Como bien saben ustedes, y si no se enterarán al leer este artículo, estamos en plena conmemoración por los 1700 años de la celebración del Concilio de Nicea, primero de los ecuménicos.
Arrio era un presbítero influyente en Alejandría, conocido por su elocuencia, su formación filosófica y su capacidad para atraer seguidores tanto entre el clero como entre los laicos. Su tesis era tan clara como errónea: el Hijo de Dios no es eterno ni de la misma esencia que el Padre. Según él, si Dios es absolutamente único e ingenerado, no puede compartir su esencia con otro ser. Por tanto, el Hijo -aunque exaltado y anterior a toda la creación- fue creado por el Padre antes de los siglos, y por tanto hubo un tiempo en que el Hijo no existía. Para Arrio, esto no rebajaba a Cristo a un mero ser humano, pero sí lo situaba por debajo del Padre, como criatura intermedia entre Dios y el mundo.
Dado que las tesis arrianas se hicieron muy populares, ustedes se pueden hacer idea del problema al que se enfrentaba la Iglesia. Entonces el emperador Constantino, que se había convertido al cristianismo -aunque esto es matizable-, vio que esa controversia podía afectar al imperio y decidió convocar un concilio.
El sacerdote alejandrino pudo exponer sus tesis ante los obispos -el de Roma representado por dos legados-, que de forma prácticamente unánime las rechazaron. Se adoptó entonces el término «homousios» es decir, que el Hijo es de la misma sustancia o esencia que el Padre. Esta palabra fue elegida precisamente para dejar sin ambigüedades la afirmación de la divinidad plena del Hijo. Dicha divinidad ya aparece de forma contundente en la Escritura (Jn 1,1; Tito 2,13; 1 Jn 5,20; etc), pero como la Biblia también diferencia claramente la persona del Padre y del Hijo -y también del Espíritu Santo-, convenía aclarar cuál era el alcance de la condición divina del Hijo.
Aunque la doctrina cristiana quedó claramente definida, no ocurrió lo mismo con la aceptación de la misma. No voy a explicar en este artículo todos los vericuetos históricos que siguieron al concilio, porque basta saber que se intentó llegar a una especie de solución intermedia entre las tesis arrianas y la fe nicena. Según la misma, el Hijo era «homoiusios», semejante al Padre. Una simple «i» lo cambiaba todo. Porque o Cristo es Dios como el Padre es Dios, o Cristo es un dios pero no el mismo sentido que el Padre es Dios.
¿Cómo explicar esto al hombre moderno, que no entiende de sutilezas teológicas y que piensa que estas discusiones son innecesarias?
Pienso que, reconociendo todas sus limitaciones, podemos hacer uso de las semejanzas. Un servidor de ustedes las ha usado en debates con los arrianos de nuestro tiempo: los Testigos de Jehová. He aquí un posible diálogo con ellos:
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