¿Cómo podrá un Sacerdote meditar el Evangelio, oír aquel lamento del Buen Pastor: «Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, las cuales también debo Yo recoger», y ver «los campos con las mieses ya blancas y a punto de segarse», sin sentir encenderse en su corazón el ansia de conducir estas almas al corazón del Buen Pastor, de ofrecerse al Señor de la mies como obrero infatigable?
¿Cómo podrá un Sacerdote contemplar tantas infelices muchedumbres, no sólo en los lejanos países de misiones, pero desgraciadamente aun en los que llevan de Cristianos ya tantos siglos, que yacen como ovejas sin Pastor, que no sienta en sí el eco profundo de aquella divina compasión que tantas veces conmovió al Corazón del Hijo de Dios?.
Nos referimos al Sacerdote que sabe que en sus labios tiene la Palabra de Vida, y en sus manos instrumentos divinos de regeneración y salvación. Pero, loado sea Dios, que precisamente esta llama del celo apostólico es uno de los rayos más luminosos que brillan en la frente del Sacerdote Católico; contemplamos y vemos a nuestros Obispos y los Sacerdotes, como tropa escogida, siempre pronta a la voz del Supremo Jefe de la Iglesia para correr a todos los frentes del campo inmenso donde se libran las pacíficas pero duras batallas entre la verdad y el error, la luz y las tinieblas, el Reino de Dios y el reino de Satanás.
«Ad Catholici Sacerdotii», 20 de Diciembre de 1935
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