La cuestión no es si volver al papel. La cuestión es ¿por qué entraron las tabletas en los colegios sin un debate previo exhaustivo? Dando por supuesto que la educación es un ámbito serio y riguroso y que los métodos deben basarse en las evidencias y no en las ocurrencias, el peso de la prueba de la industria que desea comercializar esos dispositivos en el ámbito educativo debía ser doble: 1) demostrar que traen beneficios objetivos para la educación superiores a los que trae el papel y 2) probar que no conllevan perjuicios. La industria no cumplió con ese doble peso de la prueba, ni antes de introducir las tabletas, ni una década después. Entonces, ¿por qué entraron las tabletas en las aulas?
Para entender bien lo que ocurrió, es preciso ubicarse en el contexto pedagógico que prevalecía en el momento del auge de las soluciones tecnológicas aplicadas a la educación. En la segunda década del siglo XXI, nos encontramos en plena reflexión respecto a un modelo educativo agotadísimo: el mecanicismo. Este modelo se apoya en tres pilares: la repetición y memorización mecánicas y sin sentido («la letra con la sangre entra»), así como la jerarquía como única fuente de conocimiento («es verdad porque lo digo yo»). Hay un malestar y un desencanto respecto a la educación pasiva y demasiado racional. Se considera que no contempla al niño como protagonista de su educación.
Recogiendo esta sensibilidad, los colegios empiezan a cambiar los métodos mecanicistas por otros de la llamada «educación nueva» (el trabajo cooperativo, el trabajo por proyectos, el enfoque competencial, el «aprender haciendo», etc.), haciendo suyas, sin indagar demasiado en ellas, las premisas de la tradición filosófica que las subyace: la corriente romántico-idealista.
Es en este preciso momento en el que el sector tecnológico contrae un matrimonio de conveniencia con la educación nueva. ¿Por qué esa unión? ¿Qué ganan ambas partes con ella y qué relación guarda con la introducción de las tabletas en las aulas?
Por un lado, si quiere prosperar, el novio necesita un barniz pedagógico. El sector tecnológico necesita contenidos y apariencia de saber educativo. Se sabe de sobra que no tiene ni los unos ni el otro. La necesidad de los colegios innovadores de renovarse continuamente encaja de maravilla con la mentalidad de la obsolescencia tecnológica que fundamenta el modelo de negocio de ese sector.
Por otro lado, la novia necesita un vestido de dignidad. La pedagogía inspirada en la tradición romántica-idealista nace con Rousseau y empieza a organizarse alrededor de un abanico de métodos que tienen más de cien años. A una corriente que lleva más de un siglo sobreviviendo a base de aborrecer lo antiguo, le conviene casarse con un sector que le dé aire de progreso y de modernidad.
Así pues, la educación nueva defiende la idea de que el alumno construye su propio conocimiento en base a la representación que se hace de la realidad. Ya no hay vara de medir, ni tiene sentido transmitir conocimientos: el alumno los construye. Lo importante es «aprender a aprender». Ahora bien, el alumno que no sabe, tampoco sabe lo que no sabe. Si lo desconoce, ¿cómo puede entonces saber lo que necesita saber? Para la educación romántico-idealista, el conocimiento es una semilla que se encuentra en el niño y que brota en él de forma autónoma. Si el alumno construye su propio conocimiento en base a su representación de la realidad, ¿qué mejor lugar para llevar a cabo esa construcción? «Todo está en Internet» ¡Eureka! Internet, un océano de información descontextualizada, es el lugar idóneo para las pedagogías constructivistas. Y las tabletas, su vehículo privilegiado.
Paradójicamente, la mente que mejor se desenvuelve en Internet es la que aprendió en modo analógico; una mente preparada puede encontrar tesoros en este océano, sus conocimientos previos le permiten saber lo que busca, cómo y dónde buscarlo y distinguir lo falso de lo verdadero. En las mentes inmaduras y sin conocimiento previo, el mundo digital se convierte en un laberinto que lleva a la mente de un lado a otro, consumiendo su atención para entregarla a los que patrocinan sus contenidos. Lo que debía empoderar y convertir al alumno en protagonista, lo que debía suscitar en él actividad, acaba adormeciéndole. Su mente se vuelve pasiva y pierde interés en la lentitud de la realidad. El alumno recurre al cortar y pegar, sin el criterio previo que le permite juzgar y discernir.
Así fue como la educación progresista, que siempre se caracterizó por sus votos de pobreza y por aborrecer al capitalismo salvaje, llegó a casarse por interés con uno de los novios más poderosos y ricos de nuestros tiempos. Así fue como la novia, a cambio del vestido de dignidad que le dio una década más de gloria, entregó a sus protegidos al verdugo con el que se casó.
La buena noticia es que los matrimonios de conveniencia no son para siempre. Duran lo que dura el interés de cada una de las partes. Durará el tiempo que tardemos en desvestir de dignidad a una, o en desnudar de su barniz al otro. Y ojalá entonces hagamos la promesa de nunca más dejar al que está al servicio de los intereses económicos cruzar la línea sagrada de lo que entra o no en el aula.
Publicado en La Razón.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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