27/11/2024

¿Por qué los «woke» se consideran moralmente superiores? Un mix de causas históricas e ideológicas

La izquierda se inclina a menudo hacia una postura moral, pretendiendo encarnar el bien en política. ¿De dónde procede esta tendencia y cómo se ha manifestado? ¿Qué compromisos y negaciones ha ocultado a veces esta actitud?

Benoît Dumoulin, director del Centro Antropológico de Provenza, director de desarrollo de Ichtus y profesor de ideas políticas y derecho constitucional, responde a estas preguntas en el nº 373 (octubre de 2024) de La Nef:

La izquierda… ¿el lado del bien?

En Francia, la izquierda es esencialmente religiosa y adopta la forma de una nueva religión. Inseparable de sus orígenes revolucionarios, no limita sus ambiciones a las cuestiones institucionales y políticas, sino que pretende regenerar la condición humana a través de la política y dar nacimiento a un hombre nuevo, emancipado por el progreso.

Es en la filosofía de la Ilustración y en la experiencia revolucionaria donde se forja la identidad política de la izquierda. Históricamente, la división derecha/izquierda se remonta a la sesión del 11 de septiembre de 1789, cuando los diputados de la Asamblea Constituyente, reunidos para deliberar sobre el derecho de veto concedido al rey Luis XVI, se dividieron espontáneamente a ambos lados del presidente de la Asamblea: a la derecha, los «monárquicos», partidarios de un veto absoluto para el rey; a la izquierda, los «constitucionalistas», que preferían un simple veto suspensivo y ganaron la causa. Una división que iba a marcar la vida política francesa durante mucho tiempo, basada en la aceptación o el rechazo del legado revolucionario.

Los orígenes del significado político de los términos ‘derecha’ e ‘izquierda’ remiten al lugar ocupado en la asamblea revolucionaria de 1789. En la imagen, ‘La noche del 4 de agosto de 1789 en la Asamblea Nacional’ (detalle), cuadro de Charles Monnet sobre grabado de Isidore Stanislas Helman.

Pero la oposición pronto fue más allá de las meras cuestiones institucionales, ya que la Revolución pretendía hacer borrón y cuenta nueva del pasado y dar nacimiento a un mundo nuevo, enraizado en la filosofía del contrato social, es decir, la sociedad ya no se veía como un hecho de la naturaleza que precedía al hombre, sino como el producto de un contrato enteramente ideado por él.

Es en esta visión constructivista del hecho social donde la izquierda, abrazando la causa revolucionaria, se reviste de una nueva religión que se asemeja al mesianismo laico, es decir, de un deseo de salvar al hombre mediante la política, pretendiendo erradicar totalmente el mal del cuerpo social.

Fue San Juan Pablo II quien popularizó la expresión «mesianismo laico» en la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Roma en agosto de 2000. Refiriéndose a los grandes totalitarismos del siglo XX, explicó que «los diversos mesianismos laicos que han intentado sustituir a la esperanza cristiana han resultado ser verdaderos infiernos».

Antes que él, Albert Camus había visto en el mesianismo revolucionario de 1789 la matriz de los grandes totalitarismos modernos.

La creencia de que la voluntad humana puede erradicar por sí sola el mal que reside en el interior del hombre conduce tarde o temprano a la instauración de un sistema totalitario que no sólo se agota sin conseguir que el mundo sea perfecto, sino que destruye lo que queda de sana realidad. Convertir en absoluto el objetivo que hay que alcanzar (dar la felicidad) tiene por consecuencia relativizar los medios puestos en marcha.

Como explica Albert Camus en El hombre rebelde (1951), «cien años de dolor son fugaces a los ojos del hombre que anuncia, por centésimo primera vez, la ciudad definitiva» de la que el mal habrá sido erradicado. Fue esta arraigada creencia en el advenimiento de un paraíso rojo o pardo lo que contribuyó a relativizar, en la mente de sus autores, el horror de los medios utilizados para conseguirlo.

Ahora bien, esta ambición de regenerar completamente la sociedad para dar forma a un mundo nuevo ya se había iniciado durante la Revolución francesa: «Los hombres de 1789», explica François Furet en La Revolución francesa (con Denis Richet, 1965), «habían creído que reconstruir el Estado sobre la voluntad del pueblo proporcionaba la clave de la felicidad social; el jacobinismo de 1793 había representado el apogeo de este voluntarismo político, ya que la dictadura revolucionaria se había creído en condiciones de transformar con su acción el conjunto de la sociedad civil y de recrear ciudadanos virtuosos a partir de individuos movidos por el egoísmo».

Es esta dimensión mesiánica de la Revolución francesa la que explica el carácter potencialmente totalitario de la izquierda francesa. Ignorando la condición humana marcada por el pecado original, la izquierda pretende regenerarla según un código moral que pasa por alto la inclinación del hombre hacia el mal. «Me gustaría ser de izquierdas, pero requiere tantas cualidades humanas que he renunciado a ello», explica con humor el actor Fabrice Luchini.

De hecho, la moral propugnada por la izquierda se dirige a un hombre virtuoso que rara vez se encuentra en la realidad de la vida social. ¿Qué hombre mantendría un koljós o cualquier otra propiedad colectiva con tanta energía como su propiedad privada? Donde la izquierda apela a la virtud pública, la derecha considera el interés personal por encima de todo y se esfuerza por dirigirlo hacia el bien común, basándose en el principio de que la felicidad del hombre no puede lograrse contra sí mismo y de que -por utilizar el ejemplo de la propiedad- sólo puede mantenerla adecuadamente si le pertenece o si puede cosechar sus beneficios.

¿Bajeza y egoísmo de la condición humana? Está muy bien que la izquierda denuncie -a veces no sin razón- el cinismo de la derecha. Pero hay que decir que la izquierda, que no cree en el pecado original, peca de utopismo, y que la realidad le demuestra a menudo que se equivoca.

La visión de un hombre abstracto

La segunda característica de la moral de izquierdas es que es desencarnada, en el sentido de que se dirige a un hombre abstracto que no está enraizado ni en la geografía ni en la historia.

Desde la Revolución francesa, el hombre de izquierdas defiende principios de alcance universal, mientras que el reaccionario o conservador, generalmente anclado en la derecha, considera las realidades en su encarnación temporal concreta.

El hombre de izquierdas defenderá los derechos humanos, mientras que el hombre de derechas preferirá hablar de los derechos de los franceses. El hombre de izquierdas militará a favor de la democracia, la República, la libertad o la tolerancia, mientras que el hombre de derechas preferirá limitar su horizonte político a la patria carnal, considerando que las realidades universales sólo pueden alcanzarse a través de la mediación de las realidades particulares.

De ahí una diferencia importante sobre el tema de la inmigración: considerando la sociedad como una construcción social que depende únicamente de la voluntad colectiva, el hombre de izquierdas cree que es posible agregar elementos externos, a quienes denomina abstractamente migrantes, sin preguntarse por su cultura ni por su voluntad de integrarse en la nación de acogida, mientras que el hombre de derechas, dado que la sociedad se fundamenta sobre un patrimonio cultural preexistente al hombre, no puede abrirse a todos sin disolverse.

La tercera característica de la moral propugnada por la izquierda es que pretende encarnar la verdad en política, rechazando las convicciones contrarias marcándolas con el sello de la infamia y el deshonor, o utilizando los calificativos olfativos que sean necesarios, como «ideas nauseabundas», de las que se burla para desacreditarlas mejor sin necesidad de refutarlas.

A decir verdad, esta postura resulta inevitable, dado que la izquierda profesa una moral incorpórea, empeñada en principios sin confrontarlos con la realidad. Una ética de la convicción, por utilizar el lenguaje de Max Weber, en lugar de una ética de la responsabilidad que considera las consecuencias de las acciones. Una moral del deber, heredera directa del imperativo categórico kantiano, con la cual se analizan las opciones políticas: restringir la acogida de inmigrantes resulta así inmoral, como conducir un coche diesel, en una dialéctica maniquea del bien y del mal que restringe constantemente el alcance de la libertad política.

«La verdad es una, el error es múltiple; no es casualidad que la derecha profese el pluralismo», escribió Simone de Beauvoir en la revista Les Temps modernes en 1955.

Sin embargo, el error no se debate, no tiene derecho a réplica; esto explica la dificultad de cierta izquierda para aceptar el pluralismo democrático. Jean-Paul Sartre dijo en 1961: «Un anticomunista es un perro, no saldré de ahí, no volveré a salir de ahí», mostrando que oponerse a quienes pretenden encarnar el sentido de la Historia es una cuestión de infamia, no de debate.

La promesa de emancipación

La doctrina de la izquierda asume así todas las características de la doctrina cristiana (pretensión de verdad, universalismo, voluntad salvífica), salvo que las traslada del horizonte sobrenatural del más allá al mundo concreto de las civilizaciones temporales. Lo universal deja de ser una promesa para convertirse en un programa, según la distinción que hizo Chantal Delsol durante una conferencia de Cuaresma pronunciada en Notre-Dame de París en 2009. Es en esta falsificación de la verdad cristiana donde reside la tentación totalitaria de la izquierda, aunque hay que reconocer que siempre ha habido personas dentro de la izquierda que han sido conscientes de esta deriva y han intentado frenarla (me viene a la mente Albert Camus).

El escritor Albert Camus (1913-1960), aun siendo de izquierdas, sí descubrió y criticó el impulso totalitario inherente a las pretensiones mesiánicas de las ideologías ‘progresistas’.

Por último, si observamos el desarrollo histórico de la izquierda desde 1789, vemos tres ciclos como fases de la emancipación del individuo según una lógica progresiva que tiene su origen en la Revolución francesa. En Pensar la Revolución francesa (1978), François Furet sostiene que la Revolución no es sólo un acontecimiento político del pasado, sino una promesa de emancipación perpetua, una dinámica abierta que sigue desplegándose y produciendo sus efectos.

La Revolución fue ante todo un proceso de emancipación política que abolió la monarquía de derecho divino y la sustituyó por un régimen basado en la soberanía del pueblo. La nación quedaba así liberada del derecho divino y la decisión colectiva podía ejercerse sin límites, en una forma de arrogancia que constituía precisamente el entusiasmo revolucionario.

Este primer ciclo, llevado a lo largo del siglo XIX por los republicanos en la oposición y luego en el poder, llegó a su fin en 1905 con la votación de la ley de separación de la Iglesia y el Estado. A partir de entonces, el partido radical, agotado su programa, declinó y se reorientó.

A su izquierda, siguiendo la lógica ‘sinistrista‘ teorizada por Albert Thibaubet en Las ideas políticas de Francia (1932), según la cual la vida política, a medida que se desplazaba hacia la izquierda, daba lugar a partidos cada vez más izquierdistas que reorientaban a los anteriores, surgieron el partido socialista y luego el partido comunista como portadores de una nueva promesa de igualdad.

La segunda emancipación fue económica y social, promoviendo la igualdad real y liberando a los individuos de la dominación de los empresarios. Constituyó la matriz política de la izquierda hasta 1991, cuando el colapso del bloque soviético la obligó a abandonar el colectivismo y abrazar la economía de mercado.

Luego se transformó en izquierdismo cultural que, importado de las universidades estadounidenses en los años sesenta, acabó contaminando a la izquierda francesa al pretender emancipar al individuo de todas las determinaciones culturales heredadas a lo largo de los siglos.

La fantasía de una naturaleza pura, limpia de toda herencia cultural, formó el tejido de esta izquierda cultural, que también acabó queriendo liberarse de la naturaleza, vista como el último obstáculo para la plena satisfacción de los deseos individuales. El wokismo se inscribe directamente en esta lógica, que revisita la historia de la humanidad oponiendo dominantes y dominados, opresores estructurales y víctimas inocentes, en una lucha interseccional que combina feminismo, ideología gay, indigenismo y marxismo.

Por el contrario, la derecha sufre una desventaja estructural: sólo existe en el espejo de una izquierda que marca el tono de la vida política y pretende encarnar la dirección de la historia, relegando a la derecha a una posición de reacción frente a esta dinámica de emancipación perpetua. La derecha será por tanto reaccionaria o conservadora, es decir, será a menudo una izquierda retrasada.

«El mundo se divide en conservadores y progresistas», explica Chesterton: «El negocio de los progresistas es seguir cometiendo errores. El negocio de los conservadores es impedir que se corrijan los errores». Este es el famoso efecto trinquete de las reformas sociales promovidas por la izquierda y luego defendidas suavemente por la derecha, que las continúa, dando así la razón a la izquierda.

Un trinquete es un mecanismo que permite a un engranaje (1) girar hacia un lado, pero le impide hacerlo en sentido contrario, ya que lo traba con un gatillo (2) que engrana en los dientes en forma de sierra. Permite que los mecanismos no giren en el sentido contrario al deseado. Así avanza la revolución: la izquierda progresista gira la rueda en un sentido y la derecha conservadora aplica el gatillo cuando alguien pretende moverla en sentido contrario. Imagen y descripción mecánica: Wikipedia.

Por encima de todo, el marco estructurador de la vida política francesa sigue estando definido por la izquierda. Se considera guardiana de la herencia republicana y designa a quienes tienen derecho a reivindicarla, relegando a quienes vilipendia de toda legitimidad política. Cualquier renacimiento de una derecha libre e independiente presupone, por tanto, en primer lugar que se cuestione el proceso de legitimación política instaurado por la izquierda y, a continuación, que ésta se enfrente a una doctrina capaz de generar una fuerza de atracción tan fuerte como la del progresismo societario.

Traducción de Verbum Caro.

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»