.
Capellanes taurinos
Nada, pues, puede objetarse desde la fe al espectáculo taurino. Prueba de ello es la reciente celebración el 5 y 6 de abril, en el seminario de San Atilano de Zamora y auspiciado por la diócesis, del I Encuentro Internacional de Capellanes Taurinos, honrado con la presencia del cardenal Baltazar Porras, arzobispo de Caracas, llegado desde Venezuela, país de gran solera taurina.
Durante el encuentro de capellanes taurinos, al que asistió José Ortega Cano, hubo un tentadero en el que participaron los propios sacerdotes. Entre ellos, Víctor Carrasco, párroco rural en tres pueblos de Extremadura, quien evidenció maneras.
Una ocasión que sirvió para poner en valor la figura del sacerdote vinculado al mundo del toro: toda una tradición no solo ganadera (¡cuántos hierros tienen un origen eclesiástico!), sino de cercanía humana y, sobre todo, sacramental. Los más leales seguidores de los grandes maestros conocen las fechas de su alternativa o de su confirmación, o los nombres de los astados que les dieron grandes triunfos y dónde, pero también el número de veces que han recibido la extremaunción en la enfermería, cuando la naturaleza de la cornada ha hecho temer por su vida.
«Los valores que tiene la tauromaquia y los valores que tiene la religión son tan similares que llegan a mezclarse», declaró a Tendido Cero (RTVE) uno de los participantes, Ranulfo Rojas, párroco en Tlaxcala (México): «No se puede entender uno sin otro. La tauromaquia no es un espectáculo, no es algo solamente lúdico, sino que es un rito que tiene un misticismo muy profundo que hay que disfrutar y hay que entender, pero sobre todo hay que sentir, es desde el corazón».
La metafísica y la trascendencia del toreo
Lo que nos corrobora Aranguren: «Durante los veinte minutos que dura la lidia de un toro se cruzan los elementos fundamentales de la existencia: el principio y el fin; la vinculación del ser humano con el legado de la Creación; su necesidad de conectar con la belleza más pura, de expresar sentimientos y transmitirlos; el respeto y admiración del hombre a un animal majestuoso, al que se le ofrece una muerte que lo individualiza (cada toro recibe un nombre propio); la potestad del respetable para reconocer el don natural, el valor y el esfuerzo; la oportunidad de festejar a los héroes, que son el alimento de una sociedad saludable, etc.»
«Los toreros», apunta el escritor, «ejemplifican la primacía de la voluntad sobre el deseo, de la inteligencia sobre el instinto, al mostrar la constancia y el ejercicio de esa inteligencia como frutos inmensurables de su sacrificio personal. Ante la fragilidad de sus cuerpos (imagen de nuestras debilidades), el triunfo transluce la esperanza de una eternidad redimida. Por otro lado, la muerte del hombre siempre está presente, la fugacidad del tiempo, el anhelo de la ‘plaza del Cielo’”.
Es conocida la religiosidad -con alguna excepción- de los toreros, porque viven «una vocación hasta el límite (el toreo es una llamada interior con la que uno acepta el riesgo a cambio del don creativo de la obra estética), en la que la presencia divina es una constante. Entienden con naturalidad que el hombre está de paso por el mundo y que la vida, que es el bien superior, se enfrenta a otro bien aún más elevado, que es la gloria (humana y espiritual). Es decir, la religiosidad que viven nada tiene que ver con la superstición que provoca el miedo sino con la seguridad de que Dios los acompaña de una manera misteriosa».
Como ejemplos históricos concretos cita a Antonio Bienvenida o al mexicano David Silveti, que fueron supernumerarios del Opus Dei. A Joselito El Gallo, tras cuya muerte en Talavera de la Reina, empitonado por Bailador, las camareras de «su» Virgen de la Macarena la vistieron de luto por única vez en la historia. O al rejoneador y ganadero Álvaro Domécq y Díez, quien organizaba cursos de retiro espiritual para toreros en la capilla de su finca.
«Costumbre que hemos retomado una serie de personas», concluye Aranguren, «a quienes la piedad de muchos de estos hombres de luces y su sensibilidad para descubrir a Dios y aprender a tratarlo nos han ayudado a darnos cuenta de que en su humildad personal reside una fe conmovedora«.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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