Hoy solemnidad de todos los santos volvemos nuestra mirada a aquellos “que están vestidos con vestiduras blancas”, que “han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero”. Aquellos que, buscándote, contemplan ya la luz de tu rostro, han sido alcanzados plenamente por las bienaventuranzas: los pobres que han alcanzado el reino de los cielos, los mansos que han heredado la tierra, los que lloraban y han sido consolados, los hambrientos saciados, los misericordiosos transformados por la Misericordia, los que trabajaban por la paz y son plenamente hijos de Dios…
Les recordamos especialmente el día de hoy. San Bernardo Abad en uno de sus sermones, que se lee hoy en el Oficio de Lecturas, se pregunta “¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo”. El deseo de alcanzar la santidad. Como nos decía el Papa Francisco en Gaudete en Exultate: “nos estimulan a seguir caminando hacia la meta. Y entre ellos puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cf. 2 Tm 1,5). Quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor. Los santos que ya han llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de amor y comunión”
También a nosotros nos ha elegido Dios “antes de la constitución del mundo, para que seamos santos e inmaculados ante Él por el amor; y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo” (Efe. 1,4-5) ¡Antes de la creación del mundo, nos ha destinado a ser santos! Primero nos ha elegido y después nos ha creado para cumplir esa llamada. Es muy importante caer en la cuenta de que la elección precede a nuestra existencia, es más, determina la razón de ser de nuestra existencia. «Podemos decir que Dios ‘primero’ elige al hombre, en el Hijo eterno y consubstancial, a participar de la filiación divina, y sólo ‘después’ quiere la creación, quiere el mundo» (J.P. II, Discurso, 28-V-1986, nº 4). Dios no nos elige en función a méritos adquiridos. Es justamente al revés. “La vocación de cada uno se funde, hasta cierto punto, con su propio ser: se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa” (San Juan Pablo II, “A los aspirantes al sacerdocio, Porto Alegre”, 5-VII-1980).
Además, esta elección, esta vocación es una llamada irrevocable. Dios no se echa atrás en la elección. “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Nosotros podemos decidir vivir al margen de esa elección de Dios ¡pero no se puede suprimir! Por ello, cuando no nos empeñamos en seguir esa llamada, siempre que no luchamos por corresponder a esa elección de Dios, experimentamos esa inquietud en el alma. Hemos sido pensados y creados con la capacidad para manifestar la santidad de nuestro ser en nuestro obrar (cf. Juan Pablo II, Christi fideles laici. nº 16). San Pablo no deja amonestar a todos los cristianos para que vivan “como conviene a los santos” (Ef. 5, 3). Por ello no es verdad cuando digo ¡no puedo! ¡No es verdad, porque Dios nos ha pensado, querido y creado para ser santos! Cuando decimos no puedo, esto es superior a mis fuerzas…; se pregunta el Papa San Juan Pablo II “pero ¿cuáles son esas concretas posibilidades del hombre? ¿De qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia o del hombre redimido?” (“Alocución”, 1-III-1984).
La santidad requiere nuestra colaboración, nuestra respuesta a la gracia. La historia de cada uno no está escrita de antemano. Los santos no lo han sido inexorablemente. La santidad no es algo insólito, sino lo normal en la vida de un bautizado. Para alcanzar la perfección, dice santa Teresa, “importa mucho, y el todo, (…) una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo” (Santa Teresa de Jesús, “Camino de perfección”, 35, 2)
No debemos esperar a encontrarnos en las condiciones externas que, según nuestro parecer, serían las mejores para progresar en Amor de Dios. Se engaña quien piensa: seré santo cuando cambien las circunstancias, la mala racha que estoy atravesando en el trabajo o en la vida familiar; o una vez que supere aquello que me agobia; o cuando esté más descansado y en plena forma física; o después de que se hayan solucionado los acuciantes problemas … Si en esos momentos no fuera posible la santidad, querría decir que sólo podrían alcanzarla las personas con buena salud, las que viven despreocupadamente, nadando en la abundancia, sin contradicciones. No es una meta, es el origen: sed santos porque vuestro Dios es Santo. No podríamos hacer nada bien ni bueno si no fuésemos santos. Porque Él nos hace santos podemos hacer cosas buenas. El santo es tan pecador como cualquiera ¡pero nunca se suelta de la mano de Cristo! No es el impecable.
Madre nuestra, ayúdanos a corresponder a esa elección divina con una generosidad como la tuya.
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