Hubo un tiempo, no del todo superado, en que se creía que la comunión eclesial, el ser comunidad cristiana, comunidad católica, pasaba por conocer a cada vecino de banco y saber donde vivía, si estaba casado, sus principales problemas y aspiraciones de vida.
Me contaban que en una ocasión, dispuestos a reinventar la pólvora, en una parroquia cambiaron el gesto del lavatorio de pies de jueves santo por un amigable intercambio de tarjetas de visita de los allí presentes, con el resultado no previsto de que el señor Diéguez de Montepríncipe espetó a su vecino que él no tenía por qé revelar su domicilio a nadie y que, a su vez, no tenía el más mínimo interés en descubrir si su vecino del tercer banco de esa gran moderna comunidad vivía en el barrio o se había dejado caer por ellí esa tarde. Don Serafín Diéguez era de esos para los que la comunidad era cosa de aceptar al papa, proclamar la misma fe, ir a misa los domingos y cumplir los mandamientos.
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